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Por qué los españoles llevamos décadas sin dar una a derechas en el festival de Eurovisión

Estamos aislados diplomáticamente y hemos encarado la selección del representante como si fuera un problema más técnico que de preferencias

Por qué los españoles llevamos décadas sin dar una a derechas en el festival de Eurovisión

A pesar de la briosa defensa de Blanca Paloma, España no logró en Liverpool más que una discretísima decimoséptima posición. | TO

Las buenas canciones son un misterio.

Antonio Vega describía su creación como una especie de trance mediático. Las palabras y las notas, como los espíritus, «están aquí» entre nosotros, pero «no se dejan ver» y, solo mediante un enorme esfuerzo de concentración, logra el artista ordenar esa «materia oscura» y transformarla en «formas claras», como El sitio de mi recreo o Azul.

Que haya que recurrir a tanta analogía revela lo difícil que es sistematizar la composición musical y lo iluso que es pensar que existe una fórmula para triunfar en Eurovisión.

Problemas técnicos y problemas de preferencias

Para empezar, no estamos ante un asunto técnico.

Si no sale agua del grifo, buscamos un fontanero. Si la luz no se enciende, llamamos al electricista. Como descubre cualquiera que haya desmontado alguna vez un reloj, se trata de problemas que tienen una respuesta correcta y muchas equivocadas, y tiene todo el sentido dejarlos en manos de un experto.

Pero hay cuestiones que entrañan preferencias y admiten, por tanto, varias soluciones.

Eso es, de hecho, lo habitual en el mundo de la política, de la empresa o del espectáculo. ¿Cómo consigo que los ciudadanos me elijan a mí y no al candidato de otro partido? ¿Qué hago para que los clientes compren mis artículos en lugar de los de la competencia? Y naturalmente, ¿cómo gano Eurovisión?

Comprar la victoria

Se puede, naturalmente, probar por la puerta trasera.

Las denuncias de manipulación del festival han sido constantes a lo largo de su historia. Y el escándalo más mediático lo protagonizó justamente España. «Todo el mundo sabe y se ha publicado», contaba José María Íñigo en el documental Yo viví el Mayo español, que Franco envió a «directivos de Televisión Española» a comprar por toda Europa «series que nunca se iban a poner y nunca se pusieron, con tal de que nos dieran los votos». Así habría arrebatado el La, la, la de Massiel el primer puesto al Congratulations de Cliff Richards.

Si las pruebas de este manejo son meramente circunstanciales (como delata que Íñigo arranque su revelación escudándose en que «todo el mundo sabe»), la evidencia de otras colusiones es más consistente.

En un estudio de 2006, el científico Derek Gatherer argumentó que el «voto por bloques» había «colonizado progresivamente el concurso» e identificó cinco grandes coaliciones: el Imperio Vikingo (Noruega, Suecia, Estonia, Dinamarca, Islandia, Finlandia, Letonia y Lituania), el Bloque Balcánico (Croacia, Macedonia, Eslovenia, Grecia, Chipre, Serbia y Montenegro, Turquía, Bosnia y Herzegovina, Albania y Rumanía), el Pacto de Varsovia (Polonia, Rusia y Ucrania), el Benelux (Bélgica y Países Bajos) y el Eje Pirenaico (España y Andorra). Este patrón regional, de todos modos, habría influido «crucialmente» únicamente en «dos ocasiones».

Sobornar al jurado es impracticable, tras la incorporación de los espectadores a la votación, y la ruptura del aislamiento diplomático, aunque ayudaría, tampoco resultaría determinante. ¿Qué podemos hacer para acabar con nuestra lamentable y pertinaz racha?

El sesgo conservador

Durante mucho tiempo, los directivos de TVE se encargaron de seleccionar al representante español, pero en los problemas de preferencias los expertos se desenvuelven mal por dos razones.

La primera es que suelen pecar de conservadores. «Al tomar una decisión», escribe el vicepresidente de Ogilvy & Mather, Rory Sutherland, «nuestro primer instinto no es optar por la mejor solución, sino por la que minimiza el daño que podemos sufrir». Supongamos que debe usted asignar una vacante a la que aspiran dos candidatos: uno magnífico, pero que estudió en una universidad del montón, y otro menos brillante, pero cuya alma mater es Harvard. Si se inclina por el primero y sale rana, tendrá que dar muchas explicaciones. Pero si el segundo no funciona, alegará simplemente: «Era de Harvard».

Este sesgo explica por qué, durante décadas, los directivos de TVE procuraban convencer a algún artista consagrado para que participase: estaban más pendientes de justificar la derrota que de lograr la victoria.

La segunda razón por la que los expertos no valen para los problemas de preferencias es que difícilmente pueden adivinar lo que la gente quiere cuando ni la propia gente lo sabe. Como reza la frase atribuida (erróneamente) a Henry Ford: «Si hubiera preguntado al público qué deseaba, me hubiese respondido: caballos más veloces».

Suecia contra Irlanda

El único modo sensato de afrontar un problema de preferencias es mediante ensayo y error.

Los suecos lo llevan haciendo desde 1959. Tienen un laboratorio que reproduce las condiciones de Eurovisión y en el que testan a los posibles candidatos. Se llama Melodifestivalen y, con el micrófono de cristal alzado este fin de semana por Loreen en Liverpool, le ha permitido a Suecia reunir nada menos que siete triunfos.

Pero, objetarán, Irlanda ha ganado en idéntico número de ocasiones y sin recurrir a ningún laboratorio.

Es verdad, pero, como observa The Guardian, «su apogeo tuvo lugar en los 90», cuando las reglas obligaban a los participantes «a cantar en su idioma oficial, lo que dio a la anglófona Irlanda una enorme ventaja». Un análisis de The Economist revela, efectivamente, que los temas que se defienden en un idioma distinto del inglés «reciben en promedio un 7% menos de votos».

La obra maestra se debe a los lectores

¿Y no salió Blanca Paloma del Benidorm Fest, un montaje parecido al Melodifestivalen sueco, para terminar en un discretísimo puesto decimoséptimo?

También es verdad, pero cualquier manual de gestión enseña que hacer bien las cosas no implica necesariamente que salgan bien. Influyen infinidad de circunstancias, como la suerte, el empedrado y, sobre todo, los rivales. Los suecos llevan seis décadas puliendo un sistema altamente competitivo. Para el Benidorm Fest de este año se presentaron 876 canciones, una barbaridad, pero al Melodifestivalen llegaron a 2.824, casi 2.000 más.

Y luego el éxito depende tanto del talento del artista como de la disposición de la audiencia.

«No es nunca el autor el que hace una obra maestra», decía Paul Valéry. «La obra maestra se debe a los lectores, a la calidad del lector». Edith Piaf cantaba maravillosamente, pero otras lo han hecho igual o mejor que ella. Sin embargo, la Francia de la posguerra la encumbró porque era eso lo que necesitaba en esa hora de postración: la historia de una niña criada en un burdel que se abre paso hasta el Olympia de París.

La segunda mejor canción del pop-rock español

Antonio Vega no gozó de un público tan entregado.

«Aunque su reputación actual diga lo contrario, Nacha Pop nunca se convirtió en fenómeno de masas», escriben en el blog de LEM a propósito del grupo que Antonio fundó. Su propia carrera en solitario «se desarrolló bajo la sombra de la heroína», en locales pequeños, como cantautor de culto más que como gran estrella. El tiempo le ha hecho justicia. En 2006 Rolling Stone consideraba La chica de ayer la segunda mejor canción del pop-rock español.

¿Y quién hubiera dado por ella dos duros de haberse presentado a Eurovisión?

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