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Cultura

'Los vínculos artificiales', la trastienda del metaverso

Nathan Devers firma con tan sólo 26 años esta novela, finalista del premio Goncourt, que examina los abismos existenciales tras la idea de la realidad virtual

‘Los vínculos artificiales’, la trastienda del metaverso

Nathan Devers y su libro 'Los vínculos artificiales'

Medio bolinga, vacila si ir al baño a vomitar la botella de tinto o seguir pegado a la pantalla del ordenador. La decisión es clave. Si va al baño satisface sus necesidades corporales, si se mantiene ojiplático absorbido por la luz del monitor, satisface sus necesidades metaversales.

La vida de Vangel es del todo menos anodina. Multimillonario. Poeta. Bicho feo con poder. Un personaje absolutamente admirable. Lo único malo, Vangel es una criatura pixelada. Un ser y no ser. Porque aunque es innegable su influencia, tanto en la vida digital como en la material, quien hay detrás de sus excentricidades es Julien. Un solitario profesor de piano parisino que, un buen día, matando el nervio vital con unas cuantas birras, decide sumergirse en un metaverso hiperrealista; el Antimundo. Pero Julien, insensato, se sumerge tanto que ya ni se gusta a sí mismo. Julien es Vangel y Vangel es todo lo que, sin saberlo, deseaba ser Julien.

Hasta aquí la premisa, con una patita de destripe, de Los vínculos artificiales, de Nathan Devers, y publicada en español por ADN. Siendo honestos, se cuentan por miles los ejemplos de narrativas similares. Cabría imaginar que desde los poemas helénicos (quizás incluso antes) la lectura ha sido un trasportín privilegiado, cargado a cuestas por los interlocutores, hacia mundos análogos. Díscolos. ¡Imaginarios! Chungos o geniales. A veces y todo, reales…

Portada del libro

Porque ahí es donde la novela de Devers reparte canela en rama. De las paranoias de Zuckerberg con el metaverso o de Elon Musk colonizando nuevos mundos, en la obra de Devers pasamos al ejemplo cautivador de otra realidad artificial. ¿Dónde terminan las fronteras? Sabe Dios. En este caso, un dios llamado André; el creador del Antimundo que despacha el mesianismo de todos los tecnólogos pudientes del planeta.

Para desenmascarar los gusanos subterráneos que cavan en el calcio de la novela, en THE OBJECTIVE hemos podido hablar con el autor durante su visita al Instituto Francés de Madrid. El brillante chaval -porque con 26 años es lo que uno es, un chaval, y brillante porque habiendo sido finalista del premio Goncourt (el más importante de toda Francia) es la categoría que se te coloca-, desvela la ropa interior de su pensamiento. Advertencia, resulta ser un picardías rojo y dorado de lo más sugerente.

A riesgo de caer en la falta de originalidad, comienzo por preguntarle a Devers si se siente conectado a su personaje. Más allá de que Julien, el protagonista, tenga un sistema emocional con la matriz comunicativa regulinchi, algo de intuición-espejo debe de haber.

«No me parezco en nada a mi personaje», dice nada más empezar, echando por tierra mi teoría. «Sé que está de moda la autoficción, pero a mí me gusta en la novela el concepto de salir de uno mismo. Creo que lo esencialmente novelesco que hay en la vida son los demás. En este caso, Julien no sólo no se me parece sino que es opuesto a mí. Es un tío con el que no me llevaría bien. He pensado en lo contrario. En uno de los apartados del libro Julien se define como «un pobre diablo viviendo en un mundo de gilipollas». «Quería un loser arrastrado y sometido a la modernidad en casi todos los aspectos de la vida. Trabajo, amor, expectativas. Una víctima pasiva. Nada que ver conmigo».

Algo parecido a lo que le ocurre a Julien con su avatar, Vangel, que se le parece más bien poco. Tirando a nada. Incluso en la entrepierna, que al pobre alter ego del Antimundo resulta salirle… ejem, lombricera. Tirando a meñique podal. Lo cual no impide que Julien, el dios tras el teclado, vaya poseyendo cada vez más el cuerpo de Vangel… ¿O es Vangel quien posee a Julien? «Mi novela presenta un proceso de despido de la vida», afirma el joven escritor. «Quería ahondar en los motivos que nos da la modernidad para dejar atrás el mundo material». Y es cierto que el personaje de Devers va, poco a poco, dándose de baja de todo. La teleoperadora de la realidad cada vez le ofrece un paquete de experiencias menos estimulantes, empujándolo a la otredad del metaverso.

