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Francisco Ibáñez, el gran cronista del disparate nacional

El volumen ‘Ibáñez. El maestro de la historieta’, de Jordi Canyissà, analiza el estilo de un genio del humor español

Francisco Ibáñez, el gran cronista del disparate nacional

Imagen de una viñeta de Ibáñez. | Francisco Ibáñez

Si viviéramos en un país normal, Francisco Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón, fallecido en julio de este 2023, contaría ya con un par de biografías y unos cuantos ensayos sobre su obra. Algo se ha hecho, sobre todo de la mano del especialista Antoni Guiral, que ha ido publicando diversos libros sobre los dibujantes de la llamada «escuela de Bruguera» y antologías como El universo de Ibáñez, pero queda todavía mucho camino por recorrer. Viene a paliar en parte este vacío el volumen Ibáñez. El maestro de la historieta de Jordi Canyissà (Bruguera), que propone un sucinto análisis de su estilo, con muchas ilustraciones y escaso texto, dividido en tres bloques: el dibujo, el humor y las historietas. A esto se añade un cuarto bloque en el que diversas personalidades rinden homenaje al maestro con breves textos laudatorios o viñetas. La propuesta tiende más a la celebración eufórica que al análisis riguroso, pero mejor esto que nada.

Que no vivimos en un país normal fue justamente uno de los ejes del humor de Ibáñez, heredero de la picaresca literaria y hermano espiritual de Berlanga, Azcona, Pepe Isbert, López Vázquez, Forges, Chummy Chumez y otros retratistas del Spain is different. Los personajes de Ibáñez -Mortadelo y Filemón, Pepe Gotera y Otilio, Rompetechos, los habitantes de 13 Rue del Percebe, el Botones Sacarino…- personifican la chapuza nacional y nuestra tendencia al disparate. Por ejemplo, este podría ser el argumento de uno de sus tebeos: Mortadelo y Filemón son convocados por el Superintendente Vicente de la T.I.A. para arreglar un lío monumental. El profesor Bacterio le tenía que poner una inyección de vitaminas al presidente del país, que estaba pachucho, pero se equivocó de jeringuilla y le puso un suero experimental que causa delirios. El presidente ha decidido pactar su nuevo gobierno con un fugado de la justicia, un golpista con un plan para destruir el país. Entre tanto, la vicepresidenta -del sector comunista fashionista-se ha reunido muy sonriente con el tal fugado, un zoquete cobardica que huyó escondido en un maletero y que de pronto pasa de orate supremacista al que le falta un tornillo a respetado estadista gracias a otro invento del profesor Bacterio, un gas que produce alucinaciones colectivas… ¿Cómo? ¿Que esto no es una aventura de Mortadelo y Filemón? ¿Que está pasando en la realidad? No, si ya les decía yo que no vivimos en un país normal…

La obra de Francisco Ibáñez es más importante de lo que pueda parecer a simple vista, porque más allá de su valor cultural, ha trazado -desde sus inicios en el mundo de los tebeos en los años cincuenta hasta su fallecimiento- una suerte de crónica sociológica de la evolución de España a lo largo de más de medio siglo. Él representa como nadie la llamada «escuela Bruguera», surgida en Barcelona a través de las revistas de esta editorial –Pulgarcito, DDT…- y que se caracteriza por el humor directo, visceral y popular frente al más elegante, sofisticado y flemático del clásico TBO.

Surrealismo

En Bruguera desarrollaron su carrera grandes dibujantes como Cifré (El repórter Tribulete), Peñaroya (Don Pío), Escobar (Zipi y Zape, Carpanta), Jorge (Doña Urraca) o Vázquez (Las hermanas Gilda, La familia Cebolleta, Anacleto, agente secreto) entre otros. Ibáñez pertenecía a lo que se conoce como la segunda generación y era de todos ellos el más dotado para el dibujo caricaturesco (solo Vázquez se le acerca en virtuosismo) y también el que tenía una mayor facilidad para exprimir al máximo los gags, llevándolos hasta el terreno del surrealismo.

