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Y Yuri Gagarin subió a los cielos

El escritor y cineasta Stephen Walker detalla en su libro ‘Más allá’ la hazaña rusa de llevar al primer hombre al espacio

Y Yuri Gagarin subió a los cielos

Momento del despegue de la nave de Gagarin.

La lucha por ser los primeros en mandar un ser humano al espacio, que mantuvo entretenidos a los Gobiernos de la antigua URSS y a los Estados Unidos (pero sobre todo a sus ciudadanos) durante la época de la Guerra Fría fue, sobre todo, una batalla moral, teatralizada para el regocijo de las masas, con múltiples giros de guion llenos de suspense, muchas veces chapucera y cutre y con bastante apariencia de inverosimilitud. Esta es la emocionante aventura que cuenta el escritor y cineasta británico Stephen Walker en el libro Más allá. La asombrosa historia del primer humano que viajó al espacio, publicado por la editorial Capitán Swing. Sirva de muestra el final del discurso de Yuri Gagarin en el día en el que se anunció que él era el elegido para la primera misión rusa que iba a intentar mandar un hombre al espacio, cuando finalizó su discurso asegurando pomposamente que «cumpliré con honor la misión que se me ha encomendado y allanaré la primera carretera al espacio. Y si al hacerlo encuentro obstáculos, los superaré como hacen los comunistas».

Yuri Gagarin junto a sus padres

Obstáculos que ya comenzaron con el mismo discurso, pues al equipo de grabación que estaba registrando este momento histórico (para su uso futuro en películas que ensalzaran el primer vuelo espacial del mundo) se le acabó la película en medio del discurso y el pobre astronauta hubo de repetirlo. No tuvo más suerte sin embargo en su vuelo espacial, ya que quien fuera que debía responsabilizarse de poner cinta suficiente para el magnetofón del vuelo espacial tripulado de Gagarin olvidó hacerlo y, cuando éste iba a medio camino sobre el Pacífico se acabó la cinta y sus palabras, emociones, apuntes e indicaciones se perdieron para siempre. Son estos solo dos de los errores, olvidos e imprecisiones causa de las prisas que envolvieron aquellos agitados años locos de secretos y verdades a medias (pero hubo unos cuantos más; les comparto otro: el primer hombre que fue al espacio salió con la pintura fresca de las letras CCCP de su casco porque nadie se había acordado de ponerlas y se le hubieron de pintar minutos antes del lanzamiento).

Estamos a comienzos de 1961. Kennedy acababa de entrar en la casa Blanca. Afanoso por vencer a los rusos, el presidente estadounidense había anunciado a bombo y platillo que mandaría con toda probabilidad al primer hombre al espacio en el mes de marzo (antes habrían de probar, con éxito -como realmente sucedió- a mandar al chimpancé Ham el 31 de enero de ese año). Todo estaba listo para que Alan Shepard, el elegido del bando norteamericano, se lanzase al espacio. No contaba, sin embargo, Kennedy con la fanfarronería del líder soviético Nikita Jruschov, quien llevaba un año espoleando a sus principales ingenieros espaciales a acelerar la llegada al espacio.

Los Estados Unidos habían seleccionado a siete pilotos voluntarios escogidos entre centenares de pilotos de pruebas del ejército. Tenían un contrato muy lucrativo en exclusiva con la revista Life y ya desde el 9 de abril de 1959, cuando desde los cuarteles generales de la NASA (creada apenas un año antes), en Washington, habían sido presentados a la nación, eran ya celebridades. Se les conocía como los Mercury Seven en honor al proyecto Mercury, que era el programa espacial tripulado. Los norteamericanos lo sabían todo de ellos: sus pasatiempos, sus familias, las historias de sus vidas, sus profesiones previas, temores y sueños y hasta las ropas «que a sus esposas perfectamente peinadas les gustaba vestir», cuenta Stephen Walker en Más allá. Y añade: «Eran los gladiadores de Estados Unidos en la causa de la libertad».

