THE OBJECTIVE
Vidas cruzadas

Rodrigo Cortés: «Las series se han convertido en el libro del que no lee»

El escritor y cineasta habla con David Mejía sobre su carrera, la polémica de Roald Dahl, música y fotografía, entre otros temas

Rodrigo Cortés (Pazos Hermos, Orense, 1973) es cineasta y escritor. En 2007 dirige Concursante, su primer largometraje, que recibió el premio de la crítica en el Festival de Málaga  y una nominación a los Premios Goya 2008. En septiembre de 2010 triunfó en el Festival de Sundance con Buried (Enterrado), protagonizada por Ryan Reynolds, lo que le abre la posibilidad de rodar Red Lights, protagonizada por Robert De Niro, Sigourney Weaver y Cillian Murphy. Sus siguientes trabajos como director fueron Down a Dark Hall (Blackwood) (2018) y Love Gets a Room (El amor en su lugar). Es autor de las obras A las 3 son las 2 (Delirio, 2013), Sí importa el modo en que un hombre se hunde (Delirio, 2014), Dormir es de patos (Delirio, 2015), Los años extraordinarios (Literatura Random House, 2021) y Verbolario (Random House, 2022), que recoge más de dos mil definiciones publicadas a diario durante años en las páginas del diario ABC.

PREGUNTA.- Quería empezar preguntándote por la modificación de los textos de Roald Dahl, una polémica sobre la que te has pronunciado recientemente en una tercera de ABC.

RESPUESTA.- Es un tema peliagudo. Y en el fondo es simple, porque lo que me preguntaba en esa tercera es cómo tal cosa era siquiera legal. Cómo alguien podía trastear sobre la obra de otro, mantener su nombre como si lo hubiera escrito él y lo hubiera firmado, que no hubiera manera de intervenir y que a alguien le pareciera que podía hacerlo. Las cuestiones legales son las que me dejaban inicialmente más patidifuso. Que alguien quiera trastear sobre lo que sea lo entiendes perfectamente. Sabes cuáles son los impulsos humanos. Pero hay todo tipo de leyes que se supone que nos salvaguardan ante tal cosa. Por lo que publicó el Daily Telegraph, ha habido cientos de cambios en la obra de Dahl. Ni siquiera es una cuestión de pura incorrección del lenguaje. Ni siquiera es una cuestión de que no digan «gordo» y digan «enorme», para dejar de insultar a los gordos y empezar a insultar a los enormes. Hay modificaciones de contenido: en el original, Matilda lee a Joseph Conrad y alguien ha decidido ahora que convendría que leyera a Jane Austen. O lee a Rudyard Kipling y lo han cambiado por Steinbeck. En todo caso, quién es nadie para decidir a quién lee Matilda salvo Roald Dahl, aunque me temo que está lejos de poder hacerlo. Pero en fin, da la impresión de que en España, por ejemplo, sería imposible porque el derecho moral lo preservaría.

P.- En cierto modo, al margen de consideraciones legales y morales, ¿no crees que esta anécdota retrata a la infancia de una forma casi conmiserativa? De niños, hemos leído libros y hemos visto películas con contenidos en la frontera de lo aceptable, y no recordamos haber tenido excesivos traumas. Al contrario, aquello nos abría fronteras.

R.- Más que retratar a la infancia, parece retratar al mundo adulto. No es ni siquiera que no parezcamos conocer a los niños, sino que no parecemos recordar como éramos. En realidad, cuando nos decían cosas en clase, buenas o malas, no les prestábamos demasiada atención. Lo que queríamos es que llegara el recreo lo antes posible y, por suerte o por desgracia, el propio mapa moral se va conformando de una forma mucho más compleja, mucho más lenta. Y si por algo Dahl ha sido vigente durante generaciones es precisamente porque ha entendido muy bien el mundo infantil y jamás lo ha tratado con condescendencia y con paternalismo. A lo que no reacciona jamás un niño es a la turra conveniente y diseñada para tener el hijo perfecto que responda a las leyes exactas de la ingeniería moral del momento.

