Suecia gana por segunda vez en la noche más feminista de Eurovisión
«En Eurovisión, uno nunca sabe qué puede pasar. ¿O es que alguien se podía haber imaginado a Kate Middleton de pianista durante la apertura»
Con la de esta noche, se cumplen 67 años de Eurovisión, en los que hemos visto a la gala mutar de fiesta de la música a festival reivindicativo. Y este año no iba a ser diferente guerra, sororidad y amor propio: la receta perfecta para una noche europe-friendly.
Si hay un país que ha hecho historia en Eurovisión es Irlanda, por haber ganado más veces, tres consecutivas y dos con el mismo artista. Este año los irlandeses no lograron ni el pase a la final. Ese factor sorpresa, probablemente, siga siendo el secreto que hace que casi 170 millones de personas decidan desvelarse escuchando canciones en servio. En Eurovisión, uno nunca sabe qué puede pasar. ¿O es que alguien se podía haber imaginado a Kate Middleton de pianista durante la apertura de Kalush Orchestra, el grupo ucraniano que ganó el año pasado? El Liverpool Arena se rendía, ante el talento musical de la princesa de Gales que hacía de anfitriona, reforzaba su papel como el mayor activo de la monarquía britanica y protagonizaba la sorpresa de la noche a partir de aquí, y ya que Ursula von der Leyen no se animó con los coros, todo transcurrió según lo esperado.
Todos los focos en Ucrania y no solo porque este año tenía que haber acogido el concurso, de no haber sido por la guerra, sino también porque países como Suiza dedicaron su actuación al conflicto bélico. Remo Forrer, uno de los artistas más jóvenes cantaba por cambiar misiles por pistolas de agua y hacia del grito «yo no quiero ser soldado» su estribillo.
El dúo de raperos que conforman Tvorchi, los representantes del país de Zelensky, con un sexto lugar, no consiguieron colarse en el podio de la gala, pero sí en las listas de éxitos musicales mundiales, llegando a opacar a estrellas del rap de la talla de Kanye West.
«El amor siempre gana, también en Eurovisión, donde la música sigue siendo el lenguaje de los enamorados y el analgésico de los corazones rotos»
Otro tema fetiche en Eurovisión es el feminismo, con Republica Checa y Noruega especialmente comprometidos con la sororidad y luchando contra la opresión del hombre, armadas con trenzas eternas, unicornios y vestidas de la Princesa Xena, al ritmo de letras pegadizas que de no conseguir tumbar al patriarcado, acabarán sonando en las discotecas de Ibiza este verano y eso aunque es menos feminista, tampoco está nada mal.
El amor propio, el viaje hacia adentro, el reencuentro con uno mismo y todo lo que podría sonar a guía mindfullness, fue la inspiración de Gustaph, el representante belga y un viejo conocido del concurso, que dio el salto de corista a solista tras dos años acompañando con su voz a otros artistas y que tras conocerse el voto popular, terminó el concurso en último lugar. Lejos del favorito del público el Finlandés Käärijä con su himno de la deshinibición, la fiesta y la conexión con la pista de baile que lo llevaron a rozar el triunfo con un segundo lugar que las redes sociales ya vaticinaban.
Pero el amor siempre gana, también en Eurovisión, donde la música sigue siendo el lenguaje de los enamorados y el analgésico de los corazones rotos. El amor a una abuela que motivó a la española Blanca Paloma, a la que su nana con aires sevillanos, dejó lejos del micrófono de cristal, en el puesto número 17. El desamor a la italiana de Marco Mengoni que acabo con una actuación entre lágrimas y que le regaló un cuarto lugar o el amor eterno Loreen, un sentimiento imborrable como un tatuaje, incuestionable como el triunfo de la artista sueca por segunda vez en la historia de Eurovisión, que acabó la noche con 583 votos y sintiendo algo más que euforia.