THE OBJECTIVE
Vidas cruzadas

Laura Ferrero: «Lo más importante de la vida siempre queda al margen de la palabra»

La escritora habla con David Mejía sobre ‘Los astronautas», su última novela, en la que indaga en el misterio de su familia

Laura Ferrero (Barcelona, 1984) es autora de los libros de cuentos Piscinas vacías (Alfaguara, 2016) y La gente no existe (Alfaguara, 2021), el álbum ilustrado El amor después del amor (Bridge, 2018)  y las novelas Qué vas a hacer con el resto de tu vida (Alfaguara, 2017) y la recién publicada Los astronautas (Alfaguara, 2023), un relato a medio camino entre la autobiografía y la ficción sobre una familia que nunca existió. O tal vez sí.

PREGUNTA.- Solemos empezar hablando de la vida de la invitada y luego llegamos a su obra. En este caso la distinción es difícil, porque Los astronautas se parece mucho a tu propia vida. De tus abuelos dices, por ejemplo, que eran originarios de Teruel y que uno de los pocos libros que tenían en casa era Archipiélago Gulag.

RESPUESTA.- La primera de las dos afirmaciones no es real. En el libro mis abuelos son de Teruel, pero es ficción. Aunque sí hay una parte autobiográfica, sobre todo al principio. Por ejemplo, es cierto que Archipiélago Gulag era el único libro que había en casa de mis abuelos maternos. Siempre me llamaba la atención cómo pudo llegar ahí, porque en realidad no leían nada. Siempre me lo pregunté y nunca lo llegué a saber: ¿de dónde había salido Solzhenitsyn?

P.- ¿Y cómo te conviertes en una persona que lee, estudia Filosofía y además escribe?

R.- La escritura es la manera que tengo de entenderme, escribo desde muy pequeña. Tengo novelas o intentos de novelas a partir de los 11 años. El tema de la lectura también me llama la atención, porque dicen que uno hace lo que ve en casa y en mi casa no había nada, solo enciclopedias y los típicos libros que le regalaban a mi madre o a su marido. Cuando realmente empecé a leer fue un verano que me aburrí muchísimo. Nos mandaron a mi hermano y a mí con mis abuelos, tenían una casa en un pueblo donde no pasaba absolutamente nada. Lo único que había allí eran unos tomos recopilatorios de los premios Nobel. Tenía como 11 o 12 años y empecé con Pearl S. Buck y sus novelas sobre China. Por ejemplo, recuerdo cómo cuenta lo que es un pie de loto y por qué se lo hacían a las niñas chinas. Y claro, es algo  exótico, perverso, tremendo… Pero también es algo acerca de lo que yo nunca había escuchado hablar. Para mí la literatura y la escritura estuvieron vinculadas, desde el principio, al viaje, a la capacidad de entrar en otros mundos.

P.- Y seguiste leyendo, incluso cuando había otras alternativas al aburrimiento.

R.- Seguí leyendo. Me faltó alguien para guiarme en las lecturas, porque empecé a leer desde los premios Nobel a dramas románticos de Danielle Steel. Llegué a la universidad con una formación extrañísima, porque a los clásicos no los había leído. Mi formación fue muy ecléctica.

P.- Con esa vocación literaria, ¿no pensaste en estudiar una filología en lugar de Filosofía?

R.- Siempre estuve perdida con lo que quería hacer en la vida. Con 18 años empecé a estudiar Filosofía y Periodismo. A mí me gustaba mucho el periodismo, o lo que yo entendía que era el periodismo. Sobre todo, me gustaba escribir, pero yo no sabía cómo hacer de eso una profesión. También es verdad que la reflexión y el análisis siempre me han atraído mucho. Lo que me ocurrió con Periodismo es que, por cómo la concebí yo, me parecía una carrera a la que le faltaba contenido. La carrera de mi vida, por así decirlo, es Filosofía, no Periodismo.

P.- Y de todas esas lecturas tan eclécticas, ¿ves reminiscencias en tu escritura?

