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Cultura

El filósofo de moda nos aconseja no hacer nada

En su nuevo ensayo, Byung-Chul Han abandera una tendencia que quiere salvarnos de la dictadura de la acción recuperando la actitud contemplativa

El filósofo de moda nos aconseja no hacer nada

Byung-Chul Han. | Cedida por la editorial Taurus

Byung-Chul Han está de moda. Él tampoco tiene la culpa. O sí, pero qué más da. Escribe libros cortos y (al menos con la apariencia de ser) densos, en los que da vueltas y vueltas a una idea que flota en el ambiente y que él envuelve con citas de un puñado de autores muy concretos –Heidegger, Benjamin, Nietzsche, Adorno, Handke…-. Con esa fórmula consigue que lo lea un público no experto pero interesado en la filosofía y, dicen las malas lenguas, deseoso de creerse inteligente. En realidad, le critican esas malas lenguas, no aporta nada nuevo. Sea todo esto cierto o no, su cualidad de best seller (moderado, estamos hablando de filosofía) puede darnos pistas sobre lo que le interesa a un público no intelectual de profesión, pero con inquietudes de cierta profundidad. Leyendo lo último de Byung-Chul Han, se confirma que está de moda la necesidad de parar, bajarse de un consumismo frenético y buscar el sentido. O, por lo menos, descansar un poco.

Byung-Chul Han es un coreano que trabajaba en la industria metalúrgica de su país hasta que, con 26 años, se marchó a Alemania. Decidió estudiar Filosofía, aunque no había frecuentado nunca ese género ni sabía hablar alemán. Aprendió, prosperó, se hizo muy de Heidegger y empezó a publicar (en alemán) libros que, por lo que fuera, tuvieron una sorprendente buena acogida. En 2012, en lo más hondo de las consecuencias de la crisis financiera, dio en la clave con la publicación de La sociedad del cansancio. En 2013, la televisión pública alemana ZDF lo entrevistó, bautizándolo como «estrella de la filosofía». En 2017, The Guardian lo etiquetó como «niño prodigio de una filosofía alemana renacida y de una legibilidad sin precedentes». Han aprovechó la inercia.

En estas páginas, César García o ​​Ricardo Dudda proporcionan buenos ejemplos de opiniones mesuradas sobre el fenómeno. El primero avisa de que «Han es demasiado poético, vago, impreciso y filosófico y lo que dice no puede ser demostrado empíricamente»; pero reconoce que «la idea de que es precisa una ecología en ese Planeta B que es el mundo digital y virtual es sensata. Es tiempo de ser más ambiciosos, de proponer una ecología de la información y la comunicación que limite la producción y consumo de información en la esfera pública». El segundo, más contundente, cree que «a veces resulta interesante (su tesis sobre la autoexplotación y sus ideas sobre la transparencia, por ejemplo), otras veces es un filósofo de barra de bar con referencias a Heidegger».

Taurus acaba de publicar su último ensayo, Vida contemplativa, con el sugerente subtítulo Elogio de la inactividad. Básicamente, aplica ese método que tan bien le va para aportar una defensa filosófica de la tendencia (o moda o necesidad o tontería o salvación, cada uno que lo llame como quiera) que está abarrotando los retiros de silencio (religiosos o más o menos laicos), los talleres de meditación, las clases de yoga, etc. En España, las apologías del silencio de Pablo D’Ors, por ejemplo, se han convertido en un fenómeno notable. 

Portada del libro.

Vida contemplativa es un libro cortito, de poco más de 100 páginas con un buen tamaño de letra, en el que Han repite, mastica, digiere y vuelve a mostrar desde diferentes (o no tanto) ángulos la idea de que vivimos en un mundo que sobrevalora la acción y ha olvidado el valor de la contemplación. La contemplación necesita inactividad, cuya esencia es el para nada, la «liberación de la utilidad». El lujo, la fiesta, la celebración. «Hoy se impone por todas partes la forma de vida consumista en la que toda necesidad debe ser satisfecha de inmediato. No tenemos paciencia para una espera en la que algo pueda madurar lentamente». Como consecuencia, «las experiencias se rebajan a vivencias» y «no tenemos acceso a la realidad, que solo se revela a una atención contemplativa». 

