THE OBJECTIVE
Vidas cruzadas

Alfonso J. Ussía: «He ensuciado mi mirada para poder escribir»

El escritor y colaborador de THE OBJECTIVE habla con David Mejía sobre su trayectoria y su última novela: ‘El puente de los suicidas’

Alfonso J. Ussía (Madrid, 1983) es autor de las novelas Vatio (2021), Cuento del norte (2020) y la recién publicada El puente de los suicidas (Círculo de Tiza, 2023). Escribe en THE OBJECTIVE y en Ethic, y colabora con la sección «Contrabando» en Onda Cero Madrid. Además, ha fundado las editoriales Coba Fina y Neupic, y la discográfica U Bros Records.

PREGUNTA.- ¿Cómo te ha influido ser hijo del periodista y escritor Alfonso Ussía?

RESPUESTA.- Para mí era algo así como el síndrome del impostor. Al final, tienes delante a alguien que de esto sabe bastante, y la autoexigencia también era mayor. Con mi primera novela, que el pobre se comió entera y tuvo que corregir, vi su talento y su talante en lo literario. Sobre todo para asumir que yo quería dedicarme a esto. Me ha apoyado desde el principio. Contra el dicho de «en casa del herrero, cuchillo de palo», los oficios siempre se han transmitido de generación en generación. La primera persona que vi tecleando o leyendo fue mi padre, a quien admiro mucho. Es algo que tenía impregnado de manera natural y lo llevo con mucho orgullo. En ese sentido, creo que me viene de cuna. Ha sido lo que me ha tocado, para lo bueno y para lo malo, y estoy feliz y muy honrado. A veces, esta situación puede perjudicarte, pero al mismo tiempo, otra puerta se puede abrir. Lo importante es tener una voz propia y no intentar plagiar lo que has mamado.

P.- Estilísticamente sois muy distintos.

R.- Sí, tengo otro tipo de voz. Soy de otra época, desde luego. Mi padre reivindica mucho que Pedro Muñoz Seca era su abuelo. Él sí que tiene mucho más arraigada la parte de la poesía satírica, que es en lo que realmente es brillante.

P.- Cuéntanos cómo ha sido tu trayectoria desde que eras un adolescente. Me imagino que la literatura entra en tu vida a través de la música.

R.- Sí, entra a través de la música, que es donde siempre me he refugiado, desde muy pequeño. Yo creo que antes teníamos una ventaja muy fuerte y era que podíamos estar en una habitación encerrados con una pelota durante bastantes horas, sin que nadie se preocupara. No teníamos tanto acceso a pantallas ni a tanta información. Te aburrías más. Al final, mirabas a la pared y veías libros. Los cogías y empezabas a viajar. Desde muy pequeño, he tenido la suerte de tener bibliotecas siempre a mano, bastante abundantes, y además de todo tipo de géneros, desde tebeos hasta novelas de Stevenson o de Conrad. Recuerdo hacer obras de teatro siendo niño, intentando vendérselas a mis padres en el salón y a la vecina del 5.º izquierda de García de Paredes cada vez que las estrenaba. Y recuerdo tener bastante éxito, porque vendía todos esos ejemplares. Luego la vida me fue poniendo en sitios donde también te tenías que ensuciar un poco la mirada para poder escribir. No entiendo la vida literaria como un señor que está sentado en su despacho. Necesito conocer a qué saben las cosas para luego expresarlas por escrito. Y yo creo que sí, que hay un camino muy bonito que estuvo muy relacionado con la música, en el que la decisión era explorar, vivir y llegar hasta donde pudiera.

P.- Acabas trabajando en EMI Music y con Antonio Vega. ¿Cómo se produjo ese aterrizaje profesional?

R.- La verdad es que, como todas las cosas bonitas, fue pura casualidad. Yo en esa época quería dedicarme a escribir canciones. Escribía constantemente y tenía amigos que habían estudiado música en Berklee y eran unos fenómenos. Una noche estábamos haciendo maquetas en casa de uno de ellos, Pedro, en Augusto Figueroa. Por casualidad, otro amigo nuestro no pudo ir a recoger a Antonio Vega, así que yo me ofrecí para ir en su lugar, pero cuando llegué a la discográfica se había ido en otro coche. Dos o tres días después, los de EMI me llamaron directamente, ya que el ‘pipa’ que tenían había renunciado y me ofrecieron el trabajo. Yo con 20 años, y con un hambre feroz, lo acepté sin pensarlo. Y, sobre todo, con una admiración y un respeto que eran demasiado profundos. Me aferré a Antonio en todo lo que pude.

