El Thyssen de Málaga celebra el arte belga
El Museo Carmen Thyssen acoge el mejor arte belga moderno, a través de más de setenta obras procedentes del Musée d’Ixelles de Bruselas
Las despedidas son inútiles. Cuando uno se despide en buenos términos de alguien o de algo, parece que se despide, pero no es así, en realidad ya está deseando volver. Las verdaderas despedidas son las despedidas «a la francesa», esas en que nos vamos o nos dejan haciendo mutis por el foro, sin decir ni ahí te pudras. En esas sí, no cabe duda, el que se va no quiere volver o al menos lo piensa. No es mi caso. Me voy de Málaga, me traslado a Madrid, después de haber vivido más de cuarenta años en la ciudad que ahora atraviesa una etapa de esplendor. Las razones no vienen al caso y son anecdóticas. Pero he advertido a mis amigos queridos, y el que avisa no es traidor, que no se confíen, porque el que se despide es el que piensa volver. De hecho, en ese justo momento, ya está empezando a regresar.
Llegué a Málaga a finales de 1981, recuerdo que fue el 26 de octubre, un día después del centenario del nacimiento de Pablo Picasso. En aquel momento, la ciudad, con más moral que posibles, había celebrado la efeméride, pero de una manera humildísima. Si me equivoco que me perdonen, pero solo unas discretas banderolas publicitarias que colgaban de las farolas del paseo marítimo que lleva su nombre avisaban al recién llegado del acontecimiento.
El único museo de la ciudad merecedor de tal denominación era el de Bellas Artes, que albergaba cuadros de valor, entre otros de los grandes pintores academicistas e historicistas del siglo XIX, algunos en préstamo del Prado, incluso una pintura juvenil del propio Picasso. Pero en su conjunto, el estado del edificio y de las salas resultaba deplorable. Hoy, aquel desvencijado y caótico palacio alberga el museo Picasso, talismán y joya de la corona de Málaga, que empezó a renacer a la sombra y el calor del manto protector del pintor.
Málaga había ganado un espacio único, tal vez sea el segundo mejor museo Picasso del mundo después de París. No lo digo yo, me lo dijo hace años Victoria Combalía, experta en la materia y nada sospechosa de malagueñismo. Pero se hizo a costa de desnudar un santo para vestir otro… Desnudo y sin techo se quedó el Bellas Artes para que Picasso volviese a Málaga como se merecía. Tuvieron que transcurrir bastantes años y no menos avatares para que este museo renaciera en el mejor edificio civil de la ciudad: el palacio de la Aduana. Liberado hoy de su anterior función política-administrativa –había sido sede del gobierno civil de la provincia y comisaría policial—, el Museo de la Ciudad constituye un estupendo museo arqueológico y un notable museo de pintura, un tanto tacaño en espacio expositor para tantos cuadros del antiguo Bellas Artes.
En 1981 el centro de la ciudad era casi un desierto cultural y no solo cultural, incluso gastronómico. Hoy quizá el centro corre el riesgo de convertirse en un espacio intransitable. Debería preocuparnos. Pero volvamos al ayer. Era desolador pasearse por Larios y alrededores, todavía sin peatonalizar, sin poder apenas encontrar un lugar civilizado donde tomar un café leyendo el periódico. Tampoco abundaban los restaurantes. A mi recuerdo acuden los nombres de la Alegría, La Cancela, el Tormes… Hoy todos desaparecidos, con excepción del Tormes que resiste y mantiene su cocina genuina, justo al lado del Picasso.
Se decía entonces, como se ha dicho de tantas ciudades, y no era ni mucho menos exclusivo de la nuestra: «Málaga, la ciudad de las cien tabernas y una sola librería…». Cuando llegué estaba la de Denis, en la calle Santa Lucía; Cervantes en la plaza de la Constitución, ya en horas bajas; a mitad de calle Nueva había una de cuyo nombre no puedo acordarme. Sin duda la más singular y simpática era la que regentaba el inolvidable Pepe Negrete, de la calle Granada: la Negrete era algo así como la parisina y legendaria Shakespeare & Co. en versión malaguita. Pero la librería por antonomasia, la más moderna y acogedora y vector del cambio cultural e incluso político de la ciudad, era Proteo, que no cejó hasta convertirse en una referencia nacional. Un recuerdo aquí al malogrado Paco Puche, uno de sus fundadores y verdadero mascarón de proa del proyecto, inquieto e incansable dispuesto siempre a cuestionar todo lo cuestionable. Gran personaje y mayor persona.
