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Las memorias inacabadas de Carlos Saura

El otro genio al que conoció fue Chaplin, debido a la relación amorosa y profesional que mantuvo con su hija Geraldine

Las memorias inacabadas de Carlos Saura

Carlos Saura, cineasta, escritor y fotógrafo español | EuropaPress

Carlos Saura (1932-2023) dijo en más de una ocasión que no tenía intención de escribir sus memorias. Sin embargo, en 2020 -tiempos de confinamiento-, se puso a ello, pero falleció sin poder terminarlas. El libro que ahora publica Taurus, De imágenes también se vive, se subtitula Casi unas memorias como indicativo de que se trata de un manuscrito incompleto. Lo cual no quiere decir que estemos ante cuatro esbozos sin apenas interés; es un volumen de casi 400 páginas, muy coherente, aunque algunos capítulos quedaron pendientes de desarrollo. Con todo, se hubiera agradecido en el trabajo de edición póstuma la subsanación de algún despiste de Saura, como cuando apunta sobre La caza que «el guión lo escribí con Angelino Fons, amigo entrañable que murió muy joven». Ejem, Angelino Fons falleció en 2011 a los 75 años. 

De los episodios de la infancia destacan los capítulos dedicados a la guerra civil. La experiencia fue traumática y le marcó, tal como reflejará después en varias de sus películas. La sublevación pilla a la familia en Madrid. El padre era alto funcionario del Ministerio de Finanzas republicano y se mantuvo fiel al gobierno legítimo. Pero -como en tantas familias- había parientes en ambos bandos. Tenían un tío sacerdote que «había conseguido huir del convento vistiendo ropas civiles y a duras penas salvó el pellejo. Se escondió mientras contemplaba cómo unos bárbaros se dedicaban a matar y torturar a sus compañeros». El tío se refugió en el piso de la familia y para poder salir a la calle con papeles falsos, el padre de Saura lo adoctrinaba sobre cómo mirar a las mujeres y responder a los milicianos para que no detectaran que era cura. Como la interpretación no se le daba bien, decidió huir de Madrid. Gracias a esto «salvó la vida, porque a los pocos días tres milicianos aporrearon la puerta para registrar el piso. Formaban parte de la temida ʻpatrulla del amanecerʼ (…) Autoritarios y chulescos, registraban los pisos, y si encontraban cualquier imagen religiosa, corrías el riesgo de ir al paredón. ¡Cómo pudo el Gobierno consentir tamaña barbaridad!».

Carlos Saura con su padre, 1946.

En 1938, cuando cae Madrid, la familia se traslada a Barcelona y se instala en casa de una tía. Saura y su hermano mayor Antonio (después célebre pintor del grupo El Paso) son escolarizados y relata una experiencia que le deja huella: «La profesora y los niños hablaban en catalán y nosotros no entendíamos nada. (…) Unos días más tarde, sufrí en mi propia carne la injusticia y la crueldad a las que suele llevar el fanatismo y el fundamentalismo cuando, al no entender una pregunta en catalán que me hizo la profesora, fui castigado a permanecer encerrado en un pequeño cuarto oscuro durante parte de la mañana. Ese cuarto oscuro, ese castigo injusto, exagerado y brutal, me hizo desconfiar a partir de entonces de cualquier tipo de sectarismo, fanatismo o demagogia». 

Los hermanos Carlos y Antonio Saura.

En Barcelona vive también los bombardeos de la aviación alemana. Hay dos imágenes antitéticas que le marcan: una de las bombas cae muy cerca del colegio y ve muerta y desfigurada a una niña de la que se había enamorado. Meses más tarde, en el parque Güell, atisba a otra niña orinando y descubre impactado el órgano sexual femenino: «El sexo despierta muy pronto y, aunque todavía no se sabe lo que es, la curiosidad por el misterio que esconde el sexo femenino, tan diferente al nuestro, me va a perseguir toda la vida».