Foto: Carmen Suárez

P.- ¿En ese momento estabas estudiando?

R.- En ese momento, estaba estudiando Ingeniería de sonido, pero lo abandoné. No terminé. Muchos podían ser ingenieros de sonido, pero yo decidí seguir a Antonio.

P.- Antonio Vega, que murió en 2009, es historia de nuestra música, pero eran conocidos sus problemas y adicciones. ¿En qué consistía tu trabajo?

R.- Creo que la mayoría de los artistas exitosos tienen a alguien cercano que les hace la vida más fácil. Yo no era diferente, solo intentaba hacerle la vida fácil a Antonio, en el sentido de llevarle o traerle, comprarle tabaco o una Fanta naranja. Ser su asistente personal me permitió estar cerca de alguien a quien admiraba. Tenía una educación similar a la suya y cierta idoneidad de carácter. Antonio había tenido personas más complicadas en su vida, personas con sus mismos miedos, carencias y tropiezos. En ese momento, él estaba grabando un nuevo disco que tenía que terminar. Él me ayudó a conseguir una vacante en EMI.

P.- Estas vivencias dan cuerpo a tu novela Vatio, que recomiendo. ¿Cómo varió tu admiración por Antonio Vega cuando empezaste a trabajar cerca de él?

R.- Es obvio que los mitos, cuando los tienes cerca, también te decepcionan, pero eso los hace más humanos. Creo que ahí hay algo. Estoy convencido de que la inteligencia artificial y todas estas cosas no nos van a tumbar. Para mí, la admiración y la atracción por algunos autores está en su personalidad errante y en la garantía de saber que se equivocan. Es cierto que cuando conoces a alguien como Antonio Vega, te impresionas. Pero eso es parte de la vida. Nos van enseñando que todos morimos al final. Todos sufrimos, todos tenemos frío, todos tiritamos, todos podemos ser bandidos o héroes, pero también podemos ser generosos y brillantes.

P.- Debe ser importante que él no se sienta permanentemente admirado.

R.- Bueno, yo creo que él también tenía un perfil muy bajo en cuanto a la aceptación. Antonio no exigía mucho a cambio. Era muy generoso y humilde en ese aspecto. No se trataba de estar todo el rato dándole la chapa. A mí, por ejemplo, me encantaba estar con él en silencio. Eso me daba mucha paz. Me gustaba verlo descansar. Me gustaba verlo dormir, me gustaba verlo tranquilo. Había muchos momentos en silencio que me producían muchísima satisfacción.

P.- ¿Qué horario tiene una persona que trabaja con alguien que no tiene horarios?

R.- Ninguno. Por eso lo haces con 20 años. Con una familia y con 40 no lo haces porque te corren a gorrazos, y además, físicamente no te apetece. Ahora mismo no podría hacerlo ni con David Bowie si se levantara de la tumba. Bueno, quizás con él sí, porque llevaba una vida muy tranquila en su madurez, pero en ningún caso creo que pudiera aguantar ahora una vida como esa.

P.- ¿Qué era lo más difícil?

R.- Para mí, lo más difícil era viajar a algunos mercados chungos y peligrosos, sin saber qué me esperaba. Además, en algunos momentos, como cuando Antonio no tenía ingresos, era más difícil. Él no era rico, así que había días en los que faltaba dinero. La tristeza se prolongaba y todo se hacía más complicado. Sí, a veces había más gastos que ingresos. Había momentos de tranquilidad total, en los que no había giras, discos, ni nada. Antonio se dedicaba a componer en el local de ensayo, a su ritmo. Pero también había momentos maravillosos en los que tocaba delante de gente que lo admiraba, y otros en los que el tiempo no pasaba nunca, acompañados de visitas inesperadas. Esta doble vida a veces te hacía anhelar un poco la tranquilidad y buscar una vida normal.

P.- ¿Y cómo se produjo vuestra separación?

R.- Un día di la vuelta a mi móvil y vi una llamada perdida de la que ahora es mi mujer. Había sido mucho tiempo, muy intenso, y necesitaba un poco de espacio para respirar y descansar de un bucle de autodestrucción. No por la vida que llevaba Antonio, sino por la que yo buscaba. Al final, me había apartado de todo lo que me importaba. Quería dedicarme a la creación. Gracias a él, había aprendido que algunas canciones eran inalcanzables. Pero la prosa y la literatura sí que eran accesibles, y necesitaba demostrarme a mí mismo que podía hacerlo.