La acción, sin embargo, no es la enemiga. En las primeras páginas, Han tira de Walter Benjamin, que «eleva la inactividad a comadrona de lo nuevo», porque «solo el silencio nos vuelve capaces de decir algo inaudito». Más adelante en el libro, retrocede en la historia para dar con la clave: «La vida activa posee, sin duda, su validez y su legitimidad propias, pero tiene su fin último, según Tomás de Aquino, en la felicidad de servir a la vida contemplativa». Esta es «toda la recompensa que recibimos a cambio de nuestros esfuerzos». O sea: nos lo merecemos. Pero, además, «la obra, como resultado de la actividad, también se completa cuando se brinda a la contemplación». O sea: si no, para qué tanto esfuerzo, al fin y al cabo. De ahí la conclusión de Gadamer: «La fiesta es comunidad, es la presentación de la comunidad misma en su forma más completa». Todas las acciones tienen sentido: celebrémoslo. La creación del ser humano, recuerda Han, no es el último acto de la Creación: «La creación culmina con el reposo del sabbat».

Por supuesto, Han aprieta en un diagnóstico que ya suena manido: «Todo el mundo es hoy productor y emisor. Todo el mundo se [el pronombre reflexivo es el problema] produce. Estamos aturdidos por el ruido de fondo de comunicación». Multitud de cuñados apocalípticos nos han advertido en las cenas de Navidades sobre la insoportable presión deshumanizadora del teléfono móvil. Pero Han nos propone una solución a través de gente tan inopinada como San Gregorio, que insiste en que «la llama contemplativa, encendida en el corazón» puede otorgarle «toda su perfección a la actividad», de modo que esta nos conduzca a la contemplación en un círculo virtuoso (o, mejor, una espiral que se abre, expandiéndose, ya puestos).

Cuadro “Las grandes bañistas”, de Cézanne.

Han no tiene reparos en señalar la religión como una solución posible. No lo es actualmente debido a la «crisis de atención». Porque, dice, la religión «presupone una atención particular». Lo explica con una cita de Schleiermacher: «La religión disuelve toda actividad en una intuición asombrada de lo Infinito». En efecto, concluye Han, quien «actúa tiene en mente un objetivo y pierde de vista el todo (…) Solamente la intuición y el sentimiento tienen acceso al universo, es decir, al ser en el todo».  

A lo mejor Han se está forrando porque nos sugiere (con mayor o menor acierto/rigor/oportunismo eso ya es otra cuestión) que hagamos algo que estamos deseando hacer. ¿Dejar de mirar el móvil? ¿Dejar de angustiarnos por las noticias? ¿Vivir con mayor sencillez? ¿Pasar un buen rato sin pensar en nada más que en pasar un buen rato? ¿Volver a rezar? Por supuesto, nos da miedo. ¿Qué pasaría? ¿Qué nos encontraríamos? Pero, en el fondo, queremos. Han sostiene que la serie Los bañistas, de Cézanne, «constituye una utopía de la inactividad». En el resplandor de la inactividad se fusionan el ser humano y la naturaleza. Se penetran mutuamente. En algunas representaciones, los bañistas se difuminan verdaderamente en el paisaje. Ninguna acción, ningún propósito separa al ser humano de la naturaleza. ¿El regreso al Edén? Frente a ese pesimismo facilón tan frecuente en el bando ecologista, por ejemplo (¡por favor, dejen de decir que el ser humano merece la extinción para hacerse los interesantes!), Han termina su libro diciendo: «En el reino de paz por venir se reconciliarán el ser humano y la naturaleza. El ser humano ya no será más que un conciudadano de una república de seres vivos a la cual también pertenecerán las plantas, los animales, las piedras, las nubes y las estrellas». 

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