De 'Rocky' a 'Creed III': el sueño americano según Sylvester Stallone
El estreno de ‘Creed III’ marca un nuevo rumbo a una de las sagas más influyentes de Hollywood, iniciada en 1976 por Sylvester Stallone
Empecemos por el final: el responsable de poner en marcha Creed III se llama Irwin Winkler, un mítico productor que ha trabajado con cineastas como Scorsese, pero que se ha convertido en un malvado arquetípico a ojos de Sylvester Stallone. Winkler es el propietario de los derechos de la saga Rocky y, como tal, decidió relanzarla en 2015 con un nuevo protagonista, Adonis Creed (Michael B. Jordan), hijo del también boxeador Apollo Creed, a quien vimos morir en Rocky IV. Gracias al trabajo del director Ryan Coogler, las dos primeras películas de la saga Creed actualizaron el legado de Rocky ‒Stallone interviene en ambas‒, adaptándolas al gusto de la era de las franquicias. Esto último es aún más evidente en Creed III, un melodrama que, más allá de sus apuntes sociales y de su impulso emocional, no está muy lejos de la lucha de titanes que mantenían el superhéroe y el supervillano de Black Panther (2018).
A Stallone hay bastantes cosas que no le gustan de Creed III: la desaparición del personaje de Rocky, la oscuridad de la trama y, lo más importante, el hecho de que Winkler (91 años) no le haya permitido intervenir a fondo. Se sobreentiende que el actor no soporta estar al margen de los derechos de explotación de su criatura más querida. Y no es para menos.
La impronta popular que ha dejado la saga Rocky desde 1976 debe mucho a la calidad de la primera entrega, pero también al espíritu inquebrantable del joven Stallone, un perdedor que plasmó en el guion tanto su forma de entender el mundo (Rocky Balboa pelea por un sueño teniéndolo todo en contra) como sus circunstancias personales (el actor era tan pobre que llegó a dormir en la calle) y también su apego a los happy ends del cine clásico (cuando Frank Capra vio Rocky, llegó a decir: «Ojalá la hubiera hecho yo»).
Esto último, por cierto, era una herejía en los setenta, una década dominada por el cinismo, las tramas pesimistas y el odio a los géneros populares. Para explicar por qué este catártico cuento de hadas triunfó en 1976, otro admirador del film, Quentin Tarantino, vuelve la vista atrás. Según dice, la razón por la cual Rocky no podría tener hoy el efecto que tuvo en los setenta es que, para entender qué cambio supuso, el espectador «debería vivir en un mundo donde una película como Papillón fue un éxito de Hollywood».
Como actor y guionista, Stallone supo añadir brío a las dos escenas más vibrantes del film, animadas por la música de Bill Conti: el entrenamiento de Rocky en la escalinata del Museo de Arte de Filadelfia y la gran pelea final con Apollo Creed (Carl Weathers, inspirado por la teatralidad y fanfarronería de Muhammad Ali).
Pero si el largometraje ha pasado a la historia es porque esa épica se enriquece con subtramas que nos remiten al viejo Hollywood: el lado tierno del romance con Adrian (Talia Shire), la bondad innata de un Rocky con el intelecto a medio gestar, el reflejo casi neorrealista de los suburbios y el encuentro con un mentor providencial, Paulie (Burgess Meredith), que en las escuelas de cine se suele citar como un modelo impecable del «viaje del héroe». En todo caso, el mensaje de Rocky que mejor se entendió en los cines de barrio aflora en esta confesión que el protagonista le hace a Adrian: «Nadie ha podido aguantar a Creed, y si yo le aguanto los quince asaltos… Si suena la campana y aún me tengo en pie, por primera vez sabré que no he sido solo otro idiota del montón».
El éxito de la película, con nada menos que 10 nominaciones a los Oscar, convirtió a Stallone en una estrella a la que muchos identificaban con ese boxeador zurdo e idealista que alcanza lo imposible. Para su desgracia, al actor no todo le fue bien en el Olimpo y reflejó esa incertidumbre casi existencial en Rocky II (1979).
En cuanto Stallone sustituyó tras las cámaras al director de la primera cinta, John G. Avildsen, quiso acomodar la franquicia a las modas del momento. En este sentido, la siguiente entrega, Rocky III (1982), es una divertida síntesis de lo que fue la cultura pop durante la era Reagan. Hablamos de una película con alma de tebeo, con un villano típico del cine de acción (todo un cafre, Clubber Lang), y con esa estética luminosa que dominaría el resto de la década. Rocky ya no es el héroe de la clase trabajadora, sino un tipo privilegiado que lucha por recobrar sus superpoderes. El veterano guionista Robert Towne acertó al describir qué significaba todo esto: «Durante gran parte de los setenta, el objetivo era revelar la disparidad entre lo que el país afirmaba ser y lo que los directores percibían. Y había un público interesado en esa cuestión. Cuando llegaron los ochenta, entramos en un mundo de superhéroes de esteroides». Lo cual, según Towne, tenía otra derivada: «Un país que, en palabras de Lyndon B. Johnson, se había convertido en un gigante indefenso, necesitaba una fantasía en la que no fuera un gigante impotente, en la que fuese fuerte como Arnold Schwarzenegger e invulnerable como Robocop».
