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Nuevas heroínas

«Es un problema morirse en estos tiempos de polarización, de pelea encarnizada por apropiarse de todo, hasta de los muertos»

Nuevas heroínas

Nuevas heroínas. | Alejandra Svriz

Si nos llegan a decir hace sólo 20 años que María Teresa Campos o María Jiménez, a la hora de su muerte, iban a ser consideradas heroínas, iconos, referentes… nos hubiéramos echado las manos a la cabeza. No porque tengamos la menor duda de los valores que encarnaron, de su existencia ejemplar o de su carácter luchador -muy parecido, por otra parte, al de muchas de sus contemporáneas-, sino porque en vida más bien fueron criticadas que ensalzadas, relegadas a meros personajes del corazón. En cambio, ahora se las ha elevado a los altares del feminismo. Ya lo dijo Rubalcaba: «Los españoles somos gente que enterramos muy bien». 

No tendría nada de malo que fueran consideradas pioneras, adalides de la lucha de la mujer o el último calificativo rimbombante que nos hayamos inventado. Lo malo es que esa nueva forma de catalogar y enjuiciar a las personas opaca su obra, lo más importante de todo, lo más valioso que han dejado a su muerte, la razón por la que pudieron ser ejemplares en su tiempo y, sin la cual, no hubieran sido más que otro nombre de los que engrosan la fúnebre lista de muertos del día. 

María Teresa Campos fue probablemente la mejor comunicadora de televisión de las últimas décadas, aunque en su momento era considerada «la reina de las marujas», las únicas que veían la televisión por la mañana. Por cierto, que, aparte de sus propios méritos, le debía mucho -y ella no se cansó nunca de agradecérselo- a Jesús Hermida, gran descubridor  y encumbrador de mujeres periodistas. Cosa que no tiene nada de malo, por si a alguien le parece que la mención al papel de un hombre puede quitar protagonismo al de la mujer. A Hermida se le daba bien dirigir equipos de mujeres, como a George Cukor se le daba bien dirigir actrices. 

María Jiménez fue una de las grandes folclóricas de este país. Con un estilo particular. De ella se podría decir, como se dijo de su mentora Lola Flores, la frase apócrifa atribuida al New York Times:  «Ni canta, ni baila. No se la pierdan». Fue icono sexual en los setenta, musa del destape y carnaza para las revistas del corazón. Triunfó en un mundo que no era el suyo. Lo cual tiene más mérito, si cabe, porque venía, como tantos en aquella España, de la pobreza,  de una vida mísera, de fregar escaleras. Por si fuera poco, fue maltratada por su marido -se casaron tres veces-,  por un héroe nacional de entonces, conocido como Curro Jiménez. 

Maria Teresa Campos y María Jiménez tuvieron en común la lucha contra la enfermedad, la losa de la fama (sus aireadas relaciones con Bigote Arrocet y Pepe Sancho), su dedicación al trabajo… Pero llevaron vidas muy distintas. Unas vidas que se pretenden unir ahora como modelo de la lucha feminista.

Es un problema morirse en estos tiempos de polarización, de pelea encarnizada por apropiarse de todo, hasta de los muertos. Ya nos ocurrió recientemente con Almudena Grandes o con Fernando Sánchez Dragó. Sus obituarios se parecían más a la de dos políticos que a los de dos grandes figuras de la cultura española contemporánea. «Tener ideología no está prohibido a los artistas, al contrario es recomendable», decía sabiamente Miguel Ríos hace unos días. Pero un artista no puede ser solo su ideología.

Asistimos a una tendencia cada vez más generalizada de dar más importancia al artista que a la obra, de ocuparnos más de algunos aspectos de su vida que de su legado. Ocurre con los que se cancelan, ya sean Picasso, Woody Allen, o Plácido Domingo. Un determinado aspecto de su vida, por deplorable que sea, no puede arrebatarnos el producto de su genialidad. Y no digamos cuando se trata tan sólo de sospechas o infundios.

Se nos mide y se nos valora, a la hora de hacer balance en nuestra muerte, por nuestro comportamiento, en razón de nuestro sexo, género, afinidad o ideología. Como feministas o como machistas, como progres o como fachas. A nadie le importa lo que hayamos hecho. Se somete a los muertos a un juicio final en la Tierra, a una prueba de idoneidad de los cánones actuales. María Teresa Campos, gran profesional, María Jiménez, gran artista, parece que la han pasado. Aun a costa de relegar su obra al olvido.

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