Una velada eterna con Frank Sinatra
Por primera vez en España, se publica el libro ‘La Voz. Por qué importa Sinatra’, escrito por el periodista Pete Hamill, amigo y confidente del cantante
No parecía la misma persona que Gene Kelly había visto entrar por la puerta de los estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer. «Al principio, pensé que Frank solo era un enclenque delgaducho, pero luego abrió la boca y fue increíble», comentó el bailarín años después. Frank Sinatra y Gene Kelly actuaron juntos en Levando anclas (1945) y Un día en Nueva York (1949), pero la carrera del primero alcanzó una dimensión legendaria, que sobrepasó el ámbito del cine. Se explica así que lo aplaudieran en todo momento, incluso cuando decidió cobijarse a la sombra de malas compañías.
Quién lo hubiera creído: poco tiempo después de conocer a Kelly, Sinatra logró irrumpir en la cultura popular americana como un fenómeno exclusivo e inimitable. El escritor John Lahr -hijo, por cierto, de Bert Lahr, el león cobarde de El Mago de Oz (1939)- hizo una descripción bastante precisa de aquel prodigio: «¿Qué tenía Frank Sinatra que ningún otro podía alcanzar? Era capaz de hacer swing, romper corazones y portarse mal. Y además, logró que su voz fuera un instrumento con el que reinventar, una y otra vez, la música estadounidense».
Se han escrito bastantes biografías de Sinatra y todas ellas destacan sus primeros años en Hoboken, Nueva Jersey. Aunque a menudo se refería a su ciudad natal como «una cloaca», fue allí donde adquirió un temperamento recio, heredado de sus padres, dos inmigrantes italianos: la tabernera y activista del Partido Demócrata Dolly Garaventa y el boxeador Marty Sinatra.
En La Voz. Por que importa Sinatra, un amigo del cantante, el periodista Pete Hamill, también nos traslada a esa etapa de formación, marcada por el rechazo y las penalidades que sufría la comunidad italiana. A modo de piezas de ajedrez sobre un tablero, episodios como la Ley seca nos hacen reflexionar sobre lo que pudo haber sido y sobre lo que llegó a ser aquel muchacho de ojos azules. «De los cuatro a los dieciocho años de edad», escribe Hamill, «Sinatra vio desenvolverse la historia de la Prohibición a su alrededor, y con mayor claridad dentro de su propia familia. En su propia cocina escuchó las justificaciones y razonamientos para infringir lo que se percibía como una ley injusta. No por casualidad, se volvió más adelante un admirador de El gran Gatsby, novela cuyo aliento es la imagen romántica del contrabandista de alcohol».
Hamill observa la vida de Sinatra desde un punto de vista personal, incorporando a su relato confidencias de la estrella y testimonios de sus allegados. Publicado en 1999, justo un año antes de la muerte de su autor, el libro compone un retrato cargado de autenticidad. A lo largo de sus páginas, comprendemos por qué las cualidades de Sinatra son inexplicables sin tener en cuenta, en primer término, su devoción por Bing Crosby, que por aquellos días ya era un crooner peripuesto, amable y de voz celestial. Siguiendo la misma línea de puntos, también asistimos al debut del joven artista junto a dos titanes de la era del swing, los directores de orquesta Harry James y Tommy Dorsey.
Este último fue un mentor y un modelo a imitar. «El trabajo de Dorsey con el trombón», nos dice Hamill, «tuvo una influencia duradera en el estilo de Sinatra. Mucho se ha discutido sobre la manera en que Sinatra observaba los trucos de Dorsey al respirar, para así sostener largos fraseos». El propio Sinatra lo confirma: «Dorsey sabía cómo cambiar la atmósfera para no sonar igual y hartar al público».
Pero el punto no es ese, sino algo que, años después, precisó el escritor E.B. White: «Para Sinatra, un micrófono es tan real como una chica que espera ser besada». En otras palabras, era un seductor. Alguien capaz de hallar un sonido propio, dispuesto a permanecer en el estudio hasta agotar a sus músicos, viviendo en carne propia todas y cada una de las historias que contaba en sus canciones. Pocos han salido a escena con tanta seguridad, sin el condicionamiento de las etiquetas y los prejuicios que surgieron con la llegada del rock. Ese era su talento, y nadie podía superarlo.
