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Virginia Woolf en España: del desdén al entusiasmo

Un volumen de Nórdica compila los diarios y cartas de la autora de ‘Una habitación propia’ sobre sus viajes por Europa y refleja cómo cambió su idea de nuestro país

Virginia Woolf en España: del desdén al entusiasmo

Virginia Woolf sentada en un sillón en Monk's House. | Wikimedia Commons

Los británicos, que inventaron el turismo moderno, proyectaron también desde bien pronto las dos posturas básicas hacia el viaje: el entusiasmo y la indiferencia. En los tiempos del Grand Tour, cuyas paradas principales eran Francia e Italia (luego Suiza), convivieron y hasta coincidieron estos dos enfoques desde el siglo XVIII. 

La bandera de la indiferencia y hasta la hostilidad la levantó Tobias Smollett. «Aborrezco la comida francesa y no soporto el ajo», escribió en sus Viajes por Francia e Italia (1766), donde también alertó de que, en caso de acoger a un francés, éste «corresponderá a su generosidad galanteando» a la esposa, las hijas y las sobrinas y, en último caso, a la abuela. Al puntilloso Smollett replicó Laurence Sterne con su Viaje sentimental (1768). Allí, con fina ironía, replicaba a los nacientes haters del turismo, viajeros puntillosos y con aires de superioridad como Smollett, que la clave de un buen viaje residía en «conservar la calma y el humor desde el principio hasta el final». Parece ser que Smollett y Sterne coincidieron en Milán. El segundo vio al primero como un tipo «aquejado de melancolía e ictericia y todo cuanto vio quedó descolorido y distorsionado en su memoria». 

Portada del libro

Con las adaptaciones obvias, estas dos posturas turísticas han sobrevivido hasta la actualidad. Sin ir más lejos, en 2018, una turista británica denunció a su agencia de viajes local porque en Benidorm había «demasiados españoles». Frente a esta postura gregaria y tan victoriana, existe otra línea de viajero, inspirada en Gerald Brenan, en el caso de España, que busca ante todo la inmersión y el exotismo, incluso donde ya no lo hay. 

En los viajes de Virginia Woolf por España, tres en total (1905, 1912 y 1923), es posible encontrar indiferencia, quisquillosidad y hasta aires de superioridad, pero también, curiosamente, el más desmedido entusiasmo. Dicen que el buen viaje reside no tanto en el destino como en la compañía o el estado de ánimo, algo que podría explicar los vaivenes de la Woolf en su concepción extrema de España, que queda reflejada en el volumen De viaje, editado por Nórdica con una selección temática de las cartas y diarios de la autora. 

La Woolf entró en España por primera vez el 8 de abril de 1905 por la frontera de Badajoz. Venía de Lisboa, ciudad a la que prodiga cálidas palabras («amplia, brillantemente blanca y limpia»), pero ya antes, en el ferry, había vislumbrado la costa española, presumiblemente gallega: «Una costa magnífica, romántica, heroica, como una nariz muy aquilina». A Virginia, a la sazón soltera y de 23 años, le acompañaban su hermano Adrian y tres libros sobre nuestro país: La Biblia en España. Gitanos en España, de George Borrow, una gramática española y la omnipresente guía Baedeker, la Lonely Planet victoriana. 

Virginia Woolf. 1927. | Wikimedia Commons

El ingreso por Badajoz no es especialmente memorable: hace un «sol fuerte» y el tren recorre campos sin árboles hacia el sur por un paisaje que «no era bonito»; sin duda, la Tierra de Barros. Con todo, refleja la todavía escritora sin obra, «Extremadura y Andalucía, ¡qué nombres espléndidos!». Del esplendor de Sevilla, sobre el que existe un consenso bastante amplio en la comunidad viajera, no encontramos trazas en los diarios y cartas de Virginia. Sus palabras hacia la ciudad son, cuando menos, tibias, y cuando más, desencantadas. La Woolf y su hermano llegan en plena primavera hispalense aunque, curiosamente, les persigue la lluvia. De la catedral, dice que es bonita pero «elefantiásica» y que «no ha cumplido mis expectativas»; de la Iglesia de la Caridad consigna que «no era muy interesante»; y tampoco tiene más que palabras meramente descriptivas para la Giralda y la Casa de Pilatos. 

Su imagen de los locales no es la más halagüeña: se queja de los bichos que «se carcajean» de la mosquitera de su cama; y de la famosa simpatía sevillana: «La gente se hizo inaguantable, ya que creían necesario ser amistosos y habladores». Tampoco muestra interés por la célebre Semana Santa local: «Aquí la gente se prepara para la fiesta. Han colocado enormes figuras de cera en la catedral –no concibo por qué- y están levantando estrados». También hay carteles de corridas de toros por doquier, «me alegro de que nos lo perdamos». «Lo más interesante de Sevilla son las calles», puntualiza. Y añade con paradójica flema: «No lamentaré moverme, aunque he disfrutado de esto». 

Granada no despierta comentarios tan negativos pero tampoco es posible leer un entusiasmo decidido por la ciudad que descubrió Washington Irving para la angloesfera. Tampoco aquí encontramos pasión por España, de cuyos hoteles en general se queja y de la que se despide sin nostalgia: «Dejamos con alegría Badajoz».  

Frente a la puntillosidad con que refleja el primer viaje, el mayor de los entusiasmos se apodera de Virginia Woolf en sus otras dos visitas (1912 y 1923). Las circunstancias son bien distintas, especialmente la compañía. En el viaje de 1912 se encuentra en plena luna de miel con Leonard Woolf, con quien regresará a España 11 años después. Sea por amor a la compañía o la evolución en la mirada a de la artista, las palabras vertidas en sus diarios y cartas no pueden ser más distintas a las de su primer tour. 

«Sin duda este es el mejor país que he visto nunca», escribe a Katherine Cox desde Zaragoza. En su luna de miel atraviesa España bajo el inclemente calor español: «El único defecto que hemos encontrado a nuestro viaje es que hacía mucho calor en Madrid y Toledo, y que estos cielos meridionales son invariablemente azules». Con todo, Virginia se confiesa seducida por España: «Creo que es, con mucho, el país más magnífico que he visto nunca, y planeamos comprar una mula española».

Once años después, desde Murcia, revalida los votos: «No hay país más encantador», le escribe a su amiga y amante Vita Sackville-West. En aquel viaje de 1923, vía París, Leonard y Virginia visitan Madrid, donde, sorprendentemente, se muestra interesada y hasta entusiasta con la Semana Santa: «Había un gran festival religioso en Madrid e imágenes disecadas de gran belleza (emocional, no estética)». Leonard y Gerald Brenan acuden a los toros; a diferencia de su visita en 1905, Virginia evita palabras de condena hacia la Fiesta.  La pareja visitó Granada y Las Alpujarras junto a Brenan, «un inglés loco que no hace nada, salvo leer en francés y comer uvas».

La escritora incluso fantasea con la plácida vida del rico inglés en tierras meridionales: «No quiero volver a las comidas con carne, los criados y los teléfonos». Sus descripciones de España son ahora vivas y coloridas, contrastando con el laconismo de buena parte de sus diarios y cartas. Retrata a los viejos jugando al dominó, las bandas de música, su balcón murciano «sobre los limoneros y naranjos, con las montañas detrás y todo tipo de colores y matices que cambian constantemente». Todo, parece, se confabula para que el enamoramiento de España sea completo. En una carta a Vanesa Bell desde el Carmen de los Fosos en Granada, lo resume de este modo: «Es tan grande el éxtasis de tener buen tiempo y color, sensatez y buen humor general».

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