Carlos Marzal explica su regreso a la poesía
Con su nuevo poemario ‘Euforia’, tras 13 años de sequía, el poeta valenciano vuelve al género que lo encumbró desde la exaltación de la experiencia cotidiana
A la poesía ha vuelto a brotarle Carlos Marzal (Valencia, 1961). Uno de los poetas más de moda en los albores de este siglo, ganador de premios como el Nacional de Literatura, el de la Crítica o el Fundación Loewe, llevaba 13 años sin publicar poesía. Ningún trauma, nada de vértigo por el éxito. Simplemente, las musas estaban a otra cosa y él, obediente y feliz, se limitaba a esperar como aquellos hombres que José Luis Cuerda sembró en los bancales de Amanece que no es poco. Hasta que, como nos cuenta en esta entrevista, le llegó su momento.
El resultado ha sido Euforia (Tusquets, 2023), un libro con más de un centenar de poemas maravillosos, más reconfortantes que deslumbrantes. Uno de los primeros, «La lista de la compra», termina con un verso definitivo: «Muchos actos de amor no lo parecen». El verso de Marzal encuentra el amor escondido en lo cotidiano, lo aparentemente ínfimo y lo ensalza con un entusiasmo tal, que terminó apoderándose del título del libro. Desde ese punto, el acercamiento a la realidad es imbatible, de verdad inasequible al desaliento: «Yo no he venido aquí para entenderlo: / me limito a cantar su envergadura». Pero, ojo, el poeta advierte: «Puede que te parezca rendición, / pero es algo más duro: asentimiento».
¿Por qué dejó entonces de asentir durante tanto tiempo a través del verso? «Mi intención no fue nunca la de dejar de escribir poesía. Soy fundamentalmente poeta, me considero poeta y llego a la prosa o al ensayo o a los artículos a través de la poesía. La poesía se marchó porque es un género muy caprichoso, muy suyo. No se puede escribir con planes; por lo menos yo no sé escribir poemas con receta, solo con oficio, sino que necesito otra cosa, un no se sabe qué que no encontraba. Y me tiré casi 13 años no solamente sin publicar, sino sin escribir ni un solo poema», contesta Marzal.
Después de su último poemario, Ánima mía (Tusquets, 2009), publicó una novela de título tremebundo, Los pobres desgraciados hijos de perra (Tusquets, 2011), finalista del premio Setenil; los libro de aforismos La arquitectura del aire (Tusquets, 2013) y Las consecuencias de no tener nada mejor para perder el tiempo (Frida Ediciones, 2017), y el heterogéneo Nunca fuimos más felices, más de 500 páginas con la alegría del fútbol en la niñez como fondo paradisiaco. Lo inclasificable de este último libro («tiene diario, ensayo, algo de narrativa con una novela corta… Hablo de todo, desde el universo a la tortilla de patatas»), ejemplifica esa hegemonía encubierta de la poesía en la escritura de Marzal, «da igual el formato» que elija en cada momento.
«En el libro hay una profesión de fe en favor de la existencia. Me considero un buen huésped del mundo»
Que no publicara poesía no significa que estuviera mano sobre mano. Marzal enseña literatura en el programa de la Universidad de Virginia en Valencia, escribe semanalmente en la prensa local y siempre tiene «algo en marcha, un libro de aforismos, una novela…» Pero la poesía stricto sensu «tiene sus tiempos propios, sus manías: llega cuando llega».
El paréntesis, asegura, no ha tenido que ver con un posible vértigo por el tremendo reconocimiento (dentro de los siempre limitados círculos de la poesía) que le trajeron, sobre todo, Metales pesados (Tusquets, 2001) y Fuera de mí (Visor, 2006). «Siempre escribo con total impunidad. No tengo conciencia de haber hecho nada especial, y eso me permite escribir con mucha libertad y con lo que la propia literatura me va entregando en cada momento. Para mí, escribir es un descubrimiento. Nunca tengo un plan ni demasiado minucioso ni demasiado recto. Escribo con intuiciones hacia donde el propio texto me quiera llevar».
Porque, explica citando a su venerado Francisco Brines, «la poesía no tiene público, tiene lectores. Pertenecemos a una pequeña secta. Quien busque convertir sus libros en acontecimientos o al público de la música o del cine se ha equivocado de género y de mundo. La literatura, y más la poesía, es un género para pocos. Pocos felices, pero pocos».
