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Cultura

Vernon Lee invade las librerías de España

Diversas editoriales de nuestro país reivindican a esta extraordinaria narradora y ensayista británica

Vernon Lee invade las librerías de España

Retrato de Vernon Lee por John Singer Sargent | Wikimedia Commons

Cuando se publican en poco tiempo varios libros de un mismo autor, es lógico que nos preguntemos a qué se debe. Puede ser que se haya convertido en popular gracias a la televisión, o tal vez una película de éxito se basa en uno de sus libros, o quizá es que le han concedido el Premio Nobel. O, ¿quién sabe?, puede haber sucedido lo peor:  que se acabe de morir. Pero si el autor en cuestión, como sucede con Vernon Lee, murió hace más de ochenta o noventa años, la explicación probablemente es otra. Tal vez han caducado sus derechos de autor, o quizá lo que sucede es que ha sido por fin apreciado como merecía por la caprichosa posteridad.

No sé si este es el caso, espero que sí, de Vernon Lee, de quien este año han aparecido al menos cinco libros en su traducción al castellano: Sobre el estilo (editorial Guillermo Escolar), La psicología de una escritora de arte (editorial Carpe Noctem), Mi vida estética (La Micro), Una mujer de mundo (El paseo) y Presencias (Duomo).

Los tres primeros son ensayos breves, el cuarto es una novela, del quinto confieso que no he sido capaz de encontrar información, ni siquiera en la página de la editorial, aunque aparece en catálogos de varias librerías. Supongo que es la traducción de Hauntings.

Hay que aclarar, antes de que algún lector o lectora me llame la atención, que Vernon Lee es el seudónimo de Violet Paget. En principio, entonces, deberíamos referirnos a ella como Violet Paget y no como Vernon Lee, siguiendo la iniciativa de devolver su nombre a las autoras que firmaron sus libros con un seudónimo masculino. Así lo ha hecho la editorial Seix Barral con varios títulos, y en el Reino Unido se lanzó recientemente una campaña llamada, Reclaim her name, que también publicó a las autoras con su nombre personal.

Sin embargo, la justicia de esta práctica está lejos de resultar evidente en todos los casos, como señala Leonor Dumbill: «Sus razones para elegir escribir bajo seudónimos fueron complicadas… Si elegimos anular estas decisiones, entonces estaremos eligiendo negarle a la mujer su capacidad de actuar. No estamos ‘reclamando’ nombres, sino imponiéndolos».

Así que me parece, pero puedo equivocarme, que es mejor seguir refiriéndonos a Vernon Lee con el nombre que eligió adoptar y mantener, incluso cuando todos los lectores ya sabían que se trataba de Violet Paget. Lori Brister también se muestra en contra de dictaminar sin más cómo se debe llamar a las autoras, así como de pontificar acerca de sus gustos sexuales, como cuando se dice que Lee era una lesbiana reprimida o fracasada, lo que no es muy diferente de los censores tradicionales que perseguían a cualquiera que se saliese de las normas establecidas y se metían bajo sus sábanas para descubrir sus secretos. Brister sostiene que Vernon Lee era más que un simple seudónimo  de Violet Plaget: «Era su identidad», y señala que, además, todos sus amigos la llamaban Vernie.

Portada del libro

La obra literaria depende de dos personas

Recuerdo con mucha claridad que lo primero que leí de Vernon Lee, en la adolescencia, fue un cuento en una antología de terror. Me llamó tanto la atención que busqué otros cuentos suyos aquí y allá, lo que entonces no era fácil. Probablemente, ese cuento era El fantasma enamorado.

Mario Praz, que la conoció personalmente, dijo que «la cualidad principal de esta escritora no es la erudición crítica sino la fantasía», lo que está muy bien, pero también parece un menosprecio a sus dotes como crítica. Es un juicio que sorprende porque, tras leer varios de sus ensayos, me parece obvio que Lee es extraordinaria como novelista y cuentista pero también como ensayista, aspecto en el que centraré esta reseña.

Henry James, en lo que parece ser un elogio, dijo de ella que era «un cerebro con ropas femeninas», y la propia Lee presume de ello en Psicología de una escritora de arte cuando describe de manera precisa y al mismo tiempo deliciosa su evolución estética y la transformación de su gusto. Primero pasó por una etapa en la que su gusto estético era una imitación de opiniones y dictámenes ajenos («un sentimiento prestado»), y más que en la belleza se sostenían en «la idea de belleza». Después vivió y abandonó una segunda etapa en la que creyó en la aparente autenticidad del gusto intuitivo y espontáneo. Finalmente, intentó descubrir el mecanismo secreto de nuestra subjetividad, centrada en el análisis de la forma, en la que una de sus influencias fue Giovanni Morelli, el creador del término connoisseur, quien, por cierto, también influyó de manera directa en Arthur Conan Doyle y en su personaje Sherlock Holmes, pues los métodos de Morelli pueden servir tanto para descubrir al autor de un cuadro como para identificar a un criminal al que confunden con otro, mediante la atenta observación de rasgos aparentemente menores, como las orejas. A través del análisis preciso de la forma, Vernon Lee buscó la necesaria conexión entre la obra de arte y la mente del espectador y se dio cuenta de que «no solo estaba analizando una obra de arte, sino más bien la percepción que tenía de ella». Según parece, en una cuarta etapa, influida por su compañera sentimental, Clementina Anstruther-Thomson intentó, no sé si con éxito, descubrir si la emoción ante el arte no provoca cambios fisiológicos, sino que son esos cambios los que provocan aquellas emociones.