«Ahora, el scroll es un ejercicio de alienación en nuestro momento de ocio. Es una alienación que nos domina incluso en nuestra libertad»

En territorios más estilísticos, al servidor Devers le huele a otro gabacho… Hay un perfume marca Houellebecq en la llanura, discreta y cuidada, de sus palabras. Así como esa idea del personaje principal fracasado que intenta huir de sus miserias, sin darse cuenta de que lo acompañarán a cualquier lugar. Salvo, quien sabe, a la eternidad en la evolución transhumanista que presenta en La posibilidad de una isla. Libro que menciono a Devers. «Me gusta mucho que me hables de La posibilidad de una isla porque es mi obra favorita de Houellebecq. Lo mejor de Houellebecq, sobre todo del joven, ha sido analizar su tiempo sin juicios, sin reservas. La poética de su visión. Esa trascendencia que no se pone límites». Un alegato frente al que uno sólo puede, si capta las vibraciones de Devers, decir un clamoroso: «¡Amén!».

La obra de este precoz filósofo de formación es también un alegato a la vida. A la vida vívida. A la vida que agota, cansa y es estimulante por ello. Cuando le pregunto por las razones que podría encontrar alguien para entrar en su Antimundo, me dice que el aburrimiento. «Hay que saber aburrirse. Sentirse pleno en uno mismo», responde. «Hacer planes con el vacío es imprescindible. No siempre has de estar divirtiéndote, cediendo al ocio, saliendo de ti mismo». 

Nathan Devers. | Twitter oficial del escritor

Una escapada hacia nuestro propio ser, tal vez, para acercarnos a los demás, le comento. «Si somos capaces de asumirnos en nuestra soledad estamos más cerca de acercarnos al contrario. Sentir dificultades al relacionarnos con los demás, al crear vínculos, viene de un problema con nuestra propia identidad. Es por eso por lo que en la parte delantera del libro hay un cuadro de Narciso. Porque Narciso ama su reflejo, pero amar tu reflejo significa no amar tu rostro. Y Julien no se quiere a sí mismo. Es incapaz de habitar su cuerpo, de entender que la felicidad es lo que hay aquí y ahora, y de asumir que la libertad es lo que sucede en mis carnes, en mi realidad, sin relegarla al más allá». 

Lo de Devers parece un discurso vitalista de coaching, salvo porque no propone consumo, sino libre autoconocimiento. No te reza por conseguir tus sueños, sino por repensarlos. Un proceso, le confieso, que se me hace duro en esta constante rumiación mental que provocan las nuevas tecnologías. Sobre todo por las empanadas que nos dan haciendo scroll (ver videos o imágenes sin parar en redes), sobre las que interrogo al autor si cree que tienen algún efecto positivo en el consumidor (en el vendedor, ya sabemos que sí).  «Pues no creo que ayude en absoluto», responde con determinación. «Te pasas una hora haciendo scroll y no vale para nada. Es un culto del instante presente. Son videos sin lazos, sin interés. Es la expresión absoluta de la alienación. Lo más triste es que, si nos alienamos en el trabajo… bueno, no es lo ideal, pero resulta tolerable, hay cierto siento. Ahora, el scroll es un ejercicio de alienación en nuestro momento de ocio. Es una alienación que nos domina incluso en nuestra libertad. Y esto es lo que encuentro absolutamente inquietante y terrible».

Hay que reclamar un movimiento para salir del pajódromo cotidiano del scroll. Da yuyu pensar que no nos hace falta ningún gran tirano para someternos, pues ya lo hacemos, motu proprio, rezándole a la idiocia cotidianamente. Pero, ¿quién tiene la culpa? ¿Por qué se cae en eso? «Creo que no es un problema del mundo virtual», contesta, sorprendentemente, Devers. «De hecho, durante mi obra no he querido hacer una crítica de las redes sociales. Creo que lo que es criticable es la realidad. Cuando vemos que en nuestra generación la gente tiene la necesidad de alejarse de la realidad, lo primero que podemos decir es que son una pandilla de imbéciles, pero pienso que es falso. Sin embargo, otro punto de vista es que si la gente se evade masivamente de la realidad es debido a que la realidad es cada vez más carcelaria. Y podemos desgranar esto política y económicamente. Si no somos capaces de atisbar las razones de por qué la gente huye de esta realidad, seremos incapaces de resolver nada».