Máximo secreto

Las cosas sucedían de manera muy diferente en la URSS. A 41 kms de Moscú, en la Unidad militar 26266 (también conocida como Centro de Entrenamiento de Cosmonautas), una de las instituciones más secretas del país, seis hombres competían a comienzos de ese mismo año por ser el primer cosmonauta de la Unión Soviética. Eran más jóvenes que los estadounidenses, pues aun estaban en la veintena. Nadie sabía qué hacían allí: ni sus padres, ni sus amigos ni sus antiguos compañeros de las Fuerzas Aéreas. Vivían en las sombras. A imitación de los americanos, sin embargo, se les llamó «los Seis de Vanguardia». La característica más determinante para su elección fue física: altura y peso. Así se escogió a los hombres más bajitos y delgados. De entre ellos, fue el afortunado Yuri Gagarin, un hombre «ideológicamente coherente y devoto de los objetivos del Partido Comunista y la patria socialista y capaz de guardar secretos militares».

Había rumores, pero eran solo eso: rumores; la CIA era incapaz de descubrir los secretos rusos.

Si bien es cierto que los rusos llevaban tiempo anunciando su velocidad y poderío y que se podía prever lo que iba a pasar: que ya el primer satélite artificial del mundo en el espacio lo habían mandado ellos (antes que los estadounidenses): el Sputnik, una esfera de aluminio presurizada y perfectamente pulida con un peso de 83,5 kilos que describía órbitas elípticas alrededor del planeta cada 90 minutos, a una velocidad de 28.600 kms/h. Aquello sucedió en octubre de 1957. Y se preguntaban los americanos: ¿cómo puede ser que esos comunistas irremediablemente esclavizados, que supuestamente estaban tan atrasados que no pueden ni construir un frigorífico que funcione bien lo han logrado? Y encima antes que nosotros, se decían. Y es que todos recordaban además que Eisenhower había dicho dos años antes que los USA lanzarían un satélite en un proyecto llamado el Año Geofísico Internacional en el que supuestamente participaban setenta y siete países. 

Al mes siguiente los rusos mandaron a la perrita Laika al espacio, con el Sputnik 2. Era la primera vez que un ser vivo dejaba la Tierra para orbitar en el espacio. En el apogeo de su elipse, la nave alcanzó los mil seiscientos kilómetros. No existía, sin embargo, por aquel entonces, la tecnología para devolver a Laika a la tierra. Y la pobre perrita quedó vagando por el espacio.

Y entonces, en mayo de 1958 llegó el Sputnik 3: un monstruo de 1.300 kilos que realizó 40.000 observaciones ópticas en órbita, convirtiéndose en el primer observatorio espacial científico del mundo.

Es imposible dar alcance a los rusos, se decía el americano de a pie, que no entendía que le estuvieran dando tamaña paliza al país más rico y avanzado del planeta.

Paradójicamente, la clave estaba en el subdesarrollo tecnológico. El material mecánico y electrónico que necesitan los rusos no dejaba de ser burdo y pesado (los mandos del cohete que mandarían al espacio no eran muy diferentes de la tecnología de un radiocasete de la época). De ahí los enormes y potentes cohetes. Y el consiguiente aroma a tecnología arcaica tanto de sus cohetes como del búnker de lanzamiento que, empero, les funcionaba.

En septiembre de 1959 el Luna 2 ruso llegó a la Luna y se convirtió en el primer objeto artificial de la historia que establecía contacto con otro cuerpo celeste.

Desolación americana

Eran poco más de las 10:00 de la mañana del 12 de abril de 1961 cuando Yuri Levitan, la voz radiofónica más famosa de la URSS anunció lo siguiente: «Aquí Moscú. Aquí Moscú. Emitimos una declaración de la TASS anunciando el primer vuelo espacial tripulado por un humano del mundo». En los USA, en esos momentos era de madrugada. Y así tituló el reportero de la cadena NBC Cape Jay Barbree su urgente crónica: «Los soviéticos llevan a un hombre al espacio. ‘Aquí estamos durmiendo’, dice el portavoz de la NASA». A esas mismas horas, John F. Kennedy también estaba pacíficamente durmiendo, en su cama con dosel de la Casa Blanca; había pedido que, pasara lo que pasase, no le despertaran.