P.- En el libro Meditaciones de cine, Tarantino cuenta que, de niño, veía en el cine escenas tan extremas como la violación de Deliverance. A esa edad, no sabía lo que estaba pasando, pero entendía que aquello era una forma de sometimiento. Es decir, el niño sí le sabe dar un significado a aquellas imágenes que no sabe interpretar del todo. ¿Recuerdas ese tipo de experiencia? ¿Has vuelto a alguna película y has descubierto la realidad sobre algo acerca de lo que solo tenías una vaga intuición?

R.- Es parte de la vida también. No se puede diseñar la educación de alguien en etapas perfectamente tasadas. Te sometes a los estímulos de forma más bien azarosa y poco sistemática por mil razones, por más que alguien los diseñe. Porque coges un libro de la biblioteca de tus padres, porque te lo prestan, porque ves una película por error, porque estás de visita o porque te asomas a la rendija de la puerta. No se sigue una pauta. No estás en un laboratorio sometido a pruebas perfectamente controlables. Recuerdo, por ejemplo, que con nueve años leí La metamorfosis. No porque fuera capaz de acceder a la hondura insondable de la oscuridad del alma humana, sino porque había una portada muy chula y en la contraportada ponía que un señor se levantaba convertido en insecto. Para mí no había mucha diferencia entre eso y La mosca, por ejemplo. Con ¡Viven! me pasó algo parecido. Inicialmente estaba atraído por esa teórica ceremonia de antropofagia que sonaba a cine de terror. Luego ves que no es eso. Es una historia de supervivencia, de amistad, en la que se gestionan muchas energías vitales. Recuerdo que finalmente, cuando los rescatan, los tienen aislados durante un par de días sin ver a la familia. Me acuerdo que le pregunté a mi padre por qué los tienen aislados. Y me dijo: «Pues piénsalo». Y lo que pensé es «Por si se los comen». En eso consiste, precisamente, crecer.

P.- Por lo que comentas, creciste en un entorno favorable para la cultura. ¿En qué medida se cultivaba en tu casa la lectura o la afición al cine?

R.- Con el tiempo, me he dado cuenta de que fue bastante favorable. Mi padre era ingeniero agrónomo. Mi madre es botánica. La casa estaba forrada de libros que siguen siendo mi elemento decorativo favorito. Si veo lomos de libros, aunque sean de mentira, como en los hoteles, me siento cómodo. Y mi padre era muy melómano. En casa había discos de Ella Fitzgerald, de Louis Armstrong o de la Creedence Clearwater Revival. También había mucha música clásica, por mi madre. Esa circunstancia te permite acceder a todo eso sin anticuerpos. Simplemente, está sonando algo. Y claro, Mozart en realidad es agradable. Tienes que crecer años sin Mozart para que después te genere algún problema. Mi padre también era muy cinéfilo. Con siete años, mis dos directores favoritos eran Spielberg y John Ford. Claro, porque Spielberg era el mío y Ford era el de mi padre.

P.- Entiendo que también iría madurando tu mirada estética.

R.- Hay una etapa en la que cualquier película que vayas a ver al cine es buena porque te dejan ir al cine. Y eso es más que suficiente. Trato de recordarlo para no darle espacio al cínico que crece con el tiempo. Sucede también con a música. La primera vez que escuchas un blues, por ejemplo, es un soniquete. Pero cuando escuchas más de eso, empiezas a discriminar: «Esto parece más rugoso, esto otro parece más fiestero, y aquí parece que hay algo más desgarrador». Después de escuchar mucho de eso, empiezas a jerarquizar y te das cuenta de que Robert Johnson no es lo mismo que una orquesta de verbena tocando un blues. Pero para eso necesitas tiempo y exposición. Por alguna razón, lo que es mejor te afecta de forma más poderosa, aunque no sepas explicar por qué. Abomino bastante de la nostalgia, pero no hace mucho estuve pensando que había dos tebeos que leía sin parar de pequeño. Por algún motivo, los releía sin parar, hasta que mi madre decidió tirarlos para hacer sitio. Me puse a investigar cuáles eran para recuperarlos. Y resulta que eran buenísimos. Uno era Conocimientos del cuerpo humano, de Fernando Fernández, y el otro era un Tarzán de Burne Hogarth. Esos dos tebeos que yo leía de niño, sin parar, resultaron ser dos grandísimas obras.