Stallone lo comprendió a la perfección. En Rocky IV (1985) redobló la apuesta con un cómic de la Guerra Fría filmado como si fuera un vídeo de la MTV. El sobrehumano enfrentamiento de Rocky con el púgil soviético Ivan Drago (Dolph Lundgren) multiplicó el éxito de la franquicia, alejándola una vez más de la humildad de sus orígenes. Por esas fechas, el actor alternaba los papeles alimenticios con los vehículos rabiosamente comerciales. Años después, quiso volver a la casilla de salida con Rocky V (1990), donde el personaje sufre una bancarrota y algunas de sus lesiones físicas le pasan factura. Pero a casi nadie le interesó este giro amargo, pese a que intentara amoldarse, por enésima vez, a las tendencias en auge.
Cuando ya no había razones para hacerlo, el lema personal de Stallone (Keep punching, ‘Sigue golpeando’) le llevó a compensar este fracaso con una nueva entrega, resuelta en forma de epílogo: Rocky Balboa (2006). De nuevo, si pensamos en el propio Stallone, la trama es autobiográfica: el viejo Rocky, harto de permanecer en su oscuro rincón, pide una nueva oportunidad en un escenario deportivo dominado por grandes corporaciones y por jóvenes ejecutivos ‒incluido su propio hijo‒ que le consideran un dinosaurio. Bien acogida por el público, la película recuperaba el inventario moral de la saga, y de paso, proporcionaba dignidad a las cicatrices del personaje.
En enero de 2007, cuando Stallone presentó la película en el Hotel Ritz de Madrid, le pregunté acerca de la nostalgia que rebosa en esta película: «Lo que realmente quise es mantenerme fiel al personaje», me dijo. «La anterior entrega, Rocky V, decepcionó a mucha gente, y por eso quise concluir la saga con una especie de carta de amor al público que me ha apoyado a lo largo de los años».
Levantó entonces la vista del micrófono y , con una sonrisa, añadió: «Es una película con muchos elementos autobiográficos. Hay paralelismos con el día a día de muchas personas. Lo que cuenta Rocky Balboa sucede incluso en la industria del cine. Cada día tiene sus altibajos. Llegas a la cumbre, y al poco tiempo, ya la has abandonado. Eso es lo que hace interesante la progresión de Rocky. La primera película de la saga trataba sobre la difícil transición de un personaje que busca un nuevo sentido para su vida. En cambio, esta última se concentra en la idea de renacimiento. En esos nuevos proyectos que, necesariamente, hay que afrontar a determinada edad. Esa es la razón por la que considero a Rocky Balboa la cinta más personal de toda la serie. En 1976 yo solo pretendía hacer una película. No podía imaginar que, treinta años después, me encontraría hablando sobre el mismo personaje. Me parece un milagro. No soy sociólogo, pero me parece muy positivo el hecho de que el mensaje de Rocky, un hombre veterano, llegue a un público que está mayoritariamente compuesto por jóvenes».
Como si la saga Rocky fuera una lección de filosofía al borde del abismo, Stallone nos resumió a los periodistas allí reunidos a qué mensaje se refería: «El miedo al fracaso es lo mejor que me pudo pasar, porque me llenó de fuego. El miedo puede destruirte o te puede obligar a ir más allá de lo posible. En este caso, me ayudó a desarrollar un proyecto que se prolongó a lo largo de siete años. Un periodo largo, durante el que tuve que superar incluso el rechazo de aquellos a quienes consideraba amigos. Con el tiempo, he comprobado que uno ha de convivir con la soledad. Lo importante, al fin y al cabo, es la satisfacción personal y la compañía de esas dos o tres personas que te quieren de verdad».
Antes de que estallasen por última vez los fogonazos de los flashes, aquel encuentro concluyó con otra reflexión: «Si comparamos su vida con la de nuestra generación, se nota que los jóvenes de hoy lo tienen más difícil. Las oportunidades se acortan y las exigencias aumentan. Adoro a los jóvenes, y me produce pena y rabia la difícil situación que les ha tocado en suerte. En Hollywood, por ejemplo, un aspirante que tenga el sueño de rodar lo tiene casi imposible. De hecho, los estudios que antes producían hasta veinticinco películas anuales ahora no pasan de las nueve. Todo esto da a entender por qué el público joven responde así a Rocky Balboa. La película refleja inquietudes que el propio protagonista explica a su hijo. La vida siempre va a hacerte daño. Fue y será de ese modo. Pero, ante todo, hay que seguir luchando».