La crisis de los misiles de Cuba: al borde del Armagedón
Belicosidades aparte, la posibilidad de una invasión de Cuba no se limitó al planteamiento teórico
En 1964 se estrenaron dos películas americanas que imaginaban el apocalipsis nuclear. Tenían planteamientos similares, pero también una notable diferencia. El punto de partida argumental era muy parecido: por error técnico o locura humana se asignaba a los bombarderos con bombas atómicas objetivos en la Unión Soviética y después resultaba imposible desactivar la orden. Las dos cintas optaban además por el blanco y negro y una estética de documental que daba mucho realismo al asunto. Una de ellas, Punto límite de Sidney Lumet, era un drama: la detección errónea de un aparato hostil ponía en marcha un ataque que no se lograba anular por completo. Uno de los aviones se dirigía irremediablemente a bombardear la capital enemiga, con lo que el presidente americano se veía forzado a ofrecer una horripilante contrapartida para evitar la guerra total. La otra, ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú de Stanley Kubrick, era más osada, porque tenía un tono de comedia negra, muy negra. Aquí también había un bombardero cuya orden de ataque resultaba imposible revocar. Solo que en este caso el origen del desbarajuste era un general enloquecido, convencido de que los comunistas estaban contaminando el agua del grifo para provocar la impotencia de los hombres americanos. No me consta que el cine soviético produjese jamás alguna película similar. Cosas de la censura y un detalle que deja clara la superioridad del mundo libre.
La coincidencia de estos dos títulos en 1964 no fue casual. Era una respuesta del cine a la alarma creada por la crisis de los misiles de Cuba que, en octubre de 1962, tuvo en vilo al mundo entero durante trece días de máxima tensión entre las dos superpotencias. Fue sin duda el momento más crítico de la Guerra Fría, porque se rozó el apocalipsis nuclear (España, por cierto, vivió otro episodio de infarto, con un toque de esperpento, cuando un bombardero B-52 americano colisionó accidentalmente durante un repostaje en vuelo y dejó caer cuatro bombas termonucleares sobre Palomares. No estallaron, porque no estaban activadas, pero una de ellas, que se hundió en el mar, costó Dios y ayuda encontrarla).
Los tensos días de octubre de 1962 son ahora objeto de un libro minucioso y de lectura trepidante: La crisis de los misiles de Cuba 1962 (Crítica) del británico Max Hastings, cuyo título original, Abyss (abismo), define muy bien la situación, aunque la edición española ha optado por eliminarlo y convertir el subtítulo en título. Como historiadores capaces de combinar rigor y amenidad, los británicos son imbatibles. ¿Quién puede superar los libros sobre la Segunda Guerra Mundial de Antony Beevor? ¿Quién ha escrito mejor sobre el mundo de los espías que Ben Macintyre? Max Hastings, periodista, corresponsal de guerra y director de dos periódicos -el Daily Telegraph y el Evening Standard-, juega en esta liga. Sus libros sobre la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Corea y la de Vietnam son estupendos. Ahora aborda la crisis de los misiles, entendida como una estratégica partida de ajedrez entre dos líderes políticos, en la que las piezas sobre el tablero eran armas nucleares.
«Las voces de los ciudadanos de a pie permiten palpar la muy real angustia que se vivió. Hubo quien creyó que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina»
El autor se toma su tiempo para poner al lector en antecedentes, con episodios como el desaguisado de Bahía de Cochinos, y después perfila a los tres líderes implicados: Nikita Jrushchov, John F. Kennedy y Fidel Castro, a los que suma los asesores de cada uno de ellos. Presta especial atención a los de Kennedy, sobre los que hay más información directa (memorias de los propios implicados) e indirecta.
Además, Hastings completa el panorama incorporando las reacciones de los aliados de la OTAN (en especial del británico Harold Macmillan) y diversos testimonios de cómo vivió la gente de la calle esta situación en los tres escenarios principales: Cuba, Estados Unidos y la Unión Soviética. Esta última incorporación es interesante, porque en ocasiones al análisis histórico tiende a la frialdad de los datos y las fechas. Las voces de los ciudadanos de a pie permiten palpar la muy real angustia que se vivió. Hubo quien creyó que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina. Hay que recordar que en los colegios americanos se hacían simulacros de actuación en caso de ataque y que el complemento arquitectónico preferido por la gente no era una piscina en el jardín sino un búnker en el sótano.
La crisis de los misiles como tal se inició el 15 de octubre de 1962 y se cerró el 28 de ese mismo mes. Hubo al menos dos incidentes -el día 27, el llamado «sábado negro»- que estuvieron a punto de desencadenar el desastre. Una de las cosas que explica Hastings es que lo que más temían los estrategas de ambos bandos no era que uno de los líderes se recalentara y pulsara el botón nuclear, sino que alguno de los mandos sobre el terreno no fuera capaz de soportar la presión y cometiera un desliz fatal.