«He llegado a pensar que el autodidactismo sea posiblemente la única forma verdadera de aprendizaje»

P.- Entiendo que llegaría más tarde tu valoración de la artesanía cinematográfica. Es decir, ver una película y apreciar el montaje, la fotografía o la música… Tú te has cultivado en todos esos ámbitos y puedes sacarle provecho y sabor a todo ello. ¿Fue algo que surgió también de la observación o fue un proceso de estudio y de trabajo algo más teórico?

R.- Con el tiempo, he llegado a pensar que el autodidactismo sea posiblemente la única forma verdadera de aprendizaje. Esto no significa que haya que abominar de academias, ni de escuelas. Probablemente, el gran beneficio de una escuela de cine -a la que yo no he acudido, por cierto- es que congrega y junta a un montón de ‘enfermos’ que generalmente son el ‘enfermo’ de su pueblo, y que no tienen mucha gente alrededor, de modo que puedan compartir su enfermedad de esta manera. En la cafetería están todos juntos y pueden hablar de sus respectivas pasiones. Cuando aprendes una serie de normas o de teóricas reglas gramaticales, las que sean, las puedes aplicar con más o menos eficiencia. Pero cuando son el resultado de una observación personal, incluso de una prueba personal, ese conocimiento significa algo profundo para ti, porque es el resultado del procesado personal de la realidad. Yo mismo no tuve profesores, pero claro, tuve maestros como Martin Scorsese, Stanley Kubrick, Oliver Stone, Alan Parker o Barry Levinson. Leía todo lo que caía en mis manos de la biblioteca pública. A veces, eran manuales ingenuos o muy amateurs o puramente divulgativos. Era una especie de gran devorador. Y cuando por fin entró un video en mi casa -un Beta, cuando el Beta ya estaba desactualizado-, grababa todos esos ciclos que programaba Pilar Miró a horas intempestivas.

Foto: Carmen Suárez

P.- Tu segundo corto en super-8 [Siete escenas de la vida de un insecto] está basado en La metamorfosis. Por esas fechas ¿ya te gustaba escribir?

R.- Para mí la lectura ha sido fundamental, por la razón que sea. También dibujaba de forma muy instintiva. De pequeño quise ser pintor. Luego quise ser músico, porque estudiaba música. Como siempre escribía, decidí ser escritor. Probablemente si hago cine es porque suma todas esas disciplinas, y te permite pintar y trabajar con la música -no solamente con la literal, sino con la música interna que se vertebra a través del montaje- y, desde luego, con la escritura. Para mí ha sido la forma de expresión natural desde siempre. Amo la palabra, amo el lenguaje.

P.- Si no me equivoco, tenías tan claro que ibas a hacer cine que decidiste no estudiarlo. Elegiste la carrera de Historia del Arte.

R.- Sí, inicialmente no tenía nada claro que iba a hacer cine. Es más, no sabía que se podía hacer cine. Recuerdo que algunos amigos en el instituto me decían: «Con lo que sabes de cine, ¿por qué no diriges cine?». Probablemente, sabía quién dirigió Mary Poppins porque se lo había escuchado en la radio a Carlos Pumares la noche anterior. Pero, en fin, para el niño de al lado eso era saber mucho de cine. Con el paso del tiempo, esas preguntas empezaban a sonar de otra manera, como si empezara a cruzar imaginariamente esa línea el suficiente número de veces como para ir desdibujándola casi sin querer. Y ya no creía que pudiera ser director, pero sí que podíamos robarle la cámara de super-8 al tío de un amigo y hacer cosas los fines de semana. Pero no pensé en ir a una escuela de cine. Para empezar, porque no las había en Salamanca, y no pensaba en irme a Nueva York. Tampoco podía. Además, la ECAM o la ESCAC no existían en mi época. En todo caso, es verdad que no contemplé demasiado la posibilidad estudiar cine formalmente.

P.- ¿Qué importancia le concedes al hecho de venir o no de una familia de artistas?