R.- Quizá el libro que más me marcó cuando empecé a leer fue El dios de las pequeñas cosas, de Arundhati Roy. Ese libro supuso un antes y un después, porque por un lado tenía el exotismo, al estar ambientado en Kerala, y por otro, era un libro que hablaba sobre la familia, que es un tema que siempre me ha interesado. Además, introducía el realismo mágico desde un punto distinto a lo que yo había leído hasta el momento. La primera novela que escribí, con 15 años, era una respuesta a El dios de las pequeñas cosas, mezclada también con Danielle Steele. Hay que decir que era un engendro aquello, pero es verdad que lo que me movió fue responder a ese libro que a mí me había servido de espejo.

P.- Autoeditas tu primera obra y, ante su éxito, Alfaguara se hace con ella.

R.- En ese momento trabajaba en marketing en Penguin Random House y además era editora freelance, con lo cual conocía bastante bien el mundo editorial. Tenía escrito Piscinas vacías y fui de editorial en editorial donde me decían: «Oye, pues está muy bien, pero como son relatos y no te conoce nadie, no lo publicamos». Entonces decidí intentarlo sola. Y ahí fue cuando me metí en una plataforma de autoedición. En aquel momento era algo muy nuevo. A las dos semanas, me llamaron de Alfaguara. Supongo que también las editoriales lo que buscan es un poco de garantía de que los autores vendan. Y como se situó muy pronto en el puesto 30 de Amazon, eso les llamó la atención. Cuando me preguntan por la autoedición respondo que me parece muy difícil, porque yo edité este libro teniendo un conocimiento que la mayor parte de la gente no tiene. Trabajaba en ese mundillo y además escribía crítica literaria. No era un mundo totalmente ajeno para mí. Si entras a ciegas, puede ser complicado. Me gustaría poner varios asteriscos a mi historia, para no dar la imagen falsa de que si te autoeditas te llamará una editorial. No tiene tanto que ver con el talento o con lo bien que esté escrito el libro, sino con que sepas cómo funciona el sector.

P.- ¿Dirías que hay grandes libros que se quedan sin publicar o eso también es un mito?

R.- Hay grandes libros que se quedan sin editar. es un hecho. Lo que pasa es que en este proceso hay muchos libros, y si no tienes un contacto en una editorial, es difícil que alguien lo lea. Para que un manuscrito llegue al editor adecuado tienen que pasar muchas cosas, es una cuestión de azar y de suerte. También es verdad que hay muy pocos grandes libros que se queden sin publicar.

P.- Has comentado que el tema nuclear de tu obra es la familia. Los astronautas arranca de una fotografía que nunca habías visto, en la que apareces con un año al lado de tus padres. Se separaron poco después y nunca habías visto imágenes de los tres. Algo chocante hoy, que habitamos un mundo plagado de imágenes.

R.- Claro, ahora es imposible borrar la huella digital. Esta novela se puede escribir porque parte de los años 80, cuando todos teníamos unos álbumes familiares con las mismas fotos y los mismos eventos familiares. En ese caso, descartar material era una cosa relativamente fácil. Y te aseguro que sigo sin haber visto ninguna de esas fotos.

Foto: Carmen Suárez

P.- En nuestra época se habla mucho del derecho al olvido pero tu libro es una reivindicación del derecho al recuerdo.

R.- El derecho al olvido me parece muy interesante, pero me parece aún más interesante que te permitan recordar aquello que es tuyo. Las fotografías son importantes porque se parecen, aunque sean bastante engañosas, a las certezas. Cuando vemos una foto, recordamos esa foto. A veces, las fotografías sustituyen nuestros recuerdos. Es la identidad que te dan los relatos que te han traspasado las otras generaciones. Nosotros no recordamos apenas nada de nuestra infancia. Sin embargo, si tienes las fotos o tienes documentos, puedes tener más claros tus orígenes. Y eso será muy importante para conformar tu identidad.

P.- En el libro, tu padre se casa con otra mujer y tienen una hija. Tu madre se casa con otro hombre y tienen un hijo. Y sin embargo, hablas de tu familia refiriéndote a esas dos personas que están contigo en la foto. Haces una asociación directa entre familia y padres biológicos. ¿Por qué consideras que esa es tu verdadera familia y no las otras?