Hamill no recurre al símil de White para desentrañar el misterio de la Voz. Prefiere preguntárselo a uno de los arreglistas que acompañaron a la estrella en sus mejores grabaciones, el productor Quincy Jones. Exagero poco si digo que, entre los colaboradores de Sinatra, solo hubo un competidor a la altura de Quincy, y ese fue Nelson Riddle. «Nelson era inteligente», explica Jones, «porque colocaba la electricidad por encima de Frank. La ponía escaleras arriba y dejaba a Frank suficiente espacio escaleras abajo como para que brillara su voz, en vez de construir inmensas y lujosas partes que ocuparan el mismo registro de su voz».
¿Qué más puede encontrar el lector en el libro de Pete Hamill? Obviamente, historias de amistad ‒cómo olvidar ese Rat Pack al que se incorporaron Dean Martin, Sammy Davis Jr., Joey Bishop y Peter Lawford‒ y, por supuesto, desengaños amorosos. Sobre esto último, Sinatra le llegó a decir a Hamill: «Me casé siempre con la misma mujer». A buen seguro, ya se imaginan que esa mujer era Ava Gardner. En ella encontró a la compañera perfecta. Alguien capaz de protegerlo y de amarlo, pero también de mirarlo impasible después de una turbulenta discusión.
El libro aborda otro detalle inevitable de la vida de Sinatra: la complicidad activa o pasiva de la mafia italiana en su carrera. Sin necesidad de sondear a fondo su trayectoria, cualquiera que haya visto El Padrino tendrá una imagen del cantante respetando el honor siciliano. El asunto de Frank con los grandes capos mafiosos comienza en La Habana, con aquella reunión convocada por Lucky Luciano en 1946, amenizada ‒cómo no‒ por las canciones de su crooner predilecto. «Hubo un escándalo inmenso», escribe Hamill. «¡Lucky Luciano! ¡Frank Sinatra! ¡La Habana del pecado! Era una espléndida oportunidad para atacar las posturas políticas de Sinatra ya no como ingenuas, sino como probablemente descarriadas. Todos los viejos prejuicios antiitalianos volvieron a aflorar».
Aquí y allá, el periodista habla de su amigo con la memoria llena de imágenes similares: durante el exilio dorado en Las Vegas o en una fecha tan tardía como 1976, en la que Sinatra posó para unas fotografías en su camerino con el jefe de la mafia de Brooklyn, Carlo Gambino. No obstante, Hamill descarta que la mafia hiciera de él una estrella: «Si eso era posible, habrían fabricado otras doscientas estrellas, y no hicieron absolutamente ninguna. Sin embargo, Sinatra conocía a tipos de la mafia, a menudo se entretenía con ellos y sabía que podían ser peligrosos».
Otro aliciente de La Voz. Por que importa Sinatra consiste en seguir los vaivenes políticos del personaje, desde el entusiasmo inicial por el Partido Demócrata que heredó de su madre hasta aquellas fiestas privadas junto a John F. Kennedy, pasando por su progresivo acercamiento a los republicanos. «Viendo el desorden y el caos de los sesenta», escribe Hamill, «sus posturas políticas cambiaron», a tal punto que «abrazó a Richard Nixon, un hombre que detestaba, y a Ronald Reagan, un hombre que lo divertía».
Como ven, gracias a Pete Hamill, cualquier lector puede explorar la geografía emocional de Sinatra y, de paso, conocer a fondo a un intérprete que alcanzó la perfección. Quizá nunca tenga un heredero a su altura. Su maestro, Bing Crosby, ya intentó decírnoslo ‒eso sí, medio en broma‒ cuando no tuvo más remedio que cederle el trono: «Frank es uno de esos cantantes que solo aparecen una vez en la vida. Pero… ¿por qué tuvo que aparecer precisamente en la mía?».