R.- Pienso poco en eso, porque no es que puedas elegir qué vas a ser o de qué familia vas a venir. Eso no existe, así que no hay caminos buenos y malos. Todos generan problemas y todos tienen sus propias ventajas. Es verdad que si perteneces a una dinastía de directores, vas a asumir con mucha naturalidad según qué cosas. Es posible también que esa sea tu maldición, porque tienes que estar toda tu vida combatiendo con tu padre Spielberg. Sí que es verdad que un hijo de ricos probablemente encuentre menos límites mentales hacia la generación de dinero. Ya ni siquiera me refiero a una herencia o a que se lo den todo resuelto. Me refiero a que lo que para otro puede ser un tope mental inconsciente, para él no lo es, porque asume que determinadas cosas son posibles. De todos modos, en general, uno no puede elegir las circunstancias, así que más vale no pensarlo mucho y concentrarse en qué haces con ello.

P.- ¿Qué te aportaron como director los estudios de Historia del Arte? ¿Perfeccionaron de algún modo tu mirada?

R.- La cuestión es por qué hice Historia del Arte, que en realidad no tiene una respuesta noble. Parecía algo fácil mientras trataba de hacer cine. Además, me pareció bonita. Sí que es verdad que te lleva a someterte a una globalidad en la historia de la expresión artística del ser humano. En el fondo, se parece mucho a lo que sucedería si tuvieras la enciclopedia en casa y la miraras con detenimiento. Aunque claro que ayuda a dar de comer al ‘animal sensible’, es un poco de alpiste para el canario.

« Probablemente el cinéfilo es el especialista más aburrido del planeta, porque generalmente no sabe más que de cine»

P.- ¿Y qué sucede en lo que se refiere a la fotografía? A la hora de filmar, ¿recurres a Caravaggio o al estilo de otros grandes maestros de la luz?

R.- Es casi imposible no hacerlo… Aquí voy a mezclar temas, seguramente metiéndome en charcos. Pero probablemente el cinéfilo es el especialista más aburrido del planeta, porque generalmente no sabe más que de cine. Por el contrario, alguien que sepa mucho de arquitectura en general tiene intereses más repartidos. O el que sabe mucho de filosofía o de pintura. Dicho esto, es probable que una de las razones por las que cuando se habla de la luz en cine casi siempre se mencione a Caravaggio y a Vermeer, es porque, en el fondo, son epítomes de escuelas enormemente influyentes en el mundo del cine. Es imposible explicar la fotografía de Gordon Willis en El Padrino sin recurrir a Caravaggio, con esas luces casi cenitales, esos claroscuros tan marcados y esas masas tan llenas de contrastes. Y cuando pensamos en Vermeer, en el fondo estamos pensando en esa otra escuela naturalista, con esa luz natural suave que se filtra desde el exterior, que no está intervenida con diferentes fuentes de luz, sino que es difusa y más suave.

P.- ¿Consideras que Apocalypse Now es la película mejor fotografiada de la historia del cine?

R.- Si alguien me obligara a decir eso, probablemente mencionaría Apocalypse Now, porque además es un delirio complejísimo, lleno de texturas y de paletas diferentes. Suceden cosas muy distintas: esos exteriores del barco conradiano remontando el río, esas escenas alucinadas del encuentro con el tigre en la bruma, esas noches imposibles, con humos de colores, o ese momento Caravaggio al final. Una cosa de la que se habla poco, aunque en el caso de Apocalypse Now ya es una exacerbación, es de esa posición del cine entre lo bélico y lo circense. Para rodar cine, en el fondo te ves obligado a tratar de crear algo interesante en las peores circunstancias posibles. Rodar se parece mucho a pintar un cuadro en un incendio o a escribir un poema en una montaña rusa. Imagino las condiciones de rodaje de Apocalypse Now. Todos en mitad de una verdadera guerra de nacionalidades diferentes, en medio de la jungla, con un protagonista que tiene infartos, con una hemorragia de gasto incontrolable, con un actor enloquecido decidiendo que él va a cobrar millón y medio, o lo que sea, y que va a improvisar… Y en mitad de todo eso, se genera esa belleza inexplicable.

