Aprecio y defensa del español
La lengua no se puede modificar por capricho, procurando forzarla a adecuarse a unos supuestos ajenos a ella, sobre los cuales ni siquiera hay ningún consenso
Como hablante no nativo del español, siempre me he esforzado por aspirar a un nivel de dominio del idioma afín al de un nativo. Vano intento, lo sé, pero fruto en realidad de la inseguridad del hablante extranjero, que siempre se tiene que aplicar, es decir, según la definición del DLE, ha de poner esmero, diligencia y cuidado en estudiar para intentar aproximarse a la naturalidad con la que hablan los nativos. Cuando empecé a aprender el español en la facultad, me comprometí a hacer todo lo posible por hablar y escribir este idioma extranjero lo mejor que pudiera, a sabiendas (en mi fuero interno, por lo menos) de que nunca lo podría hablar como si fuera mi lengua materna, pero también consciente de que el esfuerzo en sí valía la pena.
En parte porque supongo que en cierta manera me enamoré de este idioma nuevo para mí (y de paso también de su cultura y de mucha de su gente, es decir, de ustedes, a quienes en un principio veo con buenos ojos en general por el idioma que hablan), y asimismo porque ya era consciente de lo que explicó lúcidamente Pedro Salinas en los años cuarenta del siglo pasado (en un maravilloso discurso pronunciado en la Universidad de Puerto Rico en 1944 titulado precisamente Aprecio y defensa del lenguaje que es tan moderno que no ha perdido actualidad), que no habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a conocer, sin un grado avanzado de posesión de su lengua (por mucho que esta no fuera mi lengua precisamente), porque el individuo se posee a sí mismo, se conoce, expresando lo que lleva dentro, y esa expresión sólo se cumple por medio del lenguaje. Es decir, intuía que si, como hablante de español, quería lograr expresar lo que llevaba dentro, me hacía falta un grado de posesión del idioma medianamente avanzado. Y quiso el destino que este compromiso se acabara convirtiendo en una vocación y que a esta vocación le dedicara la mayor parte de mi vida.
En realidad, poca cosa más he hecho en los últimos 35 años. Pero me siento enormemente afortunado y agradecido por este idioma, por todo lo que me ha deparado o, más bien, regalado, también su cultura, su literatura y su gente. Por eso me apena ver cómo se zarandea el español desde fuera, por imposiciones puritanas, tratando de obligarlo a cambiar y haciendo caso omiso de que por mucho que se puedan proponer unos cambios, si estos no se difunden y son aceptados por una mayoría de la comunidad de los hablantes, no van a poder orientar y encauzar la decisión lingüística de la muchedumbre, por parafrasear de nuevo a Salinas.
La lengua no se puede modificar por capricho, procurando forzarla a adecuarse a unos supuestos ajenos a ella, sobre los cuales ni siquiera hay ningún consenso. Es triste ver cómo se somete a un secuestro y falseamiento en aras de una supuesta inclusividad, cómo se maltrata y se menoscaba. Pero este tema habrá que tratarlo por separado en otra columna y, de todos modos, ya lo han hecho de forma mucho más competente la Real Academia Española, a través del informe titulado Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer redactado por Ignacio Bosque (también conocido como Informe Bosque), y muchos otros de sus integrantes, tales como Javier Marías, quien no se cansó de combatir lo que él llamó el espíritu policial y paradójicamente discriminatorio que mueve a los nuevos puritanos inquisitoriales. En fin.
«Intentar enseñar el idioma supone tener un aliciente diario por comprenderlo de forma más cabal»
Tengo para mí que aprender un idioma no es sólo aprender el idioma en sí, la gramática y los vocablos; uno acaba adentrándose en la manera de ser o, más bien, las maneras de ser que este idioma encierra y la cosmovisión que entraña, en el pensamiento que conlleva. En mi caso, quiero creer que ya soy un poco español. Por contagio. Por contagio lingüístico y cultural en general. Por una razón afín a la causa por la que en la época helenística se consideraba heleno o griego a quien amaba a Homero. Y también porque, siendo precisamente griego, creo que entiendo bastante bien a los españoles, a ustedes. Y si me hice profesor, es porque me pareció el mejor modo de no cejar en mi empeño por aprender mejor el español, porque intentar enseñar el idioma supone tener un aliciente diario por comprenderlo de forma más cabal para poder enseñarlo con un conocimiento de causa aceptable, por así decir.
Sé que todavía me quedan grandes lagunas, pero sé también que no he dejado de procurar paliar algo estas lagunas a lo largo de mi vida. Esta dedicación ha sido desde el principio hasta ahora un puro deleite, por lo cual estoy sumamente agradecido. Y por esta razón, aunque me eduqué y trabajé en universidades del mundo anglosajón, como hispanista decidí muy pronto que, pese a una tendencia dominante en el mundo angloparlante de usar el inglés como lengua vehicular en la divulgación científica, como hispanista no sólo me tentaba, sino que me incumbía hacerlo en español, porque esta es o debería ser nuestra lingua franca, la segunda lengua materna del mundo más hablada después del chino mandarín con casi 500 millones de hablantes nativos.
Y por todo lo esbozado arriba, me alegro de todo corazón de que después de más de dos decenios de tentativas podamos abrir las puertas de un Instituto Cervantes en Escocia, a través de la creación de la Cátedra Cervantes en la Universidad de Edimburgo y del compromiso del Instituto Cervantes y su director, Luis García Montero, lo que nos permitirá promover aún más la enseñanza, el estudio y el uso del español y contribuir a la difusión de las culturas española e hispánicas en general en una parte del Reino Unido que no quiso salir de la Unión Europea y que sigue siendo formando parte de Europa.