Ibáñez, que llegó al cómic después de trabajar en un banco, unía a estas virtudes otra: era muy disciplinado y trabajador, un auténtico estajanovista. Estaba en las antípodas del legendario Manuel Vázquez, que no solo dibujaba tebeos de tradición picaresca, sino que vivía su vida como un auténtico pícaro, siempre huyendo de los acreedores. El personaje del moroso de la buhardilla de 13 Rue del Percebe, acosado por cobradores, estaba inspirado en él y sus peripecias están bien reflejadas en la película El gran Vázquez de Óscar Aibar, en la que lo interpreta Santiago Segura.

El estajanovismo de Ibáñez se explica en parte por las condiciones económicas que tenían en la época los dibujantes de Bruguera, que los enfrentaron en más de una ocasión a la editorial. Esta realidad laboral del cómic español -con una solidez industrial mucho más precaria que la francesa, por ejemplo- aparece reflejada en el documental de Carles Prats Historias de Bruguera (que puede verse en Filmin). Los dibujantes no cobraban royalties si sus obras se reimprimían o se vendían al extranjero, porque se les pagaba una cantidad cerrada cuando entregaban sus páginas. Pero es que además ni siquiera eran dueños del copyright de los personajes que habían creado. Esto dio lugar a una situación lamentable cuando en 1985, en pleno hundimiento de Bruguera, Ibáñez se marchó a la competencia y no pudo seguir dibujando a Mortadelo y Filemón porque eran propiedad de la editorial. Esta siguió publicando álbumes de los personajes que elaboraban dibujantes y guionistas anónimos englobados en lo que se llamó Bruguera Equip. Gracias a la ley de propiedad intelectual que se aprobó en 1987, Ibáñez pudo recuperar a sus criaturas.

Superproducción

En sus tiempos en Bruguera, la constante presión sobre Ibáñez para que produjera más porque las andanzas de Mortadelo y Filemón vendían mucho, ya le había obligado a delegar algunos de sus personajes -como el botones Sacarino- a otros dibujantes y guionistas. Y pese a sus reticencias, le pusieron ayudantes para su serie estrella, que le hacían parte del trabajo. Para hacerse una idea de la magnitud de la que estamos hablando: solo de Mortadelo y Filemón llegó a publicar más de doscientos álbumes y, durante la época de mayor éxito, la media de producción llegó a ser de siete novedades anuales.

Esta sobreproducción pasó factura a la calidad global de la obra Ibáñez, cuyo humor además abusa de los gags de tortazos y trompazos, herederos de las comedias slapstick del cine mudo y de los dibujos animados de la Warner, sobre todo del genial Tex Avery. Los maestros de la escuela francobelga como Hergé, Goscinny, Franquin o Morris manejan un humor más elaborado y sofisticado. En comparación con los de estos creadores, los álbumes de Ibáñez también flaquean en ocasiones en la parte narrativa. A finales de los sesenta, Bruguera empezó a publicar en castellano la mítica revista francesa Pilote, cuya estrella era Astérix. Descubrieron entonces que lo que hacían los franceses es publicar las historias de sus personajes primero por entregas en la revista y después completas en formato álbum, con lo cual el mismo producto se podía explotar dos veces. Entusiasmados antes esta nueva posibilidad de negocio, le pidieron a Ibáñez, que hasta ese momento trabajaba en historias cortas, que pensase aventuras para formato álbum. El primero fue El sulfato atómico de 1969. Pero si se comparan los álbumes de Mortadelo con los de Tintín, Astérix, Spirou y Fantasio o Lucky Luke es obvio que los primeros tienen mucha menor complejidad y cohesión narrativa.

Con todo, lo mejor de Ibáñez -que no es poco- está en su brillantez caricaturesca, la solidez compositiva de sus viñetas, el ritmo trepidante y los toques surrealistas y esperpénticos de sus exageraciones y distorsiones de la realidad. Además, hay que alabarle planteamientos tan rompedores en su día como el de 13 Rue del Percebe, con sus múltiples personajes metidos en la estructura de un edificio.

Estos días el Ayuntamiento de Barcelona le acaba de otorgar la medalla al mérito cultural a título póstumo (más vale tarde que nunca) y acaba de aprobar un homenaje mucho más bonito: 16 semáforos peatonales de la ciudad tendrán, en lugar de las asépticas siluetas de toda la vida, las de Mortadelo y Filemón.

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