Cataluña, ficción y lengua
«El problema no es que un catalán se pierda a Borges, Cervantes o Rulfo, sino que se pierda también a Jaime Gil de Biedma, Eduardo Mendoza o Juan Marsé»
En un hipotético Tribunal del Sentido Común nadie dudaría de la conveniencia de dar una cuarta parte de las asignaturas en español dentro de las escuelas públicas catalanas, dado que se trata, además de un «imperativo legal», de la lengua materna de más de la mitad de los alumnos, la lengua franca del país al que pertenece ese alumnado y la segunda o tercera lengua en importancia a nivel mundial. Pero cuando enfrente se tiene un cóctel que mezcla eficazmente el aguardiente de los agravios históricos, la crema agria de los sentimientos atávicos y la dominante angostura de los intereses, la solución se vuelve imposible, uno más de los problemas enquistados gratuitamente y una más de las discusiones, entre babélicas y bizantinas, que surcan los cielos de la opinión pública española.
Contrariamente a lo que se piensa, los afectados no son solo los niños catalanes de lengua materna española, a los que se priva del derecho de ser educados en su lengua, sino a los niños de lengua materna catalana, a los que se les vende la ficción de que el español es una lengua extranjera, de la que deberían prescindir. En las escuelas concertadas y privadas, donde cursan los hijos de la élite catalana, se enseña con vehicular naturalidad en catalán, español e inglés.
El problema para el discurso nacionalista es que Cataluña nunca en su milenaria historia ha sido una entidad independiente. No tiene un «edén subvertido» al cual volver. Primero, fue parte de la Marca Hispánica de Carlomagno, luego parte del Reino de Aragón (cuyos reyes se coronaban en la Seo de Zaragoza) y, desde hace cinco siglos, parte de España. En términos de soberanía, con los Reyes Católicos, y en términos de isonomía, con los Borbones. Como parte de la doliente historia española ha tenido épocas de crecimiento y privilegio. Con los Austrias, enquistada en sus leyes, fueros y peculiaridades, vivió en ajena decadencia el esplendor, locura y miseria de la empresa castellana de América. La explotación esclavista de las Antillas y las Filipinas, con los odiados Borbones, más las políticas proteccionistas al comercio no peninsular, le brindaron una enorme prosperidad burguesa. La Guerra Civil, la posguerra inmediata y la dictadura, con represión y muerte, fue otro periodo aciago, esta vez compartido con el resto.
«Todos los países europeos están constituidos igual, sobre la suma de ‘hechos diferenciales’»
En ese escenario, y aunque se estire mucho la cuerda de una historia propia recargada de capas y capas de camuflaje gualda-carmesí, el único hecho objetivo diferencial es la lengua. No es que Cataluña no tenga una historia singular (y un folclor propio). El problema es que, según el angular con que se estudie, todos tienen una historia única (y un folclor original que, curiosamente, se parece al del resto). Por ejemplo, Navarra, Asturias, León y Galicia fueron reinos independientes que solo tras muchas guerras y uniones dinásticas acabarían formando la entelequia española. Todos los países europeos están constituidos igual, sobre la suma de «hechos diferenciales». La nación como sinónimo de identidad colectiva, ese engendro del romanticismo alemán, origen de todos los países modernos (y de todas sus guerras), se ha transformado, por suerte, en un Estado-garante de los derechos ciudadanos, diluidas sus aristas más venenosas, aún insuficientemente, en la Unión Europea.
Esto le pone una presión inmensa al catalán, que carga sobre sus hombros geminados ser la piedra de toque en la que se sustenta todo el discurso nacionalista, incluida la ensoñación extrema de los Países Catalanes, léase catalanoparlantes. Es imposible ser un buen catalán sin conocer, defender, usar la lengua catalana. Como bien ha dicho el notable filólogo Joan Martí y Castell, la normalización lingüística del catalán solo estará completada cuando el catalán se utilice «siempre, bien y en todo el territorio», algo que no sucede ni en los pueblos del interior gerundense, donde siempre hay un inoportuno aviso comercial o un indeseable vecino que no tiene «lengua propia» y ha de expresarse en la del imperio.
El catalán es la lengua del poder. Su uso es obligado para transitar sin trabas por sus angostos corredores. Se trata de una clase mayoritariamente parasitaria (en tanto que vive del presupuesto real, pero trabaja en el universo de lo imaginario) que ha tejido una red amplia de intereses y privilegios. Asesores, despachos de abogados, periódicos y revistas, asociaciones civiles, empresas culturales, gabinetes de comunicación dependen íntegramente del dinero público que fluye sin muchas cortapisas a todo aquello que apoye la causa de la construcción nacional. Algunos puestos están directamente conectados con la lengua, como los inspectores lingüísticos y los institutos de normalización. Nombre orwelliano: lo real no es lo normal. Efectivamente, en Canet de Mar, en el chiringuito La Pedra, el menú del 27 de octubre, en la pizarra de tiza, no estaba escrito en catalán la tercera opción de postre: los bárbaros solo alcanzaron a garabatear «tocinillo de cielo».
