Antonio Vega, una vida al borde del precipicio
Se publica la primera biografía autorizada de uno de los compositores fundamentales del pop español y líder del grupo musical Nacha Pop
A Antonio Vega le colgaron el sambenito de poeta maldito. Siempre arrastró fama de artista al borde del precipicio. Sin embargo, a través de sus canciones, el artista madrileño desnudaba su alma y se mostraba sincero ante quienes de verdad quisieran escuchar y entender. «Fue un músico de voz de terciopelo y un compositor de melodías sugerentes, evocadoras y seductoras. Igual que lo era él, igual que su esencia, indicios de un vasto universo interior. El artista se parecía a su obra y fue dejando pedazos de su corazón en cada riff, en cada verso», comenta Magela Ronda en Antonio Vega. Una vida entre las cuerdas (Espasa), la primera biografía autorizada de uno de los compositores fundamentales del pop español.
El propio Antonio contaba que nació en diciembre de 1957, «con mucha prisa, pues solo habían transcurrido siete meses y medio de embarazo materno». Tuvo una infancia común, feliz, pero no fue un niño corriente. «Demasiado a menudo, su cabeza le llevaba a lugares diferentes y más profundos que a cualquier otro niño de su edad», escribe Ronda. «Antonio tuvo desde siempre una necesidad urgente por aprender, dominaba el razonamiento lógico, hacía preguntas y esperaba respuestas lo suficientemente satisfactorias, no se conformaba con evasivas o ambigüedades».
Eso sí, en contra de la imagen que muchos se han formado de él, Antonio nunca fue un niño tímido. Era sociable y disfrutaba haciendo el payaso en las reuniones familiares. También era un crío nervioso y muy sensible. Evitaba a toda costa los conflictos y le afectaba sobremanera verse envuelto en alguno. Sin embargo, tenía ciertas actitudes que hicieron que su madre se preocupara y le acabara llevando al psicólogo, quien determinó que Antonio era un chaval superdotado.
En casa de sus progenitores, la música era prácticamente un miembro más de la familia. Su padre, Ricardo Vega, había cantado ópera de joven, y el tío Tino era barítono profesional. La biógrafa del artista comenta en el libro que Antonio nunca llegó a recibir clases de música. «Su único profesor de guitarra fue su hermano Carlos, quien, al ver el interés que mostraba Antonio por la música, se sentaba a su lado para enseñarle acordes, giros, solos y tratar de responder a las interminables preguntas de su hermano pequeño». Aquellas clases particulares fueron la semilla de la mayor de las pasiones de Antonio Vega, que entonces disfrutaba escribiendo (ganó un concurso de relatos con dieciséis o diecisiete años), ambicionaba componer canciones y, en su deseo por desarrollar la técnica de la guitarra, se fijó bastante en músicos como Jimmy Page y Larry Carlton.
Dentro de casa, los hermanos Vega montaron varios grupos que tenían como espectadores principales a la familia y los amigos. Fuera de la vivienda, Ricardo y Carlos formaron otra banda junto con un vecino de la urbanización. Cuando vieron que les hacía falta percusión y batería, se lo propusieron a Antonio, que manejaba ya varios instrumentos y aceptó sin pensárselo mucho. «Un tiempo después, Ricardo abandona ‘el grupo’ para centrarse en sus estudios, y Carlos y Antonio montan un dúo acústico», relata Ronda. «Pasan horas sacando temas con la guitarra, haciendo versiones y empiezan a dar los primeros pasos en la composición creando sus propios temas».
La pareja empezó a dar conciertos en colegios mayores «armados con sus mandolinas, guitarras y haciendo primeras y segundas voces». Su hermano Carlos confiesa que Antonio y él hicieron también una grabación (con cuatro o cinco temas propios) para una discográfica: «Fue a través de Emilio Aragón […]. Antonio y yo tenemos temas anteriores a «Chica de ayer». Lo que más nos gustaba o nos emocionaba era crear y componer, más que tocar canciones de otros. Aquellos cuatro o cinco temas los compusimos juntos, pero están perdidos».
