Arnau Pons revive la iluminada crueldad de Antonin Artaud
El poeta y ensayista revive la figura del dramaturgo analizando su imaginario tomando como inicio dos de sus retratos
Hay libros que son como un plato de degustación en un restaurante de alta cocina. Raciones pequeñas, mínimas, casi ridículas, que han pervertido el sentido natural del comer para homologarlo a la categoría artística. Te plantan delante de uno de esos primeros que indignaría a cualquier abuela y piensas que te están tomando el pelo. Que has pagado demasiado por una chorrada como esa. Pero, en fin, a lo hecho pecho y ya que vas a apoquinar qué menos que darle un bocado -mejor dicho, ¡el bocado! –, a ver a qué sabe la vaina. Súbito, el paladar se ve invadido por extrañas sensaciones que pasan del sabor a la emoción con la soltura con que un malabarista del Circo del Sol lanza motosierras al aire. Sientes que en ese discreto y definitivo bocado había ambición y ansiedad, que son los ingredientes del verdadero arte. La estafa de la cantidad queda, al menos si se tiene buen gusto, compensada por lo sabroso de la tarascada.
Artaud, cruz entre dos rostros, de Arnau Pons, y editado por H&O, es ese servicio de alta cocina. Un aperitivo escueto que se engulle de una tacada, dejando el poso de una explosión de reflexiones que inundan el paladar hasta colmarlo. El librito está compuesto de dos textos breves escritos por el poeta y ensayista de Felanitx, en relación con el icono del teatro de la crueldad francés. Un primer ensayo sobre la autocorrección (no entendida en su sentido habitual) y la purga de las pasiones criminales de Artaud, y un segundo sobre la sexualidad dualista del dramaturgo galo buceando en uno de sus ensayos históricos: Heliogábalo o el anarquista coronado.
«Lo interesante de usar a otros es convertirlos en una muleta para saltar más alto sobre los argumentos propios. Todo lo demás es un ejercicio que, o bien roza el plagio, o la simple masturbación con mano ajena»
No se inquieten si se lían. Artaud y Arnau son dos nombres que se parecen, y hasta hay apartados del ensayo del segundo sobre el primero que encuentran similitudes narrativas. Pero aunque se confundan, debo decir que las palabras de Arnau, más que versar descriptivamente sobre Artaud, emplean al personaje y sus textos como excusa para hablar de lo que él desea. Por cierto, una de las cualidades de los buenos ensayos. Para saber lo que cuenta un pipiolo, siempre queda leer su obra o, como último recurso, la Wikipedia. Lo interesante de usar a otros es convertirlos en una muleta para saltar más alto sobre los argumentos propios. Todo lo demás es un ejercicio que, o bien roza el plagio, o la simple masturbación con mano ajena.
Si atacamos el primer texto hay un hecho que salta a la vista, como un cuerpo despampanante que somete la mirada nada más entrar en una habitación. La obra está escrita en dos idiomas. Mejor dicho, traducida. En la página izquierda, tenemos el original en francés. En la página derecha, su traducción de recibo al español. Entiendo que la editorial podrá justificar este hecho en una conquista de los puristas que desean comparar la calidad de la traducción, o guardar la esencia del texto, aunque yo me decantaría más por una cuestión comercial. Si el libro ya es escueto de por sí, resultaría casi ridículo sin las 30 caras que añade la versión original. Una especie de guarnición para que el comensal no se quede con hambre. Aunque, en este caso, sea una de esas mus emulsionadas 90% oxígeno (salvo para los francófonos, claro).
«Terminará convertido en un maldito al que su gesto de protesta empuja hasta la degradación de la lengua y la moral asumida»
Arnau basa los principios de sus reflexiones en dos retratos de Artaud. El primero, una fotografía tomada en 1930. El segundo, un autorretrato fechado en 1946. De ese tránsito facial, el ensayista exprime toda una serie de reflexiones que bucean en la mirada del dramaturgo francés. Una expresión que, dirigiéndose directamente a quien la mira, pasa de una suerte de relámpago extraviado, pero lúcido, en la fotografía, a una rabia tentacular trastornada en el autorretrato. 16 años separan al Artaud de delirio incipiente que se reconoce en su irreductible yo, al «loco incómodo pero codiciado en su locura», como dice Arnau Pons, que terminará convertido en un maldito al que su gesto de protesta empuja hasta la degradación de la lengua y la moral asumida.