P.- Siempre te has declarado un devoto de Martin Scorsese. Una de las claves de su obra es el trabajo de su montadora habitual, Thelma Schoonmaker. ¿En qué momento descubres que el montaje es una clave fundamental del lenguaje cinematográfico?

R.- Muy pronto, sin saberlo. Era más sensible como niño al cine de Keaton que al de Chaplin. Y mi fascinación por Hitchcock era máxima, sin saber exactamente qué era el montaje. Su cine te estremece o te llena de tensión, pero en cuanto comprendes que lo que nos cuenta no pasa en tiempo real, descubres que puedes manipular la realidad. Y esa es mi tendencia desde siempre, de forma muy natural, a la intervención sobre las cosas. Por ejemplo, estaba muy fascinado por la magia y creo que hay dos formas de fascinarte por ella. Una es la de quien quiere entender el truco para replicarlo, o la del cínico que lo que quiere es desmontarlo. Pero claro, ir a Las Vegas para demostrar que David Copperfield no vuela es absurdo, porque partimos de eso. Yo, de forma natural, descomponía y trataba de mirar detrás de la cortina, pero no para desmontar el truco, sino para averiguar cómo era y poder hacerlo. Por la misma razón, en mi cabeza, el montaje siempre ha sido parte constitutiva de la dirección y de eso que llamamos cine.

P.- Me consta que los hermanos Coen lo hacen, pero no es tan común que los directores monten sus películas.

R.- No, no es lo común. Robert Rodríguez lo hace también. Pero tampoco es lo constitutivo del ‘cine de montaje’, por decirlo así. Spielberg, en general, es como el dios de la fluidez y Scorsese es el de la fragmentación. No es que sean antitéticos, en absoluto. Spielberg te hace un plano de seis minutos sin cortes en el que tú no eres muy consciente de que no habido cortes porque ha habido valores de plano. Ha habido un plano general, ha habido un plano medio, ha habido un plano de detalle y eso lo ha organizado en una especie de coreografía imposible, fluida a través de la caligrafía cinematográfica. Scorsese es el cineasta de la colisión de planos, los pone a chocar y a generar una dialéctica casi violenta, que es la violencia de sus propios personajes. Y de repente, hace estallar todo en un momento determinado precisamente por la hiperfragmentación. Aunque su montadora sea Thelma Schoonmaker, él está rodando para que ese material se monte de esta manera determinada. Oliver Stone no monta personalmente, pero obviamente JFK es una obra maestra del montaje. Todos esos directores, sean ellos los que personalmente manejan el material o no, están montando.

P.- Hemos hablado de fotografía y de montaje. Podríamos hablar también de música. Todo ello dirige nuestra mirada hacia el director de la película. ¿En qué medida, pese a la gran calidad de algunas producciones, ese elemento autoral se pierde en la televisión?

R.- Las series, de alguna manera, se han convertido en el libro del que no lee. Te sientas a ver un poquito más de The Walking Dead, a ver a cuántos zombis mata Rick ahora, a ver si muere uno de los buenos o uno de los malos, a ver si escapan de ese peligro con el que terminó el último episodio. Nadie demanda, al menos conscientemente, un estilo autoral. Al ser tantísimos episodios los que han dirigido siete personas, esto hace que el componente autoral sea menos importante. Hay un director estrella que aporta su impronta al arranque de la serie, y los demás siguen más o menos esas pautas de estilo. No estoy tratando de desmerecer en absoluto nada de eso, pero es imposible que nadie tenga esa sensación autoral. Sin embargo, a veces pasa. Hay excepciones de pequeñas series o miniseries que ves que hay alguien detrás. Pero obviamente no es esa la tendencia.

P.- El largometraje que te brindó reconocimiento internacional fue Buried. ¿Cómo fue el proceso que te llevó a trabajar con un guion tan singular?

