Finkielkraut, el filósofo francés que alerta sobre los peligros de la cultura ‘woke’
Regresa a las librerías con ‘Posliteratura’, donde crítica los excesos demagógicos de la corrección política, el populismo y la visión de Occidente
París, sábado 16 de febrero de 2019. Con las calles de la ciudad tomadas por los llamados chalecos amarillos, una cámara graba una escena que no tarda en viralizarse. Un grupo de manifestantes muy exaltados y hostiles acosan e insultan a un hombre mayor con abrigo negro, que los mira con una mezcla de perplejidad e ironía. Los insultos que se profieren son graves; lo empiezan acusando de sionista y racista y lo acaban llamando «judío de mierda» y conminándolo a marcharse de Francia. Además, durante el altercado, los alborotadores se arrancan a corear un mantra inquietante, común a todos los populismos de uno y otro signo: «¡Nosotros somos el pueblo!» (si lo oyen, pónganse a cubierto, porque traducido al cristiano quiere decir nosotros imponemos nuestra ley). El mismísimo presidente Emmanuel Macron reacciona de inmediato con un tuit indignado, diciendo que esos agravios antisemitas son intolerables. Y cuando resulta que la agresión verbal tiene consecuencias y algunos de los implicados son detenido por delito de odio, la excusa que dan es otra de esas lindezas propias del populismo: la culpa es del insultado, que andaba por esa calle para provocarlos (el mismo argumento de los de Podemos y los nacionalistas cada vez que va a la universidad a dar una conferencia alguien que no es de su cuerda y le sabotean el acto).
¿Quién era el hombre del abrigo negro que provocó una reacción tan iracunda? El filósofo Alain Finkielkraut (París, 1949), hijo de judío polaco deportado a Auschwitz, miembro de la Academia Francesa desde 2014 y pensador vinculado con lo que se llamó en su día el grupo de «los nuevos filósofos», del que formaban parte André Glucksmann, Pascal Bruckner y Bernard- Henri Levy. Todos ellos comparten el interés por intervenir sobre asuntos de actualidad sin rehuir la polémica y el empeño en llevar al periodismo el debate de altura mediante textos accesibles pero con enjundia. Finkielkraut, cuya extensa obra ensayística incluye títulos como La derrota del pensamiento o La humanidad perdida, fue en su juventud sesentayochista tendente al maoísmo y ha evolucionado hacia posiciones cada vez más críticas con ciertas derivas de la izquierda. Su mirada crítica escruta los excesos demagógicos de poderosas corrientes ideológicas actuales como el neofeminismo, el ecologismo, lo políticamente correcto y el multiculturalismo y su visión de Occidente como la fuente de todos los males del universo.
El filósofo regresa a las librerías españolas con Posliteratura (Alianza Editorial), título engañoso porque hace pensar en un tratado literario, cuando en realidad se trata de una obra política y combativa, armada con textos cortos y de ágil lectura. En ellos hace lo que debería exigírsele a cualquier intelectual interesado en reflexionar sobre el presente: se mete en todos los charcos y dice algunas verdades incómodas -sus verdades, de acuerdo-, que cuestionan el discurso dominante entretejido entre la izquierda buenista y los nuevos aspirantes a inquisidores y guardianes de la moral.
Lo hace además de un modo que también debería pedírsele a cualquiera que afronte el debate sobre la actualidad: no desde la trinchera del verbo incendiario, faltón y facilón, sino haciendo uso de la razón ilustrada. Con una vocación de polemista que puede ser provocador en sus ideas, pero mantiene siempre unas formas exquisitas, ajenas a la reyerta barriobajera. Propone argumentos, no soflamas; lanza reflexiones, no eslóganes panfletarios. Incluso en algunos momentos pone la guinda de la ironía, y no deberíamos olvidar que el humor es signo de inteligencia y de civilización.
Se queja Finkielkraut de que el debate intelectual se empobrece, aplastado por los dogmas de fe y por el fervor por censurar, excluir y cancelar: «La estupidez progresa a pasos agigantados, el maniqueísmo impone un único relato y no tardará en purgar nuestro patrimonio literario de todas las historias recalcitrantes (…). Nada de debate, nada de cháchara: con el name and shame el castigo es instantáneo. Apenas desvelado el nombre, la vergüenza con todas sus consecuencias se abate sobre el portador».
