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Torres Quevedo, el Da Vinci español que anticipó la inteligencia artificial

Raúl Ferrero reivindica el impresionante legado del ingeniero cántabro en el libro ‘Autómatas y cabezas parlantes’

Torres Quevedo, el Da Vinci español que anticipó la inteligencia artificial

'Retrato de Leonardo Torres Quevedo' por Joaquín Sorolla. | Wikimedia Commons

En 1997, Garri Kaspárov estaba en el apogeo de su celebridad. Había sido campeón del mundo de ajedrez de la FIDE y la PCA desde 1985. No había quien le tosiera. Un año antes, había aceptado el reto lanzado por los ingenieros de IBM para enfrentarse a Deep Blue, una supercomputadora capaz de generar cien millones de jugadas por segundo. Kaspárov se había alzado con la victoria tras una durísima contienda a seis partidas. «Ninguna máquina será capaz de ganarme en el próximo milenio», dijo. Pero al año siguiente, en 1997, Deep Blue batió al campeón del mundo, cambiando para siempre nuestra noción sobre las computadoras.

Es un asunto bastante conocido. Lo que menos gente sabe es que Deep Blue tuvo un abuelo de origen español, el ajedrecista de Leonardo Torres Quevedo, un prodigioso autómata que se adelantó varias décadas a la computación y auguraba ya el potencial asombroso de los algoritmos con los que convivimos hoy en día con perfecta naturalidad.

Torres Quevedo llevó el nombre de pila de otro gran inventor, Da Vinci, a quien realmente no va a la zaga pese a que su figura ha caído en un injusto olvido. Nacido en un pueblecito de Cantabria en 1852, este ingeniero de Caminos está considerado un pionero de la aeronáutica, el mando a distancia y hasta los videojuegos. Su transbordador de 1916 aún cruza las cataratas del Niágara y el telekino, que podía manejar en remoto un vehículo, está considerado un hito de la ingeniería.

Uno de los inventos pioneros de Torres Quevedo. | Wikimedia Commons

Creía fervientemente en la posibilidad de que las máquinas reemplazaran al hombre en cálculos y trabajos para los que la mente humana no fuera suficiente. Esas máquinas, escribió, se generarían «obedeciendo a reglas que se pueden imponer arbitrariamente en el momento de la construcción». Entre finales del XIX y principios del siglo XX, Torres Quevedo hablaba ya la lengua de los algoritmos.

De la mecánica a la robótica

Para Raúl Ferrero, autor de Autómatas y cabezas parlantes. Historia de los dispositivos que han hecho evolucionar nuestras vidas (Almuzara), Torres Quevedo es «la figura más importante que hemos tenido» en el campo de la invención y «como tantos otros», añade, «ha caído en el olvido, no se le ha dado la importancia que tiene». Ferrero estudia la función, importancia y extravagancia de los autómatas y las cabezas parlantes desde el Antiguo Egipto hasta el momento en el que hace aparición la robótica. «Hay que diferenciar a un autómata de un robot. El primero es una máquina que utiliza dispositivos hidráulicos o neumáticos, no tiene electricidad, y realiza una serie de acciones que imitan el movimiento de cuerpos animados, de hombres y animales. Se mueve con levas, engranajes, hilos o cuerdas, sin fuerza exterior. En el caso de la robótica sí se están usando ya dispositivos electrónicos», explica a THE OBJECTIVE.

Portada del libro.

Torres Quevedo es una figura bisagra, desde la vieja mecánica a la robótica. Y el Ajedrecista es su criatura más emblemática. Fue construido en 1912 y se presentó en la Feria de París de 1914. Al Primer Congreso Internacional de Cibernética, también en París, en 1920, acudió su hijo Gonzalo con una evolución del Ajedrecista. Allí batió a dos jugadores de talla mundial.

«Era un autómata que decidía en cierto modo por sí mismo, podría considerarse el primer juego de ordenador de la historia. Siempre vencía, daba jaque en 63 jugadas, ni una más ni una menos, y cuando vencía lo hacía de forma estruendosa, emitía luces y un gramófono gritaba jaque mate. Torres Quevedo ideó una especie de botón para que, si se pulsaba, el ajedrecista olvidara el algoritmo que se le había implantado y lo volvía a aplicar a en diez minutos. Así daba ventaja al contrincante», señala el autor. El inventor gestó también una máquina capaz de resolver una ecuación de segundo grado. Sus inventos prefiguran la calculadora.

El Ajedrecista de Torres Quevedo apelaba a su vez a un famosísimo autómata construido en 1770 por Wolfgang von Kempelen, construido en 1770, contra el que llegó a jugar Napoleón Bonaparte. «Este autómata era capaz de jugar partidas de ajedrez contra oponentes humanos y fue considerado un prodigio de la tecnología de la época. Sin embargo, el Ajedrecista era en realidad un engaño, ya que dentro de la máquina había un ser humano escondido que manipulaba las piezas del ajedrez», explica el autor en el libro.

Miedo a la máquina

La obra de Ferrero es un recorrido «entre cabezas parlantes, jugadores de ajedrez, músicos mecánicos, papamoscas y todo tipo de artilugios», mezclando «magia y tecnología, maravilla y artificio». Sorpresa y entretenimiento fueron los principales motivos para crear autómatas desde la antigüedad, pero también está detrás la posibilidad de infundir temor y reverencia, de contribuir al poder. En cualquier caso, estas creaciones bebían de conocimientos amplísimos, de la aritmética a la geometría, de la física a las matemáticas, y de tal modo contribuyeron a configurar el mundo tecnológico en el que vivimos.

El miedo a la máquina, a una vida realmente autónoma, siempre ha existido y entronca con el debate actual sobre la inteligencia artificial. «El ser humano siempre ha tenido el ansia de crear vida a partir de la nada, hemos querido inventar vida desde lo inanimado, ahí está el mito de Frankenstein. En las viejas civilizaciones esto fascinaba, asombraba y causaba miedo a menudo. Los autómatas servían también para controlar al pueblo, por ejemplo cuando unas puertas se abrían de manera automática. Esa ansia por crear vida puede causar recelo porque se entiende que van en contra de la naturaleza humana», explica Raúl Ferrero.

De la miríada de inventores reseñados en su libro, Ferrero siente especial predilección por Silvestre II, el Papa Mago. «Vivió en el siglo X, en plena Edad Media, y fue acusado de herejía de pactar con el diablo. Era un sabio en astronomía, cábala, lógica, música, un auténtico genio. Creó la primera cabeza parlante. Con engranajes, fuelles y válvulas, el aire salía por la boca y podía decir si o no mediante un código binario. Nunca falló. De hecho, Silvestre II le preguntó si iba a ser Papa y le dijo que sí».

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