R.- Adrián Guerra, quien sigue siendo actualmente mi socio de producción, leyó un guion que cayó en sus manos. No significa que fuera una oferta,  este guion estaba libre, flotando en el éter. Entre otras razones porque nadie quería hacerlo. De hecho, nadie consideraba que pudiera hacerse. Recuerdo que Adrián me dijo: «No se puede hacer, pero a ti te gustan las cosas raras. A lo mejor te apetece leerlo. Es un tío encerrado en un ataúd toda la película». Y automáticamente le dije: «Mándamelo». Empecé a leer el guion, convencido de que esa premisa se iba a caer en algún momento. Pero no fue así. Aquella premisa me recordaba al Hitchcock de Náufragos. De cuando en cuando, llamaba a Adrián: «Bloquea esto». «Tranquilo, no hay nadie detrás», me decía. En realidad, estaba en una lista de los mejores guiones no producidos, que en la práctica es una lista de los mejores guiones improducibles. Yo estaba leyendo ese guion quizá a finales de abril y empezábamos a rodar a finales de junio. En ese tiempo, había que conseguir el dinero y la financiación solamente es posible con un determinado actor que la pueda sustentar. Viajé pocas semanas después a Los Ángeles para conocer a un actor. Las cosas no fueron bien. No hubo química por determinadas razones, y una semana después, volví a por el actor que quería, que era Ryan Reynolds, a quien había visto en The Nines haciendo tres papeles completamente distintos, con un sentido del matiz y del tempo fílmico muy cercano a la comedia. Sentía que necesitaba un actor muy bueno en comedia, aunque pueda parecer paradójico, precisamente para poder manejar toda la musicalidad y sentido de las inflexiones que iba a requerir Buried si no quería convertirla en una especie de nota monocorde grave. La incorporación de Ryan hizo posible la película. Eso sí, sólo disponíamos de un  periodo muy breve antes de que empezara a rodar Green Lantern. Hubo que hacer la película muy rápido, pero a cambio, no hacía falta tanto dinero para construir una caja de madera y meternos en un plató pequeño.

P.- En pocos años, pasamos de un Rodrigo que está en Salamanca y no sabe si se puede estudiar cine a un director que está rodando con Robert DeNiro.

R.- Luces rojas es un guion anterior. Yo ya había ido a Los Ángeles con Adrián a tratar de levantar ese guion antes de Buried. Y llegábamos hasta un paso determinado en el que había varios jugadores dispuestos a subirse al tren. Pero todos se miraban de reojo, esperando que se subiera otro primero y no pasábamos de esa fase. Buried cambió las reglas del juego. De hecho, yo jamás pensé en la posibilidad de incorporar a DeNiro. El interés llegó desde su oficina. A mí no se me habría ocurrido algo tan demencial como soñar que DeNiro estuviera en la película.

P.- ¿DeNiro conoce el proyecto porque tiene a un agente que está hurgando entre guiones?

R.- Sí, seguro que es así. Yo solo sé que una madrugada me llamaron diciéndome que ‘Bob’ estaba interesado en el guion. Y pensé: ¿Quién es Bob? ¿Bob Marley? ¿Bob Geldof? ¿Bob Esponja?

P.- Entiendo que en estos casos es el actor el que hace el casting al director.

R.- Conocí a DeNiro en Taormina, Sicilia. Es un sitio perfecto para hacer propuestas que no se pueden rechazar. Fui con Adrián y recuerdo que nos dio un nombre en clave, creo que era ‘Benjamin’. De hecho, le llamamos Benjamin para que cuando comentáramos el asunto, nadie supiera de qué estábamos hablando. Durante la reunión con DeNiro evité decir cosas como «he traído un DVD para que me lo firme». No es lo que te conviene. Imagínate cómo funciona una figura como DeNiro. Es un imán. Incluso para actores más jóvenes, ha sido un maestro y una referencia. En este caso, es lo que pasaba con Cillian Murphy. De repente, las conversaciones con Sigourney Weaver fueron infinitamente más fluidas y dos semanas después nos conocíamos en una cafetería de Nueva York. Todo esto está muy filtrado por intermediarios. Llaman a un agente y, a veces, estas grandes figuras tienen un equipo, así que todo se hace abstruso. Si alguien no quiere que su cliente lea tu guion, no lo va a leer. Si considera que un guion no es conveniente para su cliente porque el director no está lo suficientemente hot no le llegará.