El niño Saura descubre la fascinación del cine en los años más duros de la posguerra y se aficiona tanto que a veces va a escondidas de sus padres. Ya adulto, empieza a trabajar como fotógrafo y después pasa por la Escuela de Cine de Madrid. Su primer largometraje, de aires neorrealistas, es Los golfos de 1960. Es también su primer encontronazo con la censura. Él y su coguionista Mario Camus van al Ministerio de Información a pedir explicaciones al responsable de cinematografía de la época: «Nos recibió muy amable, con su camisa morada de penitente y una cruz colgada al cuello. Le explicamos que nuestra película era inocente -lo era de verdad- y que no entendíamos la dureza de la censura con el guion. El individuo en cuestión, un tal Timerman, abrió el cajón de la mesa, nos enseñó una pistola que había en el interior y nos preguntó si lo que queríamos era volver a la calle a pegar tiros». Al final, el productor, Pedro Portabella, consigue con mano izquierda el visto bueno. 

Rodaje de Sevillanas.

El reconocimiento internacional -y el inicio de su larga colaboración con el productor Elías Querejeta- llega con su tercera película, La caza, de 1966, que se convierte en un hito del cine español y es probablemente su mejor película. Con ella inicia el salto desde el realismo a un lenguaje de carácter más simbólico, velado y en ocasiones hasta críptico para esquivar a la censura. Sobre este característico estilo, que dominará toda su obra hasta la Transición, comenta: «A veces se me ha reprochado que el cine que hice en aquellos años duros del franquismo era emblemático, plagado de símbolos y metáforas. Es y no es cierto. Es verdad que, ante la imposibilidad de contar las cosas directamente, tuve que dar un rodeo para poder llegar al fin que me proponía. Peo no conviene olvidar que gran parte de la tradición literaria española, especialmente la que corresponde a la llamada Edad de Oro -Cervantes, Lope de Vega, Calderón o Quevedo- está llena de claves para los avisados, práctica común en todas las culturas cuando el poder es ejercido dictatorialmente».

Este estilo metafórico, con mensajes encriptados, dejará de tener sentido al recuperarse la democracia y el director podría haberse convertido en una antigualla ya obsoleta, pero lo cierto es que sabe leer el cambio de época y reinventarse. Cierra una etapa y se abre de golpe a otros registros con Deprisa, deprisa, rodada en 1981. Eran los años más salvajes de la delincuencia juvenil, la entrada de la heroína y los atracos bancarios, lo cual había dado pie al nacimiento de un subgénero popular: el cine quinqui que se había inventado el barcelonés José Antonio de la Loma con Perros callejeros en 1977. Saura hace una curiosa aportación «de autor», rodada -como las películas de De la Loma- con verdaderos delincuentes, la mayoría de los cuales fallecieron tiempo después por sobredosis o en enfrentamientos con la policía. Sin embargo, la línea de producción que se consolidará es la que abre ese mismo año con Bodas de sangre, protagonizada por Antonio Gades, primera de una larga lista de películas musicales en las que abordará el flamenco, el tango, el fado, la jota aragonesa y la ópera. 

Autorretrato con Geraldine Chaplin.

Entre las mejores páginas del libro destacan algunos retratos, como el de su paisano aragonés Luis Buñuel, al que describe «con esa sonrisa cazurra, de niño revoltoso, que le cruza la cara» y «como un monje ermitaño y medieval; añoraba la vida conventual y por eso se refugiaba para trabajar en México y en Madrid en lugares silenciosos y solitarios, quizá acompañado por el ʻruido de los pensamientosʼ, que dijera San Juan de la Cruz». Buñuel le recomienda trabajar con Fernando Rey -con el que Saura filmó en 1977 Elisa, vida mía-, sobre el que le dice: «Tienes que trabajar algún día con Fernando, es un actor estupendo, muy sensible y no da la tabarra».

Saura con Elias Querejeta y Víctor Erice.

