'Godland', una aventura espiritual por la Islandia más indómita
Visualmente apabullante, la película, que se estrena este viernes, narra la peripecia de un joven en un entorno bello y hostil
Al contemplar el sobrecogedor paisaje volcánico islandés, con una erupción activa a lo lejos, uno de los personajes de Godland (tierra de Dios) afirma: «Es terriblemente hermoso». Otro le corrige: «Es terrible y hermoso». Ambientada en el siglo XIX, la película narra el largo y duro periplo de un joven pastor protestante danés al que su obispo ha enviado a Islandia, entonces perteneciente a la corona danesa. En el viaje lo acompañan un pequeño grupo de lugareños con caballos y un traductor, ya que él no habla islandés. Deben atravesar la isla hasta un pequeño asentamiento de colonos de la metrópoli en el que van a construir una iglesia luterana.
El religioso deja testimonio de su recorrido y de las personas a las que conoce tomando fotografías, entonces un arte incipiente que requería largas exposiciones en las que la persona que posaba debía permanecer inmóvil para evitar salir borroso. Al principio de la película, una nota nos explica que se inspira en un puñado de daguerrotipos que se encontraron en una maleta y que son las primeras imágenes conservadas de esa parte de la costa. En realidad, tal como ha reconocido a posteriori el propio director en algunas entrevistas, esta historia es inventada, un juego para seducir al espectador (como ya hicieron los hermanos Coen, que ponían al principio de Fargo que estaba basada en una historia real, lo cual no era cierto).
El formato de pantalla de Godland, cuadrado y con las esquinas redondeadas, imita al de las viejas fotografías. La película es visualmente apabullante. Logra captar la agreste desnudez de los parajes en que transcurre y transmitir las sensaciones de frío, humedad, lluvia sobre el rostro, cansancio y desesperación. El clima es severo, el entorno bellísimo pero hostil, y el pastor se siente cada vez más aislado porque no habla el idioma de sus acompañantes y en un momento del viaje pierde a su traductor.
Viaje iniciático
Cuando por fin logra llegar al asentamiento y es recibido por su anfitrión, un viudo danés que vive allí con sus dos hijas, este le pregunta por qué ha atravesado la isla pudiendo haber venido directamente en barco. Él responde que quería conocer el lugar en el que iba a predicar a sus futuros feligreses. Sin embargo, en el periplo también se conoce a sí mismo: sus flaquezas, sus miedos. Joven sin apenas experiencia y guiado por unos códigos morales muy rígidos, el pastor se ve desbordado por ese paisaje «terrible y hermoso», por el carácter huraño de sus pobladores y por el sustrato pagano de asoma en las leyendas locales. La creciente incomunicación lo ensimisma y lo lleva al borde del abismo de la locura. Acaso él entienda su recorrido como un rito de paso que debe afrontar para poner a prueba su fe y su fortaleza. El viaje que emprende es físico, pero también espiritual e iniciático.
Conforme avanza la trama, el comportamiento del protagonista es cada vez más errático y siente que lo acosan las tentaciones: la violencia, la carnalidad, el pecado. El personaje está muy convincentemente interpretado por Elliot Crosset Hove, cuyo rostro huesudo y anguloso y ojos saltones hacen muy creíble el deterioro físico y mental del religioso. Su némesis es el hosco guía local al frente de la expedición, al que da vida un impresionante Ingvar Eggert Sigurdsson. Este actor ya había trabajado en la anterior película del director, Un blanco, blanco día (2019), un thriller desasosegante sobre un policía retirado que, al quedar viudo por la muerte accidental de su esposa, empieza a sospechar que ella lo engañaba con otro hombre y trata de averiguar la verdad.
Godland es la cuarta película del cineasta Hlynur Pálmason y la segunda que se estrena entre nosotros. Un blanco, blanco día y esta comparten el tono grave, la fuerza visual de los entornos en los que se desarrollan, la puesta en escena austera y el ritmo parsimonioso. Godland dura dos horas y 20 minutos, un metraje probablemente excesivo, y su narración es tan sobria y despojada que en ocasiones no se acaban de entender algunas reacciones de los personajes. Pero por encima de esto, emerge la brutal belleza de sus planos. Cuando, por ejemplo, el grupo de viajeros atraviesa un río crecido, uno de los caballos tropieza y alguien acaba ahogándose, el espectador siente el frío de las aguas, la amenaza de una naturaleza imponente, la soledad de esos hombres en medio de la nada. Y lograr transmitir estas sensaciones es muy meritorio.
Horror y fe
El protagonista, apabullado por el entorno, que se cuestiona sus apriorismos y ve cómo se derrumban sus defensas, conecta la película con grandes títulos como La misión de Roland Joffé, sobre los misioneros jesuitas en el Amazonas del imperio español. O como Silencio de Martin Scorsese, sobre unos jesuitas portugueses que desembarcan clandestinamente en el Japón del siglo XVII, entonces cerrado al mundo y en que las religiones extranjeras estaban prohibidas. El tono austero y la relevancia del paisaje emparenta también a Godland con Jauja de Lisandro Alonso, protagonizada por Viggo Mortensen en el papel de un danés en la yerma y magnética Patagonia argentina. Y los parajes islandeses la conectan con el hamletiano drama vikingo de venganza de David Eggers El hombre del norte, en la que lo atávico y la energía telúrica de la naturaleza traspasan también la pantalla.
Godland deja clara la diferencia entre el mundo civilizado que el joven religioso deja atrás y el indómito territorio islandés, con sus volcanes activos. Contemplamos la belleza deslumbrante de una cascada, pero también el cadáver de un caballo a la intemperie que se va descomponiendo. La belleza y el horror conviven en este mundo que reta a la fe.
De las dos hijas del anfitrión del pastor, la mayor -con la que este mantiene una titubeante relación- creció en Dinamarca y desea volver allí. La pequeña -interpretada por la hija del director- ha crecido ya en Islandia y está conectada con esa tierra primitiva, salvaje y pagana. Es ella la que, tras un acto de violencia sacrificial, cierra la película en un largo plano «terrible y hermoso».