P.- ¿Además de escribir letras te gustaba tocar algún instrumento?

R.- Yo tocaba muchos instrumentos de cuerda y teclados, y fui uno de los pioneros en tener el sistema de Logic instalado en casa, con un ordenador y un teclado. Incluso tocaba el clarinete. Recuerdo una noche en particular en la que Antonio Vega vino a casa a dormir y empezó a tocar mis instrumentos mientras yo tocaba mis cacharros. De repente, cantó como Nina Simone. Era increíble cómo cuidaba y preparaba su voz. Era todo un mundo maravilloso que me atraía mucho. Pero sabía que la industria lo estaba echando y cada vez había menos negocio. Además, yo conocía a mucha gente brillante que tenía las puertas completamente cerradas. Fue entonces cuando di el salto a la literatura. Dejar la música fue algo obvio.

Foto: Carmen Suárez

P.-  Antonio Vega, Enrique Urquijo, Manolo Tena… Hay muchas historias por contar de esa generación.

R.- No hay gente como ellos y es la generación que nos toca. Lo interesante de escribir sobre esto no es la calidad de la historia ni lo bien escrita que esté, sino que toca los recuerdos más bonitos de mucha gente. Además, es la generación que va a comprar libros como Vatio. Si tienes más de 35 o 40 años, cuando miras hacia atrás y recuerdas el primer concierto, el primer beso con tu pareja, quizás sonaba «La chica de ayer», «Sólo pienso en ti» de Enrique Urquijo o «El infierno o tu gloria». Son recuerdos que nos hacen sentir nostálgicos, con un guiño y una sonrisa pícara de cuando éramos un poco más bandidos. Nos toca a nosotros escribir sobre eso. Esta gente que desapareció es la banda sonora de nuestra vida.

P.- ¿Sigues interesado en la industria musical?

R.- No, no me interesa en absoluto porque considero que es la principal responsable de la situación actual del copyright y de la piratería en el mercado. La tecnología también ha influido mucho en la disminución de costos de producción. Antes, un disco costaba 10 millones de pesetas, ahora se puede grabar por medio millón con un ordenador en casa. Todo esto ha llevado a que la puerta del filtro se abra mucho más, y se descarte mucho menos. Antes había ciertos estándares y todo era más riguroso. No es casualidad que los grupos de los años 70 y 80 que todavía escuchamos suenen tan bien. En la actualidad, el eje de la música se ha desplazado a otros países de Latinoamérica, con otro tipo de composiciones. Esto tendrá sus consecuencias en los próximos 10 o 20 años.

P.- En tu última novela, El puente de los suicidas, insistes en que es necesario ensuciarse la mirada para poder escribir. Volviendo al comienzo de nuestra conversación, es una forma de alejarte de tus raíces literarias, de la poesía satírica y los versos de salón.

R.- Me fui de casa con 18 años, con tres amigos, a vivir a un piso en Huertas. Era todo un desastre, pero al final, supe que tenía que completar un poco otra parte de la vida. Abrir un poco el melón. Como cuando vas a una ciudad nueva y la primera semana abarcas el radio de la manzana donde estás alojado. Al día siguiente, abarcas tres o cuatro más. Y hay un día que te has hecho la ciudad entera. Creo que era algo fundamental para mí, además de bastante divertido.

P.- Te interesa el realismo sucio como movimiento literario, y eso me lleva a preguntarte por Ray Loriga.

R.- Ray Loriga pertenece a esa generación que leía a Bukowski. Sus primeras novelas impresionan mucho por un lenguaje conciso que duele y acuchilla. Como esa frase suya que dice que la vida es como el filo de una lata de atún cuando la abres, que te duele y sangras. En ese sentido, trato de cuidar el lenguaje. No intento ser tan punki como él. Aunque me encanta el realismo sucio, anglosajón y americano, que todos hemos leído como una especie de iniciación, no creo que sea un género literario en sí mismo. En este sentido, Madrid es para mí un personaje fundamental. Trato Madrid como un personaje que muta y está vivo. Como gato, he mirado mucho Madrid desde pequeño, desde que hacía pellas en el colegio y me iba a la calle Fuencarral a pasear y a ver las cosas.