Portada del libro

En esta misma línea, en Sobre el estilo, ensayo dedicado a la literatura, Lee señala algo que suelen olvidar los poetas espontáneos o intuitivos (que suelen ser malos poetas): experimentar una emoción no es lo mismo que trasmitirla, porque los destinatarios, los lectores del poema, no han experimentado o vivido el instante o la situación que ha provocado esa emoción en el poeta. Lee señala las dificultades a las que se enfrenta un poeta que quiere provocar en el lector emociones parecidas a las que él sintió, pero que sólo puede hacerlo con palabras que evoquen las circunstancias no vividas. En definitiva, dice: «Sea lo que sea que hagamos al escribir, estamos manipulando la conciencia del lector».

Todos conocemos la célebre sentencia de Buffon: «El estilo es el hombre», que parece guiar las mejores páginas de Sobre el estilo, cuando Lee intenta descubrir por qué podemos distinguir con tanta claridad un párrafo de Robert Louis Stevenson de otro de Henry James, o uno de Oscar Wilde de otro de Walter Pater, o que incluso nos permite percibir de algún modo el aire de familia, como podría decir el Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas, que distingue a un escritor francés de uno inglés, no sólo en su lengua original, sino incluso en su traducción al español.

Lee busca entender el estilo de estos escritores, pero no aludiendo al contenido, al alma, al espíritu o alguna etérea cualidad, como el aura de Benjamin, sino examinando la forma, del mismo modo que hace en el breve ensayo Diarios de galería cuando busca las claves que distinguen a cada pintor, a cada cuadro e incluso a reacciones de la misma persona ante un mismo cuadro en momentos diferentes.

Creo que son muy certeras sus descripciones de Stevenson: «Nos explica una emoción y esa emoción erige una visión determinada en nuestras mentes», y de Wordsworth: «Nos dice poco acerca de la naturaleza que está contemplando, aparte del carácter supremo de dicha contemplación».

Una mujer de mundo

En definitiva, Vernon Lee tiene muy claro que la obra literaria, mucho más que otras artes, depende de dos personas, la que habla y la que escucha, la que explica y la que entiende, el escritor y el lector, y por eso concluye: «La mente del lector está en la paleta del escritor”.

Entre las muchas reflexiones iluminadoras de estos breves ensayos de Lee, que son una incitación para leer sus grandes obras, como el Euphorion o Belleza y fealdad, rescato la idea de que, en contra de lo que se suele pensar, los adjetivos no añaden algo a los nombres, sino que «ciñen y restringen los posibles significados de un nombre». El adjetivo «azul», dice Lee, restringe las posibilidades imaginativas que nos ofrece el sustantivo «mar», pues nos dirige hacia una de las cualidades del mar, de un mar que se ve azul, descartando otras, como «agitado», «húmedo», o incluso otros colores.

También me parece muy acertado su juicio acerca de la novela Salambó, del buscador compulsivo del adjetivo perfecto Gustave Flaubert, que es sin duda una prodigiosa pieza de orfebrería, pero muy decepcionante, al menos, en mi caso personal, después de haber leído La educación sentimental. Dice Lee: «Debido a su enorme abundancia de adjetivos precisos y visuales, y a sus obvias elaboraciones y conclusiones, convierte los efectos pasajeros en atributos inmutables», pero, concluye Lee, mientras que Stevenson en El señor de Ballantree nos contagia de una agitación perpetua, en la novela de Flaubert «nadie parece estar haciendo nunca nada más que posar para esas ‘pinturas vivientes’ o como figuras de un gran ballet».

Esta reseña debería terminar con una descripción del estilo de la propia Vernon Lee. Debido a la brevedad de los textos que he comenzado a paladear, solo me atrevería a decir que Lee avanza como las ondas que forma una piedra arrojada a un lago. Desde el pequeño círculo inicial de ideas, su análisis se expande en ondas cada vez más extensas, que, sin anular por completo lo ya conquistado, lo incorporan a una visión de largo alcance en la que acaban siendo conectadas de algún modo todas las artes, y en especial la pintura, la literatura y la música. Vale la pena contemplar las ondas en el agua, vale la pena leer los ensayos de Vernon Lee.

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