Desde luego que en Cataluña existen decenas de miles de probos funcionarios públicos que cumplen sus tareas de manera eficaz en todas las áreas de la administración autonómica, más allá de su adscripción identitaria o el sentido de su voto, y que trabajan, en catalán, al servicio de la ciudadanía, en los servicios de salud, transporte, seguridad, empleo, urbanismo, etcétera. Incluso en esos casos, la marginalización del español es contraproducente. Si aceptamos por válidas las cifras oficiales de la propia Generalitat, de que cerca de un 15% de los habitantes de Cataluña no entiende el catalán escrito, ¿por qué no publicar de forma bilingüe cualquier aviso que afecte a la comunidad? ¿A los monolingües en español no es necesario alertarles del peligro de traspasar las vías del metro o de los síntomas del covid persistente?
El catalán es la lengua casi en exclusiva de los medios de comunicación públicos. Uno de los aspectos que más sorprende del uso del español en la televisión pública catalana es que esta lengua solo aparece como una cita directa cuando un hablante en catalán quiere ridiculizar lo dicho por otra persona en español. Lo mismo suele pasar en las series, concursos, películas y en la radio en catalán. Así, el español es una interrupción altisonante, generalmente vulgar o tonta, en un discurso en catalán que se pretende culto, sofisticado o con humor. Lo moderno mediterráneo frente a lo vetusto y casposo de la meseta. Éste es un recurso habitual de los «humoristas catalanes». Las citas en español en este universo lingüístico catalán idealizado de los medios, muy distinto del cortés bilingüismo de la calle, son barrabasadas de alumnos machistas, marujas incultas y manolos cuñados que dicen absurdos, suspiran de nostalgia franquista o denotan tics identitarios de una idiosincrasia bestial e inmóvil.
El otro ámbito de uso casi exclusivo del catalán es, justamente, el sector educativo. La mayoría de los maestros pertenecen a sindicatos y colectivos nacionalistas y son activos impulsores de la «causa nacional». Lo hacen a través de dos vías, la forma en que enseñan la historia y el uso del catalán como lengua vehicular, incluidos los avisos a los padres de familia y una vigilancia sutil de los recreos.
En todos los demás sectores, la alta empresa, el comercio, la hostelería, el turismo, la cultura no subsidiada, el entretenimiento de masas, el debate intelectual, el español compite y vence con naturalidad y pasmosa frecuencia al catalán. Eso produce en muchos hijos del dogma nacionalista la incómoda sensación de ser extranjeros en tierra propia, lo que los ha radicalizado, amén de forzarlos a vivir en permanente disonancia cognitiva a la caza de «infractores lingüísticos» y señalar con la letra escarlata a los «invasores idiomáticos». La dura confrontación entre la Cataluña ideal –hija del poder, los medios subsidiados, la historia oficial y las aulas públicas– frente a la Cataluña real, bilingüe y amalgamada con el resto de España. Estas fracturas tienen además intensidad diversa si suceden en un pueblo del interior o en Barcelona, en un puerto mediterráneo o en una ciudad del Pirineo, en un barrio de migrantes magrebíes o en el barrio de Gracia.
«Protestan contra el centralismo monolingüe del ‘Estado español’, pero imponen el catalán como lengua exclusiva»
El español en catalán se dice castellà, es decir castellano. Una forma de circunscribirlo a Castilla y los antiguos territorios controlados por ese reino. Así el catalán, que se habla en las cuatro comunidades del Reino de Aragón: Baleares, Valencia, Cataluña y Aragón (gracias a la Franja), y subsiste en el Rosellón francés, como idioma oficial de la ONU en Andorra y en el Alguer en Cerdeña, puede compararse al castellano, que en España solo lo hablan en los territorios castellanos históricos (lo que incluye la Rioja y Cantabria) y sus reconquistas (Extremadura, Murcia y Andalucía). El gallego, el bable y el euskera cierran la cornisa cantábrica y el euskera y el aragonés (que se habla en Huesca por suerte) la frontera con Francia. Catalán y castellano en punto de equilibrio. Esta fantasía los lleva a dar el siguiente paso: presumir de ser la novena lengua de la Unión Europea.
Así, se sobreponen tres actitudes sobre la lengua, creando un monumental enredo lógico: protestan contra el centralismo monolingüe del «Estado español», pero imponen con toda convicción el catalán como lengua exclusiva en el ámbito de sus competencias (medios, educación, poder) mientras presumen de número y vitalidad de hablantes en Europa y el resto del mundo en sus permanentes –y no tan infructuosos– trabajos de diplomacia cultural.
Medir el catalán contra el español solo tiene sentido si se hace dentro de las fronteras de Cataluña. El problema no es que un catalán se pierda a Borges, Cervantes, Rulfo o Vallejo, allá él con su ceguera, sino que se pierda también a Jaime Gil de Biedma, Eduardo Mendoza, Enrique Vila-Matas o Juan Marsé. No es que renuncie a las letras del tango, el bolero o el danzón; es que no podría disfrutar de las habaneras de Blanes o, «escondido entre las cañas», lo mejor del repertorio de Serrat. El problema no es que renuncie voluntariamente al maná editorial, empresarial, culinario y cultural de 500 millones de potenciales clientes en más de 20 países y tres continentes. El problema es que si renuncia al castellà no podrá entender la hemeroteca de su diario histórico.
Todo tiene una solución simple e imposible. Hacer en la vida pública lo que hace la ciudadanía en la vida privada: tolerancia, búsqueda del entendimiento, sentido común. El anhelado y perdido seny. Dicho de otra forma, que Cataluña se parezca a sus ciudadanos y no a la inversa. Entre otras cosas, porque la Cataluña a la que se tendrían que amoldar sus ciudadanos no existe salvo en la estelada mente de sus custodios, enojados guardianes de las esencias.