P.- La piedra angular de El puente de los suicidas es el viaducto, que desde su inauguración se convirtió en el lugar predilecto de los suicidas madrileños.

R.- Sí, así es.

P.- Afortunadamente se habla cada vez más del suicidio. ¿Es un tema que te ha interesado siempre?

R.- Albert Camus decía que el suicidio es el gran problema filosófico del hombre actual, aunque yo creo que es algo que ha estado presente desde hace mucho tiempo. Al final, la necesidad de sobrevivir no es un tema animal, es algo que va mucho más allá. Si te apoyas contra una barandilla, por ejemplo, tu instinto es no saltar, pero muchas personas deciden terminar con sus vidas. Hay una materia gris en el cerebro que trabaja en relación a la supervivencia y que a veces no funciona adecuadamente. El suicidio es una lacra. En 1999, año en que se ambienta la novela, se suicidaron 3.000 personas y ahora se suicidan 4.000 al año. Aprovechando que creo que se está rompiendo un poco el tabú sobre este tema, creo que es importante hablar del suicidio. En la mayoría de los casos, siempre hay una solución para quienes se encuentran en una situación desesperada, ya sean adolescentes, víctimas de bullying o de problemas económicos. Entiendo que en algunos casos puede ser una elección digna. Por ejemplo, cuando uno se enfrenta a una enfermedad terminal. Sin embargo, me da mucha tristeza que tantas personas terminen tomando esta decisión debido a problemas de angustia vital. La muerte es lo único que no tiene solución. En la novela, el reto estaba en afrontar el tema no solo para aquellos que se suicidan, sino también para aquellos que se quedan atrás. Ese fue el atractivo principal a la hora de meterme en este barullo.

P.- En las primeras páginas del libro aparece una ilustración preciosa de un bar que se llama Esperanza.

R.- El bar Esperanza es un lugar emblemático en Madrid que ha sobrevivido a través del tiempo y de las mutaciones de la ciudad. Lo que en 1998 conocimos como un bar, en 1860 hubiera sido una posada y en 1920 una tasca. El local siempre ha mantenido la tradición. Casualmente, el bar Esperanza estaba ubicado en la calle Bailén, justo en la esquina con Mancebos, el punto más cercano al viaducto. Allí han ocurrido muchas cosas. Situaciones en las que la policía llegaba preguntando por una persona con una fotografía, y otros eventos dramáticos. Creo que esta es una temática interesante para desarrollar una novela. Hoy en día hay, muchas personas buscan escapar de los problemas de la vida de esa manera. Al investigar, empiezas a conocer historias. Desde la primera semana en que se construyó el viaducto, en 1874, ha sido un problema para el Ayuntamiento. Incluso hay una historia de una chica llamada Florencia que se quería casar con un carbonero, pero sus padres no la dejaban por las diferencias de clase social. La chica se tiró por el viaducto, pero no murió porque su vestido actuó como un paracaídas. Solo se rompió los tobillos y, al final, la permitieron casarse. En los siglos XIX y principios del XX, Madrid no tenía lugares tan altos para suicidarse. Finalmente, colocaron unas mamparas a finales del 99, cuando era alcalde Álvarez del Manzano. Ahora parece el pasillo de una terminal de aeropuerto, porque tienes esos espejos que, por lo menos, han evitado que mucha más gente se tire por ahí.

P.- Le pregunté a un amigo psiquiatra sobre la utilidad de las mamparas: una persona que quiere suicidarse y está dispuesta a saltar una barandilla, por qué no va a saltar una mampara. Y me dijo las mamparas eran muy útiles, porque un porcentaje alto de los suicidios son impulsivos.

R.- Te cuento un caso real de cómo funciona el cerebro. Un señor estaba a punto de suicidarse en el viaducto. Subió la barandilla y pasó un coche de policía que lo vio. El policía se bajó corriendo y le dijo: «Oiga usted, eso está prohibido». El hombre se bajó corriendo, aterrado porque el cerebro le había hecho un cortocircuito; estaba cometiendo un acto ilegal. Ya no estaba pensando en el suicidio. Habría que investigar sobre la parte química del suicidio: algo que explica que a veces tengas ese impulso de saltar y quitarte del medio. Cuando estás cayendo, probablemente te estés arrepintiendo.

 P.- ¿Qué medidas, además de las mamparas, se han tomado?