Antonio era un ‘culo inquieto’ que, al igual que sus hermanos, estudió en el abierto y liberal Liceo Francés. Sus padres querían que estudiara una carrera universitaria, y lo cierto es que llegó a matricularse en Arquitectura como su hermano Carlos, pero aguantó solo dos años. «El fracasado periplo universitario de Antonio se cerró al tiempo que entraba en escena Nacha Pop», apunta Ronda. «La aventura de la música y la casi inmediata posibilidad de firmar un contrato con una discográfica era más importante y atrayente para Antonio Vega que estudiar cualquier carrera. No suponía una elección difícil, no había nada que pensar. La guitarra superaba con creces a la tradición familiar».
El artista madrileño andaba ya metido en el proyecto de Nacha Pop cuando empezó su relación con una vecina de su barrio, Teresa Lloret, quien se convirtió en su primera y única esposa. Con la artista gráfica compartió años de tiras y aflojas, complicidad, desenfreno y adicción a las drogas. «Yo me enganché un poco antes», confiesa en el libro Lloret, que se metió el primer chute en octubre de 1978, a los diecisiete años, en el club M&M. «Luego, años más tarde, cuando ya estaba con Antonio, él me dijo que lo había probado una vez, pero vaya, que no le molaba nada y no nos dejaba ni hablar del tema. Había un chico en la pandilla que sí que lo había probado como yo y un día nos propuso ir a comprar, recuerdo que Antonio se encaró con él: ‘Como vuelvas a hablar de eso, os bajáis del coche’. Fíjate. Y bueno, pues yo qué sé, un día nos fuimos cinco o seis colegas a pillar y Antonio, bueno, se enamoró».
Ronda hace hincapié en que dónde, cómo, cuándo o por qué Antonio Vega se enganchó a la heroína «no es asunto que pertenezca a las intenciones» de su ensayo, pese a que él nunca ocultó su adicción a las drogas ni a su familia, ni a sus amigos, ni a los periodistas que le preguntaban por el tema. «Resulta utópico pretender discernir entre culpas, acusaciones, excusas y reproches de todos los señalados como causantes de la adicción de Antonio, incluido él mismo. El perdón del tiempo, de los años transcurridos, han suavizado en los protagonistas de esta historia el dolor y los malos momentos vividos con Antonio Vega por culpa de su adicción».
El hecho de compartir su adicción condicionaba el día a día de Antonio y Teresa, que vivían a lo loco, sin pensar en mañana. En las casas en las que fue viviendo la pareja no había horarios, y las puertas estaban siempre abiertas para los colegas, que podían presentarse en cualquier momento y quedarse a pasar largas temporadas con ellos. Uno de esos amigos fue Nacho Béjar, que siendo adolescente se dejaba caer con frecuencia por el local de ensayo de Nacha Pop, y luego se convertiría en su guitarrista durante su etapa en solitario. «Él fue un apoyo absoluto y brutal para Antonio Vega», explica el bajista de Nacha Pop, Carlos Brooking, «y en esa época de Antonio, que estaba físicamente regular y había que sacarle con grúa de los sitios y había que llevarle y empujarle, pues todo ese mérito, desde mi forma de ver, hay que dárselo a Nacho Béjar. No solo desde el punto de vista ya únicamente musical, sino que yo creo que se portó casi como si fuera su hermano, porque le trató y le aguantó como nadie le hubiera aguantado».
Antonio y Teresa mantuvieron una relación de dieciocho años antes de tomar caminos separados, aunque nunca llegaron a divorciarse, ni tampoco dejaron de ser amigos y confidentes. Después, el madrileño se enamoró de Marga del Río, que apareció en su vida tras ser contratada por EMI, entonces discográfica de Antonio, a finales de los noventa. Según Carlos Vega, Marga le aportó al artista confianza, seguridad en sí mismo y responsabilidad a la hora de trabajar. «Antonio revivió, en el sentido de que de repente tenía una ilusión desbordada. Se adoraban los dos. Juntos eran una sola cosa… Tuvieron una historia de amor superintensa y, si quieres, tranquila, porque realmente no había dudas ni conflictos. Estaban juntos para quererse siempre». Pero el infortunio quiso que, siete años después de comenzar a salir, ella enfermase de repente y, tras varias semanas de convalecencia en el hospital, muriera a causa de una encefalitis bacteriana.