«Si la gente se evade masivamente de la realidad es debido a que la realidad es cada vez más carcelaria»

Nathan Devers es un tipo locuaz, efectivo, con un fondo que amontona sabiamente en una forma directa, comprensible y marcada al rojo vivo. El chaval, como quien dice, habla tal y como escribe y viceversa. Algo que me recuerda a otro juntaletras francés. Uno con el ojo más a la virulé que Nathan, llamado Jean-Paul, de apellido Sartre. Es más, pensando en el autor de La náusea, le pregunto a Devers, precisamente, qué cree que Sartre hubiera escrito de haber redactado La náusea ahora. «Supongo que escribiría el mismo libro», sentencia, tras una sonrisilla de tango. «Su actualidad es manifiesta. La pérdida de identidad, la inestabilidad de los valores. Todo ello es extrapolable a nuestro presente». 

Un presente, le digo a mi entrevistado, que parece algo desilusionado. Sobre todo, porque casi parece que resulta más sencillo inventarnos otros mundos antes que resolver el nuestro. Devers me acribilla con una mirada iluminada, propia de una idea que se tiene desde hace tiempo.  «A nivel europeo, diría que hemos agotado toda conciencia colectiva, toda ilusión colectiva, cayendo en una especie de resignación popular que no es capaz de imaginar futuros mejores», salta para abrir boca. «Es curioso porque, frente al vacío de sentido, uno puede vivirlo como un luto. Sin Dios, ni ideologías, estoy perdido y condenado. Pero también es posible vivirlo como una liberación. Al no haber nada, ahora tengo la oportunidad de construirlo. Cada cual puede construir su propio sentido. Pero parece más rentable rendirse a la desesperación».

Le confieso a Nathan, a quien ya tuteo desde hace un par de preguntas (cosa que en Francia dice mucho), que eso me recuerda a Camus y su existencialismo. A la idea de crear como respuesta al absurdo. Asiente complacido. Siento que la he clavado… Le abordo ahora con la idea de «poder». ¿Quién tiene poder para cambiar las cosas? 

«El poder hoy está en las empresas tecnológicas, que son imperios sin territorio»

«Este es un contexto muy particular porque el verdadero poder ya no reside en los Estados», afirma. «El poder hoy está en las empresas tecnológicas, que son imperios sin territorio. Los imperialismo clásicos al menos tenían fronteras. En este imperialismo digital, no existen fronteras, es ilimitado. Y, de hecho, entra en la parte más íntima de nosotros mismos. Por eso quería que mi personaje fuese así de dictatorial (hablando de Daniel, el creador del Antimundo en Los vínculos artificiales) porque en los últimos veinte años nos hemos visto más afectados por el imperio digital que por la política. Porque la política se encarga de nuestra identidad administrativa. Los impuestos, las leyes, etc., que tocan nuestra identidad exterior como sujetos legales. Pero las redes sociales ponen sobre la mesa nuestras intimidades. Nuestra relación con el aburrimiento, el sexo, el amor, logrando así que tengan mucho más poder que la política clásica». Una afirmación que merece ser aplaudida con las orejas. Puede que con la esperanza de aprender la lección y no acabar todos, en pocos años, con ellas cortadas.  

Deseo acabar esta entrevista, de la que se podrían transcribir hasta las comas, con el humor. Pues en la obra de Devers resiste un cierto puntito cómico. Un echarse hacia adelante frente a tanto terror. «Quienes responden a lo trágico a través de la risa se imponen frente a la desesperación», culmina el geniecillo literario. «Le gritan al dolor que no ganará. Es una batalla. La gente que no entiende esto y piensa en el humor como una provocación insolente o violenta, creo que se equivoca. En cualquier caso, si desean vivir el drama hasta sus últimos términos, que lo hagan, pero que no juzguen a los demás por enfrentarnos a él con la risa».

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