La misteriosa rebeldía de Katharine Hepburn veinte años después de su muerte
Su calidad interpretativa y su perfecta declamación contribuyeron a que se hiciera con el Óscar a la mejor actriz
Es la actriz que más premios Óscar ha obtenido en la historia, su determinación hizo que se impusiese a un Hollywood que sometía a sus criaturas y su estética, rayana en la androginia, hizo plantearse quién era en realidad Katharine Hepburn.
Este mes se cumplen veinte años de la desaparición de la actriz (el 29 de junio de 2003) y todavía son muchas las claves de su vida que son desconocidas.
Katharine Houghton Hepburn nació en 1907, en el seno de una familia acomodada de Hartford (Connecticut). Segunda hija de seis hermanos, sus padres combinaron la férrea disciplina con un liberalismo extraordinario, enseñando a sus hijos el valor de la libertad, la sexualidad y la actividad física.
Su vida giraba en torno a su hermano Tom, mayor que ella, quien alentaba su temprana vocación artística. Cuando este se suicidó, la vida de la actriz cambió de forma radical: con catorce años se plegó sobre sí misma, rehusó todo contacto social y se prometió no volver a amar.
Siete años más tarde, tras graduarse en la universidad, contrajo matrimonio con Ludlow ‘Luddy’ Ogden Smith, aunque en su fuero interno quería ser actriz y no acomodarse a una vida en el hogar.
La pareja se trasladó a Nueva York, donde Hepburn despuntó en el teatro. Pese a los incipientes fracasos, pronto llegó Broadway, donde su rol de Antíope en The Warrior’s Husband sedujo a Hollywood. Reclamada por el director John Ford para una prueba de cámara, su viaje hacia el Oeste supondría un punto y aparte en la vida del matrimonio. En 1934 se divorció de Luddy.
Una nueva estrella había nacido.
Del Óscar al «veneno para la taquilla»
El implacable arresto de Hepburn consiguió llamar la atención a un Hollywood pre-code –es decir, el periodo comprendido entre finales de los años veinte, cuando se introdujo el sonido, y la aplicación del Código de Producción de Películas, que censuraba qué no debía verse en pantalla–.
La industria vivía consagrada a unas mujeres frías, esbeltas y, en lo privado, rupturistas. Era el Hollywood de Marlene Dietrich y de Greta Garbo, con quienes Hepburn fue comparada en innumerables crónicas. Su porte atlético, su calidad interpretativa y su perfecta declamación contribuyeron a que se hiciera con el Óscar a la mejor actriz por su segunda película, Gloria de un día (1933, Lowell Sherman).
En menos de cuatro años, Hepburn había conquistado la RKO, estudio para el que trabajaba, a pesar de su lenguaje malsonante, su atuendo masculino, su negativa a hablar con la prensa y su total desapego por el estrellato made in Hollywood. No era una actriz al uso ni se comportaba como tal. Era indomable. Incluso John Ford permitía que dirigiera alguna escena y le imitase a sus espaldas. Hepburn era implacable y sus primeros papeles, también.
Con todo, esta primera etapa de esplendor adoleció de fugacidad. En 1933 regresó al teatro con The Lake, lo que supuso una nefasta experiencia. A las malas críticas se sumó el recelo de Hollywood, que veía con malos ojos que su estrella fracasara sobre las tablas.
Tras Damas del teatro (1937, Gregory La Cava) y La fiera de mi niña (1937, Howard Hawks), ambas ruinosas para la RKO, el estudio procedió a cederla –un paso necesario para que los empleados de un estudio, incluyendo intérpretes, pudiesen trabajar en producciones de otros–, en un intento de que la actriz trabajase en otras partes y no los condujera a la bancarrota con más fracasos.
Este fue el paso previo a que la Asociación de exhibidores independientes de Estados Unidos la tildase de veneno para la taquilla, en un listado que también incluía a Marlene Dietrich, Fred Astaire, Mae West, Joan Crawford y Greta Garbo. El cine de los treinta había desaparecido y la actriz debía reinventarse.
El ave fénix
Los cuarenta fueron la década de la sofisticación, de la exuberancia, de la guerra y de las pin-up girls. Triunfaban Rita Hayworth, Jean Harlow, Bettie Page o una joven Marilyn Monroe, cuyo perfil distaba mucho de parecerse al deportivo y rectilíneo de Katharine Hepburn.
Pese a ello, una exitosa obra que había interpretado en el teatro la devolvió a Hollywood: Historias de Filadelfia (1940). Dirigida por George Cukor y escrita por Philip Barry, la historia de Tracy Lord elevó a la actriz a cotas inimaginables. Hepburn volvía a estar en Hollywood.
Tras el éxito de Cukor, la actriz pudo, ya en el estudio Metro Goldwyn Mayer, cumplir el sueño de trabajar con su admirado Spencer Tracy, ganador de dos premios Óscar.
Juntos rodaron nueve películas y se convirtieron en la pareja más deseada delante y detrás de las cámaras. Si bien el amor por Tracy la alejó del cine durante los cincuenta y sesenta (el actor enfermó gravemente a causa de su adicción al alcohol y Hepburn le cuidó con arrojo), en 1967 rodaron con Stanley Kramer el testamento cinematográfico del actor, Adivina quién viene esta noche, tras la cual Tracy falleció.
A partir de entonces, Hepburn renació, obteniendo gran parte del triunfo que la haría inmortal.
Ingobernable como en su juventud, la intérprete se impuso a un sistema no escrito en el que las actrices tienen caducidad. Ganadora de tres Óscar con más de sesenta años por su participación en Adivina quién viene esta noche (1967), El león en invierno (1968) y En el estanque dorado (1981), estos galardones rubricaron una vida dedicada a la actuación.
La joven indómita dejó para la posteridad una cincuentena de películas inolvidables en las que rara vez, pese a las apariencias, impuso su voluntad. La práctica totalidad de sus personajes se sometían a un orden establecido en el que la mujer siempre se plegaba ante el hombre, algo que escenificó con Spencer Tracy, pero no únicamente.
La generalidad de sus roles acaban por sufrir una suerte de «adiestramiento», tal como se muestra en Doble sacrificio, La mujer del año, La costilla de Adán, Historias de Filadelfia y, especialmente, Sangre gitana, en la que afirma: «el hombre que yo quiera debe […] obligarme a hacer su voluntad, incluso amenazarme si no; no deberá aguantar mi temperamento ni mis caprichos, deberá cuidar de mí y ser mi dueño».
En lo personal, el amor hizo que su vida tuviera más de secundario que de protagonista, llegando a posponer su carrera y su libertad en aras de su relación con Tracy. Como ella misma indicó: «Comíamos lo que a él le gustaba. Hacíamos lo que le gustaba. Vivíamos la vida que él quería. Esto me proporcionaba un gran placer: la idea de que estaba complaciéndole».
Así fue la vida de la gran rebelde de Hollywood, una actriz a la que seguimos sin conocer veinte años después de su desaparición.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.