Antonio Vega. Una vida entre las cuerdas incluye misivas, fotografías inéditas e imágenes de cuadernos con canciones manuscritas que sobrevivieron al incendio de la casa de Antonio en el madrileño barrio de Ríos Rosas. Entre esos documentos, aparecen dos cartas manuscritas que Antonio escribió a Marga. «Si alguna vez me echas de menos y tu corazón se abandona, anegado, a la nostalgia, que no arrastre contigo la tristeza ni la falsa certidumbre de estar sola. Que no ilustre la pena tu recuerdo y el carboncillo de tu imaginación no oculte en sombras mi retrato», reza una de ellas.
El libro repasa también la trayectoria profesional del madrileño, que saltó a la palestra liderando el grupo Nacha Pop junto con su primo Nacho García Vega. A lo largo de diez años, la banda grabó siete álbumes de gran prestigio pero éxito comercial prudente. Las diferencias de carácter, personalidad y ambiciones de los miembros del grupo, unidas a los problemas con las drogas de Antonio, llevaron a su disolución. Para decir hasta pronto, Nacha Pop aceptó lanzar Nacha Pop 80-88, un doble álbum grabado en directo que recoge la despedida de la banda en la sala Jácara de Madrid, en octubre de 1988. A partir de entonces, el compositor de «Chica de ayer» dio comienzo a su carrera en solitario, presidida por los conciertos intimistas y las canciones de amor y preocupación por la vida y su sinsentido.
«Para su primer disco, No me iré mañana, Antonio se disciplinó sobremanera», comenta Ronda. «El productor, Carlos Narea, y Teresa, su mujer, estuvieron pendientes de él, ayudándole a encontrar sus espacios de creación, animándole y, sobre todo Teresa, leyéndole la cartilla cuando se hacía necesario. Entre todos, consiguieron darle a Antonio esa disciplina que parecía precisar aun sin saberlo. En el resto de sus discos, Antonio volvería a las andadas. Aparecía con un pack de cuatro o cinco canciones y nada más. Y el resto, bueno, pues me pongo aquí un momento y a ver qué me sale».
También relata su biógrafa que, durante toda su carrera en solitario, Antonio no dejó de tocar una, dos y hasta tres veces por semana: «Tan solo hubo breves interrupciones de esa gira constante en la que convirtió su vida para grabar un nuevo disco o intentar una vez más una desintoxicación que siempre resultó infructuosa. Él necesitaba el escenario como vía de escape, pero también era una manera de ingresar dinero, para él especialmente urgente e imprescindible. Puede que esa necesidad le hiciera adorar y odiar el escenario según el día, la noche o la luna. Y puede que por eso nos regalara conciertos memorables y otros que solo pueden calificarse como pequeños desastres».
El deterioro físico del compositor y cantante era algo evidente en sus últimos años de vida. Su círculo íntimo asegura que apenas descansaba. Que rara vez se tumbaba en una cama a dormir, y que sus quince minutos de sueño los vivía sentado, con los brazos apoyados sobre la mesa y la guitarra en los muslos. El 20 de abril de 2009, Antonio enfermó de cáncer de pulmón e ingresó en el Hospital Puerta de Hierro de Madrid, donde falleció tres semanas después, con cincuenta y un años, a causa de una neumonía.
«Para entender y comprender a Antonio se hizo necesario escarbar en los recovecos de su personalidad, atrayente y magnética», apostilla Ronda en el epílogo del libro. «Y descubrí una manera para mí desconocida de habitar el mundo. Un regalo que ya hace tiempo aprendí a reconocer y agradecer. Antonio nunca eludió su lado más oscuro, nunca negó que consumiera drogas, como tampoco hacía apología de nada. Un hombre inteligente no busca tener la razón ni imponer un pensamiento. Antonio, únicamente, por así decirlo, se dejó llevar. Fin de la historia».