«La desesperación y los deseos»: Reinaldo Arenas en prisión
«El autor ficcionaliza su experiencia en uno de los campos de concentración que el régimen cubano impuesto en 1959 reservó para hacinar y esclavizar a homosexuales»
Reinaldo Arenas (Aguas Claras, Cuba, 1943; Nueva York, 1990) fue uno de esos escritores que, muy a su pesar, tuvieron que convertirse en «historiadores», quiero decir en testigos, en transmisores de crónicas o sucesos que contemplaron o padecieron. «Mientras no escriba todo lo que he visto no podré escribir todo lo que imagino», dijo en una ocasión Max Aub, y a Arenas le ocurrió un poco lo mismo: una vocación que estaba destinada a escribir sin duda otras cosas más vitalistas, más coloristas, quizá más frívolas, más lúdicas, desde luego más alegres…, se vio completamente desviada por la revolución de Fidel Castro, un movimiento que en un principio el propio Arenas alentó y aplaudió, y del que enseguida sería víctima directa, y durante ya mucho tiempo opositor.
La oficina española de la editorial argentina Sigilo publica ahora la breve novela Arturo, la estrella más brillante, una sola frase de ciento diez páginas en la que Arenas ficcionaliza aquello a lo que luego, ya en una plena primera persona, volvería en sus memorias, Antes que anochezca, esto es, su experiencia en uno de los campos de concentración que el régimen cubano impuesto en 1959 reservó para hacinar y esclavizar a homosexuales. Y, como haría en su autobiografía, el espíritu literario que sostiene el texto es ambiguo, algo así como un disparatado carnaval en medio del horror, o, mejor explicado, una alegría o una locura tan desbordantes que no dejan de desarrollarse ni de revolverse ni siquiera bajo condiciones objetivamente penosas. Aquí tenemos a hombres desquiciados por «la intolerable realidad»: unos sucumben, otros resisten, todos enloquecen.
Aparte del detalle de que la novela sólo tenga el punto final tras ningún punto y seguido, ningún punto y aparte…, sucede además que la novela es circular, a lo Finnegan´s Wake, pero cómo y cuándo y por qué tendrá que descubrirlo el lector. Sea como sea, lo formal tiene aquí muy poca importancia comparado con la fuerza y el dolor de lo que se cuenta, esa prisión con cañas de azúcar en vez de barrotes en las que hay cada día más humillaciones a los presos, más torturas, más disparos, incendios y deserciones castigadas en una sensación de creciente peligro que desde luego se transmite el lector. Es por eso por lo que, aunque no haya ni un momento de descanso en el texto, ninguna pausa, no fatiga: por un lado no da tiempo, dada la brevedad general, y por otro sucede que la trama es como una zarpa que te agarra y te arrastra, te implica.
Arturo, el narrador y protagonista, se remonta a los días previos a la detención, hablando ya de «tardes en que para mantener el equilibrio nos hace falta un poco de melancolía» o, aún más expresivo, de «la desesperación y los deseos luego de toda una noche de inútil vagabundear por la ciudad». «Si el mundo en general era terrible, para él era una prisión estricta y asfixiante que se reducía cada día, una descomunal estafa, un terror incesante»…
Una vez detenido por su evidente y activista naturaleza homosexual, y de ser trasladado a un campo de trabajo, un lugar de «invisibilización», de reeducación improbable…, Arturo intenta pasar todo lo inadvertido posible, no hacerse notar en ningún sentido, pero sucede que «la vulgaridad, la imbecilidad, el horror, no toleran la indiferencia», y destaca precisamente por discreto, por esquivo, por silencioso. Pronto comprende que debe escribir, decide que debe apuntar todo lo que ve y todo lo que les hacen y aprovecha cualquier centímetro de papel para ello, llegando a robar actas de los guardianes, dando la vuelta a los pósteres, o arrancando las páginas de respeto de las obras completas de Marx, tan omnipresentes en las bibliotecas populares, escolares o carcelarias. Pero lo hace, claro, a escondidas, mientras todos duermen, o al encerrarse en el baño… pues escribir estaba prohibido, y lo hace, además, cambiando además de estrategia en cuanto a su extroversión: de repente es el que más se hace notar en las extrañas fiestas y «grandes shows» que, a pesar de todo, montan los reclusos, chillando y poniéndose fregonas en la cabeza, para que nadie lo eche en falta, nadie recele de su apartamiento o de su soledad, nadie sospeche que anda tomando notas, «levantando acta»…
Lo cierto es que entre unos detalles y otros, esta novela, aparte de su alta calidad, es casi un poema en prosa (hay fragmentos que lo son sin duda, técnicamente), pero lo que más importa es que consigue ser una novela… bonita. No digo alegre ni digo amable, porque es muy dura y porque en ella Reinaldo Arenas se esmeran en transmitir la sensación de fango del trabajo en los campos de caña, de los insectos, del sudor, de los olores, de la falta de higiene, del hambre, del miedo, de la represión más radical… Y, sin embargo, el autor sabe hacerla hermosa, como si se rebelase también (él, tan indócil…) ante el hecho de que el cuento le pudiera salir excesivamente triste o luctuoso: lo es, sí, pero de un modo asimismo jolgorioso, aunque esa sensación de «fiesta extrema», de «fiesta radical», de «fiesta desesperada», se consiga por la vía del exceso literario, de la acumulación, de la torrencialidad, de una energía narrativa que abruma sin atropellar.
He aquí, en fin, la agria historia de alguien que, refugiado en «todas las jergas y ademanes típicos del maricón prisionero», comprendió que «para salvarse tenía que comenzar a escribir inmediatamente».