La poesía de la experiencia
Estrechando aún más el círculo de la secta, a Marzal se le suele encapsular en la corriente de la llamada «poesía de la experiencia». Cuestión que no parece interesarle demasiado a su espíritu libre, pero tampoco le molesta a su carácter de natural afable. «Me parece una etiqueta, sin más, y como tal puede ser interesante, útil. Me he acostumbrado a que se me encasille en esa generación de la experiencia, con tan buenos poetas como Felipe Benítez Reyes, Antonio Cabrera, Vicente Gallego y muchísimos otros. Me parece bien. Otra cuestión es qué entiende cada cual por experiencia. Para mí, detrás de esa palabra está todo. Todo lo que vivimos, lo que soñamos, lo que leemos, lo que imaginamos. No es solo la experiencia biográfica, por así decir. ¿Qué poeta no es de la experiencia?»
Cierto, pero esa generación suya se atrevió a contarla con un estilo muy concreto, exigente en la calidad, pero cercano, sin ampulosidades culteranistas. «Yo siempre he aspirado a que se me entienda. Aunque no pasa nada si no se entiende todo en un poema, a mí como lector me apetece entenderlo, y por eso como escritor aspiro a la claridad». Y luego está ese atrevimiento al escoger los temas, sin desdeñar ninguno por su supuesta vulgaridad, sin miedo a ser tildado de garbancero. «Hay poesía allí donde uno mire», sostiene Marzal. «Y la labor que me asigno como poeta es la de poner una lupa en las cosas que miro y me interesan. Desde lo más pequeño, como puede ser la lista de la compra, a lo más grande: las estrellas o la luna o el cielo o el amor o la muerte».
Insisto, sin embargo, en lo llamativo de esa defensa, casi épica, de lo diminuto, esa obstinación en salvar lo cotidiano sin caer en la vulgaridad. «Hay mucho milagro en la obviedad», dice un verso de Euforia. «Creo que se trata, sobre todo, de una actitud, de una manera de estar en el mundo. Si miramos lo que nos rodea con ojos agradecidos, todo es un asombro, todo es un milagro. Desde el simple hecho de que estemos aquí, hasta cualquier cosa que pasa por la calle o una máquina, un objeto… Creo que la tarea del escritor es precisamente la de cantar la gloria de las cosas y de los individuos que normalmente nadie canta».
«Cantar su envergadura», dice el verso de Euforia, puro deleite, sin más. «La mayor parte de las cosas las disfrutamos y las gozamos sin entenderlas del todo. Como os ocurre con los aparatos: casi nadie sabe cómo funcionan las entretelas y los intestinos de un ordenador, de un avión, de un coche… Pero los utilizamos. Con la vida pasa lo mismo. No sabemos muy bien cómo funciona, no sabemos qué es, pero disfrutamos de ella. E igual con las personas. ¿Quién entiende del todo a sus hijos, a su padre, a su pareja? Pero no por eso dejamos de amarlos y de disfrutar a su lado».
En favor de la existencia
Una actitud que, recordemos, no es rendición. «En el libro hay una profesión de fe en favor de la existencia. Me considero un buen huésped del mundo. No tengo ningún problema en admitir que me gusta la vida que me ha correspondido. Que tiene de todo, como todas las vidas: alegrías y desdichas, caídas y problemas. Pero el balance es el de una criatura afortunada, como decía Juan Ramón. En ese sentido, creo que la literatura es también un sistema de agradecimiento a la existencia».
Ese «clima espiritual» bautiza el libro. «En el sentido más habitual, de alegría extrema, pero también en el etimológico: la euphoria griega se refiere a la sabiduría para resistir ante la adversidad. Tiene un componente estoico, profundo, que no está reñido con el epicureísmo, con la capacidad de disfrutar, de gozar. Esas dos formas de entender el mundo van de la mano. Asentir a las cosas y decir que sí al mundo con todo lo que tiene. Con sus placeres, y con sus desdichas».
La dedicatoria de Euforia permite rastrear la pista de ese estado de ánimo hasta un lugar muy concreto. «La familia es, por supuesto, una de las fuentes de alegría. Y una culminación afectiva. Soy muy familiar y estoy muy enamorado de los míos», admite. Pero matiza: «Se trata también de una actitud literaria ante las cosas. Decidí hace mucho tiempo que prefería cantar antes que llorar. El mecanismo que me lleva a la escritura es un mecanismo de agradecimiento, no de reproche. Hay muchos escritores de la cuerda pesimista que me encantan, me parece que hacen altísima literatura, pero esa es una elección suya: prefiero situarme en el lado contrario de la calle, el soleado». ¿Por qué? La gran pregunta… «Creo que es algo innato. Tiene que ver con mi carácter y con mi temperamento. No es que en determinado momento haya sufrido una crisis vital: es algo paulatino, que uno va asumiendo con el paso de los días, con el oficio que va adquiriendo en la literatura y poco más».