Tras el triunfo de la revolución cubana en 1959, después de unas primeras promesas de no alineamiento, Castro se lanzó en brazos de los soviéticos. Los americanos tenían información desde septiembre de 1962 de que los soviéticos estaban desembarcando misiles y tropas en Cuba, a solo ciento cincuenta kilómetros de la costa este americana. Pero en un primer momento se creyó que los misiles eran tierra-aire, defensivos, y que el número de soldados era reducido. Kennedy se mostró de entrada reticente a tomar medidas, porque temía que los soviéticos pudieran replicar tensionando más la situación de Berlín. Pero todo cambió el 15 de octubre, cuando las fotos tomadas por uno de los aviones espía U-2 mostraron que los misiles que se estaban instalando no eran defensivos y al día siguiente se confirmó que tenían capacidad de llevar cabezas nucleares. La respuesta acabó siendo el bloqueo naval de la isla y una creciente tensión a medida que los cargueros rusos con nuevas remesas de armamento nuclear se acercaban a Cuba.
«Cuando la resolución de la crisis se negocie entre rusos y americanos, Castro se sentirá postergado y traicionado»
En el análisis que hace Hastings de los líderes que tuvieron que encarar la crisis, el único que sale bien parado es Kennedy. De Jrushchov dice que «era un oportunista. El líder soviético justificó algunas de sus apuestas más peligrosas citando a Lenin, que a su vez citaba a Napoleón: ʻUno se lanza al combate y después ya ve qué hacerʼ». Castro tampoco sale bien parado. En el libro se relata una escena en la que acude a la embajada soviética y lanza uno de sus discursos inflamados, asegurando que él -y con él su pueblo- está dispuesto a sacrificarse y morir antes que ceder. El discurso inquieta al embajador, que no tiene claro si es una de sus arengas patrioteras o el hombre habla en serio. Después, cuando la resolución de la crisis se negocie entre rusos y americanos, Castro se sentirá postergado y traicionado.
Kennedy logra mantener la cabeza fría, presiona cuando tiene que presionar, pero evita que la escalada llegue a un punto de no retorno. Y lo hace pese a estar rodeado de halcones, sobre todo entre sus asesores militares, que se inclinaban por atacar la isla porque consideraban que eran militarmente superiores y podían vencer a cubanos y rusos con un número asumible de bajas. Lo más inquietante es que el «oportunista» Jrushchov también era consciente de que la superioridad americana era un hecho, pese a lo cual lanzó su provocación, confiando en que sus adversarios no se atreverían a dar el paso de provocar una tercera guerra mundial.
Entre los asesores militares de Kennedy, uno de los más belicosos era el Curtis LeMay, el general al mando de la Fuerza Aérea, un tipo duro que mordisqueaba un enorme puro (si me permiten el apunte, el personaje de George C. Scott en Teléfono rojo es una clara parodia de este personaje). Belicosidades aparte, la posibilidad de una invasión de Cuba no se limitó al planteamiento teórico: en las bases de la costa sureste americana se hizo discreto acopio de combustible y las tropas estaban listas para embarcar.
«El presidente americano se tomó la molestia de responderle con contundencia: ‘Creo que haría bien en dirigir su atención al ladrón’»
Mientras la tensión crecía, los intelectuales se posicionaban y firmaban manifiestos. Hastings reproduce los telegramas del pacifista y antiamericano Bertrand Russell. El que manda a Jrushchov está escrito con lo que el autor califica de «una de las verborreas más serviles de la Guerra Fría». En cambio, se dirige a Kennedy en términos mucho más severos y acusatorios: «Su acción desesperada es una amenaza para la supervivencia humana». El presidente americano se tomó la molestia de responderle con contundencia: «Creo que haría bien en dirigir su atención al ladrón en lugar de a quienes han reprendido al ladrón».
Hubo dos momentos especialmente críticos: el primero cuando los soviéticos derribaron un avión espía americano, cuyo piloto falleció. El segundo cuando un submarino ruso atrapado por el bloque naval americano empezó a tener problemas de oxígeno, pero temía emerger a la superficie. Por lo que cuenta Hastings, el suboficial político a bordo y otro subalterno lograron calmar al nervioso capitán, que se mostraba dispuesto a lanzar un ataque.
Finalmente, el 28 de octubre, los barcos soviéticos dieron media vuelta y Jrushchov se comprometió a desmantelar las bases de misiles nucleares de Cuba. Kennedy fue quien, ante la opinión pública, salió victorioso. Pero el líder soviético no se fue con las manos vacías: aunque no se declaró de manera oficial, los americanos se comprometieron como contrapartida a retirar los misiles que habían desplegado en Turquía.
Cuando estalló la guerra de Ucrania muchos se acordaron de la crisis de los misiles de 1962. El libro de Hastings aparece en un momento muy oportuno, porque la historia puede enseñarnos algunas lecciones. La primera, que la Guerra Fría tal vez no ha terminado.