El otro genio del cine al que conoció fue Charlie Chaplin, en este caso debido a la larga relación amorosa y profesional que mantuvo con su hija Geraldine, a la que conoció en un festival de Cannes. Saura visitó con ella al ya anciano Chaplin en su mansión de Suiza y traza de él un retrato no muy amable: «Este hombre de ochenta años que tengo frente a mí es caprichoso, ególatra y obsesivo, inteligente y trabajador voluntarioso (…). Trabaja hasta la hora de comer y nadie le importuna; su aislamiento es total, pero aun en su aislamiento ejerce una amansada tiranía sobre toda la familia. Se le respeta y se le teme. De una u otra manera, todo en la casa gira alrededor de él. (…) Solo Oona, su mujer, es capaz de apaciguar sus extemporáneos raptos de furia, a veces tremendamente injustos y caprichosos. (…) Claro que es fácil creerse un genio cuando a los veinte años se es millonario, ídolo de multitudes y se tiene todo aquello que se desea tener. Chaplin debió de ser un joven duro como el pedernal, acostumbrado a las dificultades y educado en la pragmática escuela anglosajona del no digas que lo vas a hacer: hazlo. Dureza adquirida en la calle y en los teatruchos londinenses de mala muerte».

Cuando el viejo Chaplin vio la primera colaboración de su hija Geraldine con Saura, Peppermint Frappé, quedó impresionado con el coprotagonista: «Nos mandó un telegrama en el que nos decía que era una de las mejores películas que había visto y que López Vázquez era uno de los más grandes actores». Si me permiten un apunte: Saura fue muy osado al ofrecerle ese papel a López Vázquez, entonces conocido solo como intérprete de comedia. Muchos se lo desaconsejaron, le decían que en cuanto apareciera en pantalla la gente empezaría a reírse. Pero ese papel -uno de los mejores de la carrera del actor- le permitió demostrar su versatilidad y sus dotes dramáticas. López Vázquez repitió con Saura en otras dos películas muy relevantes de la etapa del franquismo: El jardín de las delicias y La prima Angélica

Saura con los jóvenes actores de ‘Deprisa, deprisa’.

Un episodio jugoso de las memorias es la cena en homenaje a Alfredo Mayo a la que acude Saura en 1985 y donde se encuentra a la plana mayor de la vieja guardia franquista: «atisbé a José Luis Sáenz de Heredia, al exministro José Solís, gentes de derechas y antiguos falangistas». No hay que olvidar que Alfredo Mayo fue el galán del régimen y el protagonista de Raza. El director jugó de forma muy inteligente con este pasado cuando le ofreció uno de los personajes de La caza, en cuyo trasfondo estaba la guerra civil. Comenta Saura que el actor «luchó con entusiasmo y tesón para que se hiciera La caza», y pese a las diferencias ideológicas, siempre le tuvo un gran afecto: «Alfredo Mayo pertenecía por derecho a la generación de los vencedores y fue actor de gestas heroicas, modelo de esforzado luchador anticomunista, novio de la muerte, pero Alfredo Mayo era un hombre simpático, afectuoso, generoso y humano, y yo le quería». Volvió a trabajar con él en Peppermint Frappé

Saura con José Luis López Vázquez durante el rodaje de El jardín de las delicias.

En cambio, de Rafael Azcona, coguionista en varias películas, dice que «era una persona complicada, a veces tierna, a veces violenta». La ruptura se produjo tras La prima Angélica. Azcona estaba disconforme con los retoques del guión de Saura y cuando la cinta recibió un premio en Cannes «lo invité a un restaurante de postín a comer. Me dolió de verdad su inesperada reacción contra la película: que si esto, que si lo otro. Evidentemente yo no estaba de acuerdo y me defendí. De repente se levantó de la mesa y me dijo ʻVete a la mierdaʼ y se marchó ante mi estupor y el del resto de comensales». Se reconciliaron muchos años después, cuando Azcona intervino en el guión de ¡Ay, Carmela!

Saura en el rodaje de El jardín de las delicias.

A modo de declaración de sus postulados estéticos, dice Carlos Saura: «Yo abogo por un cine que no está de moda, un cine sin las facilidades seductoras de la aventura superficial; un cine que duela, que emocione; un cine de autor, porque detrás de cada imagen hay alguien que cuenta cómo ve la vida, un cine que en ocasiones exige un pequeño esfuerzo: un cine inteligente y sobre todo sensible. Para compensar, por qué no, hay muchas otras estupendas películas de acción, de ciencia ficción, de lo que sea… Hay espacio para todos los gustos. No solo hay un tipo de cine, sino muchos». Lástima que no le diera tiempo a terminar estas memorias. Uno se queda con ganas de más. 

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