R.- Si tienes el impulso, puedes llamar a un teléfono contra el suicidio. Es muy difícil, sobre todo porque tienes que buscar el número. Íñigo Errejón está haciendo bastante por el tema. Ahora promueve que los familiares de personas que tengan un riesgo muy alto de suicidio puedan tener una baja para estar dedicados a ellos durante una semana, que es el tiempo más crítico. También soy consciente de que si te quieres suicidar, no lo cuentas. No sé por dónde tienen que ir los tiros.

P.- Desde el punto de vista de la investigación, ¿has notado reticencia por parte de los vecinos del Viaducto para evitar la estigmatización como «el barrio de los suicidas»?

R.- Bueno, no tanto por eso, sino más bien por el trasfondo que hay en ese barrio. Antes, en el 98 o 99, cada vez que alguien se suicidaba, una persona anónima pintaba una cruz negra al día siguiente en los pilares del viaducto y nadie sabía quién era. Yo lo supe después, pero nadie lo sabía en ese momento. Entonces, el ayuntamiento iba corriendo a borrarlo porque temían que eso produjera cierto morbo y que los familiares de las personas que se suicidaban buscaran el lugar donde había caído la persona por la noche. La forma de realizar el duelo con la muerte también está en la información. Mucha gente iba allí a mirar dónde había sido. Creo que la gente del barrio siempre ha vivido con eso. Con respecto al tema, sí que había cierta reticencia, pero más entre la gente mayor y aquellos que tienen más memoria. Pero, en general, la gente aceptaba que eso formaba parte de su cotidianidad. Además, había un par de porteros que cuidaban el sitio donde caían los suicidas. El Ayuntamiento de Madrid les daba mantas para taparlos, porque algunas señoras protestaban. Jugamos otra vez con la picaresca y con la gente que ya aceptaba ese tipo de situaciones en su día a día.

P.- Tú has trabajado muy cerca de alguien como Antonio Vega, que cuadra en el perfil de genio atormentado. ¿Crees que hemos dado un halo demasiado romántico al suicidio?

R.- Es que el suicidio siempre ha estado presente en el ser humano. Hay casos de todos los colores. Hemingway, que a mí me enloquece, se pegó un tiro con la escopeta. Hemos dado ese halo romántico y lo hemos vinculado al malditismo. Al final, eran personas muy curiosas que vivieron en una época en la que era más fácil tropezar y caer en el abismo. Por ejemplo, en los 70 y los 80, había menos información respecto a ciertos tipos de drogas y se vivía un momento político y social que llevaba a quemar las horas como fuese. Luego vino la movida madrileña, que está sobrevalorada, y que fue explotada por la cultura y el cine. Sin embargo, creo que todo se reducía a la curiosidad de algunas personas que se metían en situaciones peligrosas, como el consumo de caballo. Si querían experimentar más, podían tropezar y caer. Sí que es verdad que el tema del suicidio en la literatura ha estado siempre presente, porque es inherente al ser humano. Va a ir siempre en paralelo, hasta que a nivel médico y a nivel tecnológico se vayan resolviendo las cosas.

Foto: Carmen Suárez

P.- Quienes se acerquen a esta novela no encontrarán un tratado médico, sino una serie de relatos que giran en torno a este puente de los suicidas. ¿Qué le dirías al posible lector de tu libro?

R.- El lector se encontrará con un Madrid que ya no existe, un Madrid que es cada vez más difícil de ver. Como ese bar que reunía a personas de todas las clases sociales, hábitos y trabajos. Todavía se pueden encontrar en algunos barrios, pero estos bares están desapareciendo. A veces, sí creo que es un retrato costumbrista del Madrid del año 98. Encima, el tema que abordamos es uno que nos preocupa en la actualidad de una manera muy latente. No es un libro con un rollo moralista ni de autoayuda, por mucho que sean esos libros los que más se venden. Pero sí que te permitirá conocer un poco más el Madrid que somos todos.

P.- Terminamos con la pregunta habitual, ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?

R.- Pues mira, para recoger el testigo, ya que él fue un gran padrino para mí, me encantaría que trajeras a Ray Loriga. Ray fue una persona muy generosa y bondadosa conmigo cuando empecé en la literatura. Para devolvérselo, le paso este ‘marrón’, para que todos lo conozcan un poco más, ya que es un personaje fundamental de la literatura española de los siglos XX y XXI.

Entrevista: David Mejía

Fotografía y realización: Carmen Suárez

Transcripción: Redacción de THE OBJECTIVE

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