R.- Quizás las otras también lo sean, pero la familia originaria son mi padre y mi madre. Ellos existieron. Yo no digo que las otras no lo fueran, pero no se puede tomar a esas dos familias como lo único que me había dado lugar, porque si yo buscaba mis orígenes en esas dos familias, no los iba a encontrar. Por eso hay muchas definiciones de familia. No estoy diciendo que la única definición sea la biológica, pero sí que uno tiene derecho a conocer quiénes eran esas personas.

P.- Al leer esta novela, he recordado un relato de La gente no existe que muestra la relación compleja entre un padre y su hija.

R.- Empecé a escribir Los astronautas y lo dejé porque mi familia no quiso darme muchos datos. Entonces me puse a escribir La gente no existe, y un día, mientras mi padre me acompañaba a Atocha ‒mi padre y su familia viven en Madrid y yo en Barcelona‒, pensé que la relación con mi padre está mediatizada por esta estación. Siempre que llego a Atocha está mi padre, y cuando me marcho también está mi padre. Me pareció un relato bonito, porque al final las familias se cuentan a partir de estas cotidianidades. Y cuando escribí este relato, «Mi padre en Atocha», pensé: «Esto forma parte de la otra novela». En realidad, el relato hubiera cabido perfectamente en Los astronautas. El proceso ha tenido esas ramificaciones que me iban diciendo: «No te olvides de escribir la novela porque eso es lo que quieres escribir». Los astronautas tiene tres partes. La primera es la pregunta por el padre. Mi infancia estuvo marcada por esa pregunta porque mi padre era el que se había ido. Pero después una persona me hizo una pregunta que me marcó tanto como la de mi padre: «¿Dónde estaba tu madre?». No todo lo explica la ausencia. Quizás tenemos que preguntarle a la presencia. Este libro ha sido parecido a desbancar la pregunta de mi padre para hacerme la pregunta sobre mi madre. Y al final, termino con la pregunta sobre la hija.

P.- Además de lamentar su ausencia, en el libro se siente cierto resquemor hacia tu padre.

R.- Bueno, más que resquemor es asumir que tenemos los padres que tenemos y no los que querríamos tener. Lo que me atrae de Los astronautas es ver a mi padre como la persona que es y ver que tiene unas herramientas diferentes a las mías para enfrentarse al mundo. No son ni mejores ni peores. Hay una parte de este libro que empecé a escribir enfadada, pero dejarlo un tiempo me sirvió para entender que un libro así sólo se puede escribir desde el amor. Mirando a tus padres con cariño y con la necesidad o con las ganas de acercarte. Para lo que me sirve este relato es para poder mirar al futuro.

P.- Sobre tu madre cuentas que siempre ha insistido en que fue su deterioro físico lo que llevó a tu padre a dejarla.

R.- Sí, pero en el caso de mi madre, no es tanto una insistencia en el físico como el control del relato. En el personaje de mi madre hay una gran necesidad ser ella quien controla el relato. Si tu marido se va con otra puede ser por muchísimas cosas, pero si dices que es que te pusiste gorda porque estabas embarazada, estás echando balones fuera. Estás echando la culpa de una separación a unos kilos de más. No estás diciendo que se enamoró, que es mucho más duro. Te pongo este ejemplo. Podría poner otros, pero ahí hay una necesidad del control de cosas que no suceden por culpa nuestra. Lo que le pasa a ese personaje es que quiere fijar su versión.

P.- Eso enlaza con lo que le ocurre después con la enfermedad.

R.- Es el relato. Tienes una enfermedad y puedes decir: «He estado fumando toda la vida. He estado teniendo malos hábitos». O puedes decir: «Tengo un linfoma y los linfomas tienen que ver con las defensas. Es que mis defensas han luchado muchísimo, demasiado, y se han pasado». Es algo infantil, que en mayor o menor medida hacemos todos: adaptar nuestra vida a lo que queremos contar sobre nuestra vida. Eso me parece muy perverso, sobre todo para los niños. Ahora ya distingo un autoengaño. Pero cuando eres niño creces con esos relatos y los das por buenos. Siempre me gusta mucho recordar una frase de Serrat que dice: » Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio». Vivamos con ese ‘sin remedio’ porque resulta más fructífero asumirlo.

P.- Entonces, no solamente has ido construyendo tu historia, sino deconstruyendo la historia que se te había contado.