No niega -obviamente- la importancia del #MeToo al desvelar la acallada inmundicia que se ocultaba bajo la alfombra: «Nos ha descubierto que jefecillos, entrenadores deportivos, gente importante del mundo del espectáculo o de los medios de comunicación seguían abusando con ultraje de su poder. Esa realidad resulta insoportable, tales comportamientos no merecen ninguna indulgencia». El problema asoma cuando la justicia popular pretende sustituir a la justicia reglada del derecho y, además, en la denuncia de actitudes intolerables se acaba metiendo todo en el mismo saco: «La campaña por el caso Weinstein quedó ubicada desde el comienzo bajo el signo de la indiscriminación. Las jerarquías, los discernimientos, que son razón de ser del derecho, quedaron barridos. Todo se agrupó bajo el mismo estandarte criminal». Y concluye: «Con el fin de luchar contra conductas bárbaras, se termina socavando los fundamentos de la civilización. Porque ¿qué es ser civilizado sino discernir y volver a discernir?»
Si me permiten expresarlo de forma sencilla: el peligro es que en el fragor de la indignación y la denuncia de conductas inaceptables -que cuando son delictivas no quedan impunes: piensen dónde está hoy el antaño todopoderoso Weinstein-, acabemos volviendo a los linchamientos propios del Far West. La ley de la turba: primero lo colgamos y después ya averiguaremos si era culpable. Se lamenta Finkielkraut: «El derecho representa el esfuerzo grandioso de la civilización para arrebatar la justicia a la pasión justiciera. El derecho no conoce la verdad, la busca tratando los asuntos caso a caso y sometiendo a las partes a la prueba del principio de contradicción (…) En los momentos de exaltación, la moral común entra en conflicto con el derecho (…) Para la justicia popular, matizar es debilitar; distinguir es minimizar; individualizar las historias es pactar con el Mal».
Estos combates ideológicos tienen también consecuencias en la cultura y la libertad de los creadores: «Para luchas contra los clichés sexistas, el nuevo celo activista está poblando de cromos edificantes el mundo del espectáculo». Y señala una paradoja: «Nunca en la historia de la humanidad las mujeres han sido tan libres como lo son hoy en Europa Occidental, y si mañana las cosas cambian, se deberá a la deseuropeización de Europa». Aquí Finkielkraut se mete de lleno en otro charco, que es mucho más profundo de lo que parece: el de la integración o no integración de la inmigración y la existencia de guetos que viven de espaldas a las leyes y la cultura occidentales, algo que en Francia es ya una realidad enquistada. En nombre del antirracismo y del multiculturalismo, se acaba siempre magnificando la paja en el ojo propio y disculpando la viga en el ojo ajeno. Me permito ejemplificarlo con algo que nos es cercano: el clamoroso silencio de nuestro siempre verborreico Ministerio de Igualdad con respecto a la bárbara represión de las manifestantes iraníes que protestan contra la imposición del velo. A ello contribuye cierta izquierda, instalada en lo que el filósofo denomina «la izquierditud», que vendría a ser la superioridad moral que esta se arroga: «La izquierditud se basa en la certeza arrogante de encarnar la marcha del mundo».
Finklielkraut aborda temas muy arraigados en el debate francés y otros que vienen de la cultura woke americana. En el primer caso, analiza el modo como la izquierditud trata de «comprender» -casi disculpar- los embates del islamismo radical: «Los culpables se convierten en víctimas, enemigos declarados, oprimidos llevados al límite; el origen del mal hay que buscarlo en el funcionamiento de la sociedad que lo sufre: Francia y más generalmente Europa deben responder de la violencia a la que están sometidas».
Aborda también la crisis y decadencia de la educación, que en Francia siempre se habían tomado mucho más en serio que nosotros: «El infierno escolar está empedrado de las mejores intenciones igualitarias; para favorecer a los más desfavorecidos, se marginó en las escuelas una cultura patrimonial que se suponía que beneficiaba a los herederos, y se suprimió la selección. Resultado: el nivel de exigencia se ha desplomado».