Este último es el Artaud que más ha sobrevivido en el imaginario literario. El Artaud que se encapricha de afirmaciones como: «Si en algún lugar hay prejuicios, hay que destruirlos», que escribió El teatro y su doble (1938) o el delirante y genuino Van Gogh, el suicidado por la sociedad (1947) y asumió, como cita Arnaud en su ensayo, que: «El teatro es el cadalso, la horca, las trincheras, el crematorio o el manicomio/ La crueldad: los cuerpos masacrados».
El primer texto en este libro es una elegante aproximación a las entrañas de un autor tan citado en ciertos círculos como incomprendido. O, al menos, banalizado. Pues Artaud, en palabras de Pons: «Se convirtió en el portavoz de los excluidos de la vida». Un eslogan que convence a muchos pero que muy pocos están dispuestos a llevar a sus últimos términos. No resulta fácil, lejos de una admiración con perímetro de seguridad, flirtear con el ideario de Artaud. Una filosofía que se acomoda en afirmaciones tan lacerantes como: «el fondo del dolor soy yo; el cuerpo comienza ahí donde comienza el dolor. Quien, en efecto, durante la tortura se siente vencido por el dolor, percibe su cuerpo de un modo totalmente novedoso. (…) El torturado que aúlla de dolor es solo cuerpo y nada más»
Y es que así es Artaud, y así nos lo presenta Pons; un ente provocador, un desubicado que se encuentra a sí mismo en la locura más onanistas. Quizás, un ser un tanto masoca que escudriña la autonomía en el descarrilamiento. Como dice Artaud, citado por Pons en el libro: «Mi manera es volver del cristo para ir al anticristo y cuando llegó revolverme en él, contra él, para afirmar la verdad sin cristo ni anticristo». Porque Artaud es un revolucionario inherente. El fruto de una podredumbre enterrada. Esa capacidad para la desviación es lo que lo atrajo a la figura de Heliogábalo, protagonista de su ensayo Heliogábalo o el anarquista coronado, y objeto de estudio por parte de Arnau en el segundo texto.
«En ese camino disruptor es donde Artaud ve a un rey anarquista, pues todo enemigo público del orden es un enemigo del orden público»
Arnau Pons ve en la figura del controvertido emperador romano Heliogábalo un símil de Artaud. Un sujeto disfuncional que, como dice el dramaturgo francés: «se encontraba en la mejor posición para reducir la multiplicidad humana, y conducirla por medio de la sangre, la crueldad, la guerra, hacia el sentimiento de la unidad». Heliogábalo transformó Roma dominado por su egolatría. Flirteo con la transexualidad, rindió el senado a ritos orgiásticos y se encaminó por decisiones caprichosas que alteraban el equilibrio de poder. En ese camino disruptor es donde Artaud ve a un rey anarquista, pues todo enemigo público del orden es un enemigo del orden público y, por tanto, crea y hace efectiva su propia ley. Pons, escarbando bajo esta admiración, desvela cierta coincidencia entre el Heliogábalo de Artaud y Hitler, que Artaud no abraza pero del que sí parece extraer una cierta admiración. Sin ir más lejos, Pons nos especifica que: «Por su parte, Artaud también se disponía a preparar sus fábricas del hombre nuevo, no sin acudir igualmente a los colores de la sangre, las heces negras y el esperma (como en la bandera nazi)».
Artaud, cruz entre dos rostros es, en definitiva, un gustoso mazazo de frases a tatuar que no por su desorientación ven debilitada su fuerza. Arnau Pons desentraña a un hombre, a un poeta-loco, un páramo de fantasías luciferinas, para desafiar preconcebidos morales y creativos. Eso sí, sin tomar partido. Pons es aquí más un retratista afilado que un creador bruto. Lo cual no adelgaza la originalidad de su prosa y el placer de su lectura, que si bien breve (excesivamente, a mi parecer), no es ligera en potencia argumental.
En cuanto a Artaud, no creo que sea necesario haber buceado en la obra del creador del teatro de la crueldad para degustar este libro. Es más, me parece un buen entremés para avivar la curiosidad en los tibios corazones de quienes, precavidos pero dispuestos, se vean con fuerza para saltar sobre los pensamientos y versos de un autor, Antonin Artaud, que ambicionó un arte tan ‘absoluto’ que quiso escarbar en las dolencias de la crueldad y en los astros laberínticos de la desquicia.
Sea como fuere, no puedo sino recomendar vivamente su lectura. Sean cuales sean las consecuencias…