R.- Claro, así es. Existe la mentira, y al comprobarlo, avanzas y te preguntas: «¿Sabré alguna vez lo que pasó?». No, y por eso utilizo la fantasía de los astronautas para acercarme a realidades que probablemente nunca pueda conocer.

P.- ¿La fascinación de la protagonista con los astronautas es real?

R.- Sí, a mí me interesaban mucho los astronautas. Imaginaba que cuando regresaban, volvían y se sentaban en su sofá, preguntándose: «¿Y ahora, qué? Cuando ya he ido lo más lejos que se puede ir, ¿dónde me queda ir?». También me interesaba su soledad. Lo solos que yo los imaginaba. Por ejemplo, Neil Armstrong o Aldrin tuvieron unas vidas muy desgraciadas después de esa experiencia. Pensaba que esas experiencias les cambiaron la vida en tanto que eran incomunicables. Nadie había visto lo que ellos, con lo cual no lo podían compartir. Eso me recuerda las cosas que nos ocurren en la vida. A veces te ocurre algo y cuando regresas no eres el mismo. Esa poética me ha servido para acercarme a mi familia.

P.- ¿Crees que las cosas que nos pasan son incomunicables?

R.- Creo que lo más importante de la vida siempre se queda al margen de la palabra. La palabra se queda coja para explicar aquellas cosas que nos determinan. Escribir es muchas veces buscar esos destellos. Al final, lo que hacemos es acercarnos, pero las palabras no dejan de ser torpes. Las cosas más importantes no las podemos apresar con palabras.

P.- ¿Cómo se ha recibido el libro en tu familia?

R.- Tenía miedo, no dormía solo de pensarlo. Pero bueno, yo les di la oportunidad. Mi madre leyó el manuscrito y le gustó mucho. Me dijo que le daba mucha pena que lo hubiera tenido que escribir, pero que entendía que lo hubiera hecho. Y mi padre no lo ha leído todavía, me ha dicho que lo leerá en verano. Él es más tranquilo en este aspecto. Mi padre no tiene ninguna necesidad de controlar la narrativa. Para mí era importante que estuviera bien para mi madre, que sí tiene esa propensión. Si mi madre me hubiera dicho: «Esto no lo veo», yo lo hubiera quitado, porque para mí es más importante mi familia que escribir un libro. De alguna manera, esto me tiene que servir para acercarme, pero no para meterme en ningún conflicto, ni para hacerles sentir mal, porque es lo último que quiero. No quiero entrar ni en culpas ni en justificaciones. Para mí esto tiene que ser un relato luminoso para todos.

P.- ¿Das algún tema por cerrado con este libro?

R.- Pues todos, la verdad. Todos los temas que tenía sobre la mesa están cerrados. Ya no volveré a escribir algo tan personal. Uno tiene un libro en la vida para hablar sobre su infancia y sobre la realidad. Este libro ha sido transformador en el sentido de que ahora mismo veo las cosas más claras que antes.

P.- ¿Cuánto hay de real y de ficción en lo que escribes sobre tu infancia?

R.- Hay muchísima ficción. De hecho, muchos periodistas dan por sentado que es verdad y me hace mucha gracia, porque a veces incluso acabo contestando como si fuera verdad. No hay ficción en el sentimiento, pero sí hay ficción en la literalidad de los eventos que ocurren.

P.- ¿Convenciste a tus compañeros de clase de que tu padre era astronauta?

R.- Eso es otra ficción.

P.- Pero les convenciste de otras cosas inventadas.

R.- Claro, al final, la fantasía le sirve a una niña para disimular una situación que no es tan agradable y sacarle provecho. Al final, de niño, ¿qué quieres? Pues tener amigos que te quieran. No ser el pringado de la clase porque el padre nunca aparece. No quieres ser el niño triste. Te las tienes que arreglar para salir un poco más vencedor de la realidad.

P.- Una de las claves sentimentales del libro es que en los 80 apenas había familias no tradicionales.