Diecisiete minutos antes del despegue del Vostok 1 se detectó un error: el KP-3, un sensor de contacto eléctrico que señala que la tapa estaba presionada contra el marco de la escotilla, garantizado así su hermetismo, no funcionaba. El motor de la tercera etapa también dio error. Al alcanzar la órbita, la nave superaba los 302 kms de altura (se había previsto que lo hiciera a 217 kms), lo que tenía dos consecuencias: que aterrizaría en el lugar equivocado, y que si el motor de frenado fallaba y tenía Gagarin que confiar en la fricción de la atmósfera superior para ir descendiendo gradualmente la órbita y regresar a casa, sin duda moriría.

Imagen del despegue de la nave

Cuando Gagarin se encontraba sobre el Pacífico, se perdió la conexión con la Tierra. A las 10.13 h se volvió a perder, pero esta vez ya definitivamente, la conexión bidireccional. En el descenso, falló una de las válvulas del motor, que tendría que haberse cerrado al inicio de la combustión y no lo hizo (lo que provocaba que se estaba filtrando combustible a través de la válvula). Gagarin se precipitaba contra la Tierra 15.000 kilómetros por hora más rápido de lo debido. Por ello, la nave comenzó a girar sobre su eje a toda velocidad. El motor dejó de hacer combustión y, al poco, se oyó un potente golpe seco. La esfera de Gagarin no acababa de desprenderse del resto de material inservible (con las prisas, nadie se había molestado en revisar las correas). 

La nave se precipitaba a casi ocho mil kilómetros por segundo a una altitud de 100 kms. Su fortuna fue que el calor tremendo de la velocidad activó los sensores de la nave, que detectaron un cambio de temperatura repentino. Con ello, se produjo la separación. Pero Gagarin caía convertido en una bola de fuego. La temperatura afuera era de 1.500 grados, superior a la de la lava fundida. Aumentaron las fuerzas G (hasta un masivo 10G, lo que multiplicaba por 10 su peso normal). El cosmonauta ruso apenas podía mover los brazos ni soltar la respiración. Sus globos oculares se quedaron exangües. Estaba en riesgo de sufrir la conocida como «G-loc», una pérdida de consciencia producida por la hipoxia cerebral. 

Aterrizaje en un patatal

Iba a la velocidad del sonido. 

Finalmente, sobreponiéndose al potencial pánico del descenso, tras haber sido eyectado de la esfera (había perdido el kit de supervivencia, le fallaba el tubo de respiración y el paracaídas de reserva no se abrió del todo y amenazaba con enredarse con el paracaídas principal) tocó tierra a las 10.53 h. Gracias al fuerte viento que lo empujaba hacia el este, evitó amerizar en el agua. Tuvo suerte, sí. Mucha suerte.

Había tardado unos 106 minutos en circunnavegar la Tierra. 

Anna Takhtaroba y su nieta de cinco años estaban plantando patatas en el campo cuando lo vieron caer sobre ellas. Ambas corriendo aterrorizadas.

Gagarin también estaba perplejo, era obvio que le costaba asimilar que hubiera conseguido regresar vivo e ileso. A partir de este momento, Yuri Gagarin se convirtió en propiedad del Estado. Y pronto acabaría siendo un icono. 

El 25 de mayo de 1961, 43 días después de que Yuri Gagarin dejara estupefacto al mundo, el presidente Kennedy pronunció un discurso televisado ante el Congreso en el que dijo que «creo que esta nación debe comprometerse con el objetivo, antes de que acabe la década, de llevar al hombre a la Luna y devolverlo sano y salvo a la Tierra […] No será un hombre solo quien vaya a la Luna, será todo un país. Porque todos debemos trabajar para llevarlo allí».   Destinaron 20.000 millones de dólares de la época, pero esta vez sí que lo consiguieron. Y no solo eso, sino que fueron los primeros en hacerlo. Al fin, los americanos les habían comido la tostada a esos irredentos comunistas.

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