Hay quien ha criticado la política museística de la ciudad, y por supuesto que todo puede y debe ser analizado, pero no seré yo el que lo haga, porque en su conjunto creo que el resultado ha sido en general positivo. Si acaso me atreveré a señalar una carencia que podría estar en vías de subsanarse. Cuando la alcaldía del venerable De la Torre consiguió traer a la ciudad la franquicia del Centro Pompidou me pareció una idea estupenda, porque pensaba que se incorporaría todo el concepto de este centro cultural parisino, y no solo la función expositiva. El Pompidou de París alberga, por supuesto, un museo y organiza exposiciones temporales, pero es mucho más que eso. Tiene una estupenda biblioteca de libre acceso, mediateca y fonoteca, con una sala de cine, entretenimientos para niños y una espectacular azotea con cafetería que permite tener una vista panorámica de la ciudad. De hecho, aunque el Centro se encuentra en una zona turística, dota de estos servicios a la población del distrito en que está ubicado. Algo así le falta a nuestro Pompidou. Confiemos que el antiguo Colegio de San Agustín y futura biblioteca de Málaga remedie esta carencia. Puesto a soñar: ojalá que alguno de los edificios portuarios hoy poco o nada utilizados, debidamente adaptados, pudiesen cumplir una función cultural. Pero en estos días en que me «despido» del centro, aun sabiendo que volveré a Málaga, he visitado (aquí, paciente lector, quería llegar yo) la magnífica exposición que bajo el título de Arte belga. Del impresionismo a Magritte. Musée d’Ixelles se puede disfrutar en el Thyssen malagueño.
Otro museo que, además de ampliar la oferta cultural de la ciudad, ha supuesto la mejora y la recuperación de la que era una de las zonas más deprimidas del centro que ahora luce maravillosamente. La muestra recoge unos setenta cuadros del Museo de Ixelles, de Bruselas. La exposición permanecerá hasta el 5 de marzo. Pero, como no he visto en la prensa apenas referencias a este acontecimiento, aviso, antes de mi partida, a los amantes de la pintura de finales del siglo XIX a comienzos del XX, que no deberían perdérsela. La muestra recorre ese periodo de la pintura europea que abarcó del impresionismo y del expresionismo al surrealismo, movimiento que en Bélgica tuvo un original desarrollo, alejado de las pautas que se marcaban desde París. Destacan los cuadros del surrealismo ¿pop? de René Magritte, que tiene ya incontables seguidores entre nosotros y los menos conocidos de Paul Delvaux, que consiguió una suerte de surrealismo realista sin el tenebrismo de sus colegas parisinos y con una carnalidad cercana a Rubens. Hay también un cuadro de James Ensor, mi pintor belga preferido. No es precisamente de lo mejor de lo mucho bueno que nos dejó este artista que navegó entre las aguas del expresionismo grotesco y carnavalesco, emparentado con la pintura de Goya, pero con un sentido irreverente y humorístico sublimes.
Desgraciadamente, el óleo expuesto no da idea de lo que Ensor fue capaz de hacer. Entre sus obras, destaca su cuadro tal vez más famoso, La entrada de Cristo en Bruselas (1889), una suerte de carnaval herético e irreverente, que se encuentra en el Getty Center de Los Ángeles. El vacío de su pintura en la exposición malagueña nos impulsa, y es una buena excusa, para en la primera oportunidad dar el salto a las ciudades belgas que albergan su obra: Bruselas, Amberes y Ostende. En esta, su ciudad natal, cada año se le rememora con la celebración del Baile de la Rata Muerta, una liturgia profana que Ostende celebra en Carnaval. Pero antes nos volveremos a ver en Málaga. Hasta pronto.