R.- Piensa que en los años 80 no había referentes de lo que era el divorcio en mi colegio. Éramos dos los hijos de divorciados. Además estaba el peso de la religión. Yo recuerdo una monja que me dijo: «Voy a rezar por ti, porque tus padres viven en pecado». Entre la religión, el peso de la moral, el estigma… Claro, era complicado, pero también era complicado para mis padres. Obviamente, los españoles hemos aprendido a separarnos, porque ves tantos modelos de familia distintos, tantos padres separados que se llevan bien, que los niños están bien en esas dobles casas, con esas dobles vidas… Al final, lo que les importa a los niños es que les quieran. Eso me da mucha esperanza, porque creo que el cambio social es posible y que estamos a años luz de donde estábamos antes.

P.- Tras este trabajo de investigación e introspección sobre la familia, ¿qué consejos podrías dar?

R.- Diría otra vez lo que dice la canción de Serrat. Ocultar información nunca facilita absolutamente nada. Y la incertidumbre creo que es lo peor para un niño, porque al final, cuando estás creciendo, te estás formando, estás conociendo el mundo. Si no te dan a conocer tu propio mundo, ¿dónde te deja eso? Obviamente no puedes soltar una bomba atómica y que los niños en cuestión de segundos se enteren de cosas que quizás no puedan asumir. Todo tiene que ser progresivo. No creo en la ocultación, en hacer silencios cuando pronuncias determinados nombres.

P.- Más allá de ser el relato de tu madre, en el libro se subraya la idea de que si uno pierde atractivo estético puede perder a quien tiene al lado.

R.- Yo crecí con ese relato de que los hombres se iban si tú no eras delgada, guapa y lista. A mí es lo que siempre me habían dicho y repetido. Si te dicen que tu padre se fue porque tu madre estaba gorda, ¿tú qué piensas? Bueno, pues yo tengo que estar delgada. Son moldes absurdos. Y de repente, te sorprendes con 25 o 30 años, pensando que tienes que hacer cosas para ganarte el amor de los demás, cuando ahora podríamos estar en otro punto. Generacionalmente, he vivido muy rodeada de un tipo de hombres y de mujeres muy pendientes del físico. Como si fuera lo más importante. Las mujeres, en general, hemos sentido esa presión por encajar en determinados moldes.

Foto: Carmen Suárez

P.- ¿Crees que esa presión se ha relajado?

R.- Te diría que sí, pero muchas veces me pongo cualquier serie de Netflix para adolescentes y pierdo la esperanza. Claro que ahora vemos otro tipo de cuerpos, otro tipo de familias. Hay más modelos para todos. Pero creo que dentro de nosotros sigue imperando ese canon antiguo que constriñe bastante.

P.- ¿Y en qué dirías que ha cambiado la masculinidad?

R.- En la gestión de las emociones. Veo a esos hombres que son de la generación de mi padre, que tienen un dominio de ellos mismos y de la relación con la gente a la que quieren que me resulta muy rígido. No pueden salir de ahí. Se les dio ese papel y me parece una tristeza, porque es algo que les ha coartado. Y ahora, los hombres con los que me relaciono no tienen nada que ver. Han crecido en otros tiempos y tienen una empatía distinta. Esa es mi percepción.

P.- ¿Alguna vez has pensado que tu relación con tu padre hubiera sido distinta si hubieras sido un niño?

R.- Creo que la relación con mi padre está mediatizada por cómo era yo, una niña muy sensible, muy de darle vueltas a las cosas. Igual si le hubiera salido una niña o un niño menos sensible, más simple en el buen sentido de la palabra, hubiera tenido una relación más fluida. En realidad, nunca tuve una mala relación con mi padre, simplemente era una persona a la que casi no conocía.

P.- En resumen, ¿qué va a encontrar el lector en Los astronautas?

R.- Los astronautas aborda los hilos que cosen las familias. Todos los tabúes, los estigmas… Es una novela que intenta ir más allá de las fotos del álbum familiar. Lo que más me gusta de los astronautas es que genera conversación, porque la familia es un tema que nos atañe a todos.

P.- Terminamos con la pregunta habitual: ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?

R.- Os recomiendo a  Mar García Puig, autora de un libro que me ha gustado e impactado muchísimo: La historia de los vertebrados, donde cuenta la historia de la locura después del parto,  a raíz de que fuera madre de mellizos. El libro tiene muchas capas y me ha resultado muy interesante. Sobre todo para que lo leáis los hombres.

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