La defensa del elitismo cultural como vía para la excelencia le lleva también a lanzar una malévola observación sobre el arte actual: «El arte contemporáneo no es, como pretende ser, la negación del academicismo. Es la negación del arte moderno: con sus proezas idiotas, sus juguetes chillones o sus instalaciones con mensaje, los artistas a los que el mercado otorga la etiqueta de ʻcontemporáneosʼ no prosiguen la historia de la belleza, la rematan. Paul McCarthy y Jeff Koons son los liquidadores, no los continuadores, de Picasso, de Matisse o de Paul Klee». Si menciona al americano Paul McCarthy supongo que será por el escándalo que provocó en París hace unos años y que me permito contarles porque tiene su miga: el artista instaló en la muy elegante Place Vendôme parisina una enorme escultura de plástico llamada Tree, que de entrada se interpretó como una esquematización de un inocente arbolito de navidad. Hasta que alguien reparó en que aquello se parecía sospechosamente a un dildo anal de tamaño gigante, algo que no podía ser casual ya que McCarthy es célebre por su querencia por la provocación. Se montó un escándalo que terminó cuando unos saboteadores desinflaron la escultura y esta se retiró.
En cuanto a la ideología woke procedente de las universidades americanas, apunta brevemente la aparición de los sensitivity readers, un tinglado que algunos listillos han montado para ganar dinero ejerciendo de censores para las editoriales y detectando posibles expresiones ofensivas para alguna minoría. Como ejemplo de esto, véase el reciente esperpento con la versión políticamente correcta de Roald Dahl, en la que a la pobre Matilda se le cambia la lectura de Kipling por Jane Austen en aras de la corrección política, que al parecer consiste en que una niña solo puede leer novelas escritas por mujeres. Otro asunto que menciona Finkielkraut de pasada es el de la obligación en las universidades americanas de que los profesores avisen con antelación si van a tratar temas supuestamente sensibles para evitar el estrés postraumático que pueden sufrir los impresionables alumnos al ser sometidos a la lectura de algún material pecaminoso. (Sobre esto, hay una escena memorable en la película Tár, de la que les hablé en estas páginas y que es un resumen perfecto de este asunto: la del alumno incómodo con una partitura de Bach).
Esta deriva de las universidades americanas ya la detectó tempranamente Philip Roth en su novela La mancha humana. Se contaba cómo una expresión de significado ambiguo en inglés – Spook (fantasma, pero también se usaba para referirse a los afroamericanos)- era sacada de contexto y utilizada para acusar a un profesor de racismo. Finkielkraut dedica un par de textos a Roth y otros dos a Milan Kundera, autor que sufrió el régimen comunista de Checoslovaquia. Ambos escritores entendieron la literatura como un modo de abordar la realidad con toda su complejidad y sus aristas. Roth se convirtió en el gran cronista de los conflictos de la masculinidad y en un retratista severo de la sociedad americana, mientras que Kundera tiró de la ironía para retratar el kafkiano mundo totalitario que le tocó vivir hasta su exilio parisino. Pero la ironía cada vez se entiende menos; a Finkielkraut le costó ser despedido de un programa radiofónico en el que colaboraba, porque prima la literalidad.
Todo esto es lo que le lleva al concepto de posliteratura para referirse a la depauperación del debate intelectual de nuestra época. Se rehúyen la complejidad y los matices de la gran literatura en favor de lo pedestremente didáctico, puesto al servicio del reforzamiento de ideas preconcebidas. «Nuestro tiempo prefiere las obras que arrojan luz sobre la vida a la fuerza bruta de lo vivido, a los testimonios sin filtro, a los libros contundentes y a las situaciones demoledoras. Así, la literatura, que durante tanto tiempo desempeñó un papel clave en la conciencia que iba adquiriendo Francia de sí misma, ocupa un lugar cada vez más marginal». Y por ello concluye que «hemos entrado en la edad de la posliteratura. (…) Lo falso se apodera de la vida. (…) En su lucha contra la mentira, el arte está perdiendo la partida». Los detractores de Filkienkraut lo tildan de reaccionario, de carcamal, de dinosaurio, de representante de un orden social ya muy cuestionado y en proceso de desmoronamiento. Es el recurso fácil para sacarse de encima algunas de las reflexiones incómodas que nos plantea. Dado que estamos ante un libro con vocación de incitar al debate, sus tesis se pueden matizar o rebatir, se le podría incluso acusar de poner el foco en determinados temas mientras que sobre otros pasa de puntillas. Sin embargo, debería prestarse atención a sus inquisitivas reflexiones sobre algunas realidades inquietantes del presente y sobre los todavía más inquietante silencios -o tabús- impuestos por el consenso buenista y la corrección política.