Las raíces
Esa condición de buen huésped del mundo se arraiga en una tierra muy concreta, como explicita el poema Valencia. «Las relaciones que uno mantiene con su propia ciudad y con el lugar en que vive también son muy especiales. Estoy seguro de que casi todos amamos y odiamos casi a partes iguales el lugar en el que vivimos. Cuando era joven soñaba con viajar, con vivir en otras lenguas, y hoy doy gracias de que no haya sucedido. Tengo muchos amigos que se fueron y no han podido volver a España, con lo que eso tiene de tragedia para un escritor: no estar en contacto directo con tu propia lengua. Uno termina hablando y escribiendo en un dialecto especial y echando mucho de menos el propio país, la propia ciudad. El apetito de conocer otros paisajes termina por agotarse y uno se da cuenta de que ya no va a prosperar ni a profundizar más en otro idioma, en otro país, en otra ciudad, en otras gentes, y lo que echa de menos es lo que tenía en su casa. Baudelaire decía que tenía horror al domicilio propio; a mí me pasa todo lo contrario».
Marzal asimila raíces y lengua sin pretensiones ni agresividad alguna. Sin embargo, hay quien lleva esa ecuación a límites peligrosos. «Afortunadamente, en Valencia no hay ningún apetito especialmente nacionalista ni separatista ni independentista. Llevamos con mucha naturalidad el tener dos lenguas. Me gusta mucho aquello que decía Martí de Riquer sobre pertenecer a una misma tradición que se expresa en dos lenguas. Yo lo siento así. A mí la literatura, la alta literatura que se escribe en Valencia en lengua catalana, me parece magnífica. No quiero renunciar a Ausiàs March ni al Tirant Lo Blanc». Casos como la decisión de la catalana Júlia Bacardit de prohibir que se la traduzca al castellano le parecen «una ridiculez. Negarse a ser traducido al chino o al inglés o a la lengua que sea me parece una salida de tono y una tontería. Pero que cada cual haga con su obra lo que quiera».
La emoción estética
Marzal tiene buen carácter, pero tampoco se muerde la lengua. No tiene problemas, por ejemplo, en publicar un poema intensamente taurino. «Me gustan los toros desde muy pequeño. Mi padre era un aficionado extraordinario, fue crítico taurino de radio en su juventud. Firmaba ‘El Divino Calvo’, como Rafael el Gallo, y me transmitió ese amor a los toros que mantengo». Se declara taurino incluso desde «un punto de vista militante. En esos tiempos de prohibición, de un animalismo ñoño y absurdo, me parece que el universo de los toros tiene una ética que se debe explicar y aprender. El enfrentamiento a la adversidad, el cumplimiento de la palabra dada, la responsabilidad de un torero ante sus espectadores son valores de naturaleza ética muy importantes. A mí no solamente me gusta el toreo como espectáculo, sino como un ritual de naturaleza estética. Lo que persigo en el toreo es lo mismo que persigo en la lectura o cuando voy a una sala de cine o a un concierto: la emoción estética».
«Decidí hace mucho tiempo que prefería cantar antes que llorar»
Es curioso que hayan abierto un frente a la ofensiva canceladora contra los toros ciertos personajes considerados (o, por lo menos, hasta ahora) de izquierda. A más de uno le descoloca la pasión taurina de Joaquín Sabina, por ejemplo. «Los toros no son ni de hoy ni de mañana, son de siempre, y no son de derechas ni de izquierdas, eso es ridículo. Han existido con la monarquía y con la república. Cuando Manolete fue a torear a la Monumental de México, los exiliados republicanos le hicieron un homenaje y lloraban de emoción. Se trata de una fiesta tan especial, tan peculiar, que me parece fuera del tiempo. Y desde luego va a sobrevivir a quien se la quiera apropiar. No se deja domesticar ni por las ideologías ni por las intenciones de doble filo con las que muchos se le acercan».
Late ahí algo muy nuestro, que coincide, significativamente, con un talento poético innato. «Hay una excelente poesía en España durante todo el siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI, con distintas generaciones de poetas en activo. Poetas más meditativos, poetas más minimalistas, poetas de la experiencia… Tenemos una poesía muy viva, cosa que no ocurre en otros países. En Francia, por ejemplo, uno tiene que buscar casi con brújula para encontrar un buen poeta». La clave, sostiene Marzal, está en la «gran tradición. De la cantidad es más fácil que salga la calidad».
En su caso la poesía ahora le pide un poco de barbecho. «He detenido un poco el proceso de escritura de los poemas. Euforia es un libro muy extenso». La narrativa pide la vez: «Tengo una novela a medio de escribir. Creo que se va a titular Hueso 207. El cuerpo tiene 206 huesos y mi tesis es que el corazón también es uno más. Se trata de una novela sobre la intimidad. En la novela me interesan mucho los personajes; aunque la literatura está hecha de palabras, uno debe sentir algo de carne y hueso detrás».