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Arthur Koestler y la «anemia moral» que acabó con Francia a los pies de Hitler

Ladera Norte rescata ‘Escoria de la tierra’, el libro de 1941 en el que el escritor húngaro narra la derrota francesa

Arthur Koestler y la «anemia moral» que acabó con Francia a los pies de Hitler

Arthur Koestler (centro) durante la inauguración de una exposición en la galería Mokum. | Wikimedia Commons

Dentro de su vasta producción, Maurice Maeterlinck puso un empeño amoroso en la descripción de los seres mínimos: hormigas, abejas, flores, termitas… De estas últimas detalló la corrosión silenciosa, fantasmal, que aparejan. «Un plantador entra en su casa después de cinco o seis días de ausencia; todo está en apariencia como él lo dejó, nada parece cambiado. Se sienta en una butaca y ésta se hunde».

El 10 de mayo de 1940, mientras Arthur Koestler andaba leyendo La vida de las termitas del autor belga, los panzer alemanes atravesaban la frontera belga en dirección Francia. Poco después, ya estaban en los infaustos campos de Sedán. «Este fue el momento en el que la silla se rompió bajo nosotros», consigna Koestler en Escoria de la tierra, un libro excepcional a caballo entre el ensayo (La caída de Francia, de Chaves Nogales, resulta un buen parentesco) y la vívida crónica periodística, escrita en caliente, al modo de Curzio Malaparte.

Escoria de la tierra sólo se publicó en español en 1943, en Buenos Aires. Hubo una reimpresión en 1951. Y pare usted de contar. Durante setenta años esta crónica apasionante ha estado olvidada y ahora Ladera Norte lo rescata en su segundo libro editado. «Queremos publicar libros que estén vivos en el debate español, obras contemporáneas que alimenten la discusión de ideas en España, o rescates que establezcan un diálogo con la actualidad», explica a THE OBJECTIVE Ricardo Cayuela, editor de Ladera Norte. 

Koestler tiene mucho que decir al europeo actual en cuanto a la increíble fragilidad de las democracias liberales y la necesidad de preservar sus valores y dotarlas de sentido ante el asalto de los totalitarismos. El libro arranca en el verano de 1939 y ya allí, en sus vacaciones junto a la escultora británica Daphne Hardy en los Alpes Marítimos, Koestler sondea el clima moral: «Hablamos con muchos de los soldados [acantonados en la frontera con Italia]. Estaban cansados de la guerra antes de que comenzara». Hitler había rebañado Danzig ante la impasibilidad de todos, en medio de una estrategia de apaciguamiento: «¿Por qué demonios tenían que morir por Danzig? (…) Les habían explicado que la democracia, la seguridad colectiva y la Sociedad de Naciones eran bellas ideas, pero que cualquiera que quisiera defenderlas era un enemigo de Francia. Y ahora, de modo repentino, estos mismos periódicos querían convencerlos de que su deber era luchar y morir por cosas que, hasta ayer, no eran dignas del menor sacrificio». 

Portada del libro

Extranjeros ‘indeseables’

Koestler había vivido en sus propias carnes la geopolítica de la última década. Periodista y aventurero inasible, había militado en el comunismo y recorrido Rusia. A medidos de la década de los 30, se aparta de la «fe»: «Fui hacia el comunismo como quien va hacia un manantial de agua fresca y dejé el comunismo como quien se arrastra fuera de las aguas emponzoñadas de un río cubierto de los restos y desechos de ciudades inundadas y por cadáveres ahogados», escribió en su tercer volumen de memorias, Euforia y Utopía. Este húngaro radicado en Alemania se quedó también huérfano de ambos países tras el ascenso nazi. Combatió en España y pasó por la cárcel de Sevilla. Salvó el pellejo de milagro. 

Francia era la promesa de numerosos apátridas europeos o personajes «políticamente indeseables» como el propio Koestler, un renegado del comunismo que seguía siendo ante todo antifascista. Sin embargo, el autor entendió bien pronto que el país que hizo de la libertad bandera no tenía nada que ofrecer a los extranjeros. Varios miles de ellos fueron arrestados en cuanto comenzó la Segunda Guerra Mundial. Koestler narra en Escoria de la tierra el destino miserable de los internados en el campo de concentración de Le Vernet, en la cara norte de los Pirineos. Trabajos forzados y condiciones lamentables («Yo mismo puedo confirmar que la comida era mucho más sustancial y nutritiva en la prisión de Franco») para una macedonia de ciudadanos (republicanos españoles, brigadistas internacionales, checos, rusos blancos y rojos, húngaros, italianos que huyeron de Mussolini, etc) a los que Francia no sólo no acogió, pese a la intención de la mayoría de continuar la lucha antifascista, sino que dispensó un trato que despertó críticas en Gran Bretaña y Estados Unidos.

Desde el campo de Le Vernet, Koestler asiste a la desintegración de la burocracia francesa y a la política de chivos expiatorios que iba abriendo paso al régimen colaboracionista de Vichy. Como húngaro, país neutral, Koestler no tenía que haber sido detenido, pero lo fue y pasó cuatro meses en el campo de concentración. En enero de 1940, se encontraba de nuevo en París, lidiando con la administración para lograr escapar a Gran Bretaña antes de que los nazis avanzaran hacia la capital.

Caída de París

El autor dibuja la crónica de aquella ciudad amuermada, presa de «una especie de anemia moral», una ciudad en la que los cafés y los teatros funcionaban mientras las sombras se cernían, sin que nadie supiera qué hacer o para qué: «Ya había experimentado antes esa sensación de fatalidad; fue en Málaga, poco antes de que la ciudad cayera en manos del enemigo. Los últimos días de Pompeya. Y ahora, había que vivir todo aquello de nuevo; pero esta vez en París y en mayo».

Con los alemanes en la Torre Eiffel, Koestler, alistado por mera supervivencia en la Legión Extranjera francesa, asiste a la triste marcha al Sur de los parisinos, en coches cargados hasta los topes. De nuevo estampas de la Guerra Civil española. El mariscal Petain ya había capitulado y negociado el régimen colaboracionista de Vichy. A Koestler no le quedó otra que huir de tapado, en un barco, hasta Lisboa y de ahí a Gran Bretaña.

Fue durante su internamiento en prisión en tierra inglesa cuando dio forma a Escoria de la Tierra, que se publicó en 1941, su primer volumen en inglés, y salió poco después de su obra maestra, El cero y el infinito. Tras aclarar su condición de expatriado, se integró al Ejército británico. El agónico año en Francia le había dejado varias crisis nerviosas y dos tentativas de suicidio similares a las que sí lograron consumar otros intelectuales en fuga como Walter Benjamin. 

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