P.- Buried te pone en órbita y debes aprovechar la inercia antes de volver a la Tierra.

R.- Con Buried surgió esa inercia. Lo que pasó con la película en el Festival de Sundance pudo no pasar, o pudo pasar de otra manera. Pero la bola empezó a rodar por el lado correcto de la ladera. Las opiniones empezaban a heredarse. Cuando hice toda la promoción internacional, me daba cuenta de que los periodistas iban a hablarme bien de la película. Y también era muy consciente de la singularidad de Buried, y de que eso iba a suponer un problema inevitable y natural. Sabía que la siguiente película no iba a tener esa inercia y que iba a ser una experiencia distinta. Decidí aprovechar ese instante para hacer la película que antes no había sido posible, Luces rojas.

Foto: Carmen Suárez

P.- Imagino este estado de embriaguez al sentir que tienes a Sigourney Weaver o a Robert DeNiro en el reparto. La película va a salir, pero luego hay que dirigir a esta gente.

R.- Es como decidir que te vas a duchar con agua fría. No haces una ceremonia previa. No te quedas mirando el grifo, no respiras hondo. Procuras apagar tu cerebro hasta el momento de poner en marcha el grifo y luego vuelves a pensar. Si hay algo que de forma consciente o inconsciente me ha pasado siempre con las grandes estrellas es que hay un momento en que te ponen a prueba. Llega un momento en que hay un enganchón sobre algo y por alguna razón se te enciende una luz: «Este es el momento en que salgo vivo de aquí y con control sobre la nave, o salgo sin nadie al volante y no hay forma de que pueda retomar ese control». Y si la otra persona comprende que sabes lo que estás haciendo cambian las cosas mucho. Eso vale para cualquier actor. Un actor está dispuesto a lanzarse desde lo alto de un edificio, pero tiene que saber que hay red debajo.

P.- ¿Te paras a pensar o a discutir las distintas metodologías actorales?

R.- No es que puedas elegir. Tú trabajas con personas que son completamente distintas entre sí, porque además no existe eso de «Yo soy del método» o «Yo no soy del método». Se habla mucho de Stanislavski, pero luego nadie es así. Cada uno es como es, pero le pasa lo mismo al director de fotografía. Como cualquier equipo en una oficina, tienes que gestionar la realidad de las cosas. Un actor es muy demandante, otro no. Uno es muy inseguro, otro no. Tú gestionas eso, percibes eso y modelas eso de la forma más eficiente posible.

P.- ¿Con qué actores que ya no están entre nosotros te hubiera gustado trabajar?

R.- Cary Grant es capaz de hacer que cada gesto pueda ser elegante, incluso cuando está con un batín de mujer saltando. Es prodigioso. Y James Stewart tiene esa capacidad de ser verdadero y sólido desde una apariencia de naturalidad que es a la vez simple y conmovedora.

P.- ¿Cuál es tu película preferida de Hitchcock?

R.- Probablemente, La ventana indiscreta.

P.- ¡Una elección muy de directores!

R.- Esas reflexiones sobre que es una película sobre la mirada y el punto de vista sobre el cine son a posteriori. Son reflexiones críticas que, a veces, heredas. En todo caso, es cierto que ese manejo del punto de vista determina todo el compromiso del espectador.

Probablemente si mencionara mis tres grandes Hitchcock serían La ventana indiscreta, Los pájaros, que me entusiasma con esa amenaza surgida de la abstracción pura, y Con la muerte en los talones. Recuerdo que cuando hablábamos sobre Buried, por ejemplo, trataba de transmitir eso. Decía: «No vamos a tratar de hacer La soga dentro de una caja. Vamos a tratar de hacer Con la muerte en los talones dentro de una caja.

P.- Acabamos con la pregunta habitual, ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?

R.- Estaría bien que invitaseis a Javier Cansado. Sería un placer también para ti, sobre todo por esa capacidad que tiene de asumir como forma natural un comportamiento cerebral que es singular, irrepetible e inexplicable. El propio discurrir natural de sus pensamientos es siempre sorprendente y divertido.

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