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Zoé Valdés retrata a la generación hippie cubana que fue perseguida

La escritora publica ‘En la Habana nunca hace frío’, un libro sobre la cultura ‘underground’ prohibida en la isla de los años 70

Zoé Valdés retrata a la generación hippie cubana que fue perseguida

Portada de 'En la Habana nunca hace frío'

En los años 60 y 70, la línea dura del comunismo cubano veía el rock and roll, la música pop estadounidense, la cultura underground, movimiento «hippie» y el pelo largo como signos de decadencia moral y como propaganda enemiga. Mucha gente desconoce hoy que durante décadas la música occidental estuvo prohibida en el bloque del Este y en países como Cuba.

«Escuchar este tipo de música era un sueño, solo queríamos una música libre, no era nada del otro mundo. Y muchos jóvenes fueron mandados a la guerra de Angola o la cárcel; o fueron torturados en los campos de concentración. Simplemente por escuchar un tipo de música», cuenta la escritora y periodista Zoé Valdés (La Habana, 1959), afincada en Francia, a THE OBJECTIVE, con motivo de la publicación de su novela En la Habana nunca hace frío (Editorial Berenice, 2023), en la que construye una ficción sobre la adolescencia difícil de tres amigas en un régimen sin libertad, a partir de sus propias vivencias y recuerdos.

La adolescente Eva, protagonista del libro, junto con sus amigas Bada y Pilzy, descubrieron este tipo de música a través de Mijito Frankenstein, un conocido músico que les introduce en la cultura underground y a «la Jipangá», los jipis y frikis habaneros. El músico les enseña a sintonizar su radio Selena con las débiles señales de las emisoras occidentales, que eran ilegales, y así entrar en un mundo prohibido por su gobierno.

«Hay personas que se lo han guardado durante mucho tiempo, no sólo por el espanto que todavía provoca, sino porque ha sido lamentable. Cuando nosotros contábamos desde hace muchos años que esto nos había ocurrido, no nos creían. Y ahora, como le ha pasado también a los venezolanos, se lo creen. En este libro está una de las tantas historias terribles que sucedieron en Cuba, porque esa no es la única historia, por supuesto. Hay numerosas, desgraciadamente», dice Zoé Valdés.

En aquellos años la música era una forma de rebelión y de expresión no sólo tras el telón de acero, sino también en Occidente y en Estados Unidos: contra las guerras, contra ciertos políticos y sus regímenes. Fue una fuerza motriz del movimiento hippie y de festivales como Woodstock.

El exilio, una ofrenda dolorosa

Valdés vivió en Cuba hasta los 24 años y en 1983 hizo su primer viaje a Francia, no sabía que el país vecino se iba a convertir en hogar. En aquel momento había salido la película Cecilia de Humberto Solás. «A Fidel Castro no le gustó. Fue muy crítico y muy amenazador contra el equipo de la película y contra los que escribieron a favor de la película». Ella estaba casada con un periodista que escribió a favor del filme. «Él tuvo la suerte, como después la tuve yo también, de que el equipo de la película y de esa revista de cine cubano, fueran enviados por el propio Fidel Castro a una especie de ‘exilio de terciopelo’».

La autora explica que en aquella época a los que castigaban los mandaban a países capitalistas y a los que no, los premiaban en países socialistas. «Entonces a nosotros nos mandaron como castigo a París. Para mí no fue un castigo. Para mí fue la apertura a la libertad».Estuvo cinco años en la capital francesa y después decidió volver a Cuba. «Yo era de las que pensaba que había que inmolarse dentro de Cuba, que había que luchar dentro del país. Lo intenté, no pudo ser y en el año 1995 me fui definitivamente a París y no he vuelto. No he vuelto nunca más, entre otras cosas porque ellos no me permiten volver. No tengo el permiso de volver a mi país, pero a mí tampoco me interesa ir a entregarles ni mi presencia, ni mi dinero, ni nada a ese país, a ese gobierno».

Su deseo no era irse de Cuba, pero la situación la obligó. Desde el exilio ha continuado enfrentándose, ejerciendo una oposición a la dictadura cubana, y en general, a todos los regímenes autoritarios. También es gran defensora de los derechos humanos y de los periodistas perseguidos en todo el mundo.

«Cuando estás en el exilio tienes que enfrentarte a gente muy obtusa, que no te cree, que te niega lo que tú has vivido, que te dice que eso es falso, que eso es mentira. Sentí que mucha gente, amigos, me dejaron de hablar porque me había ido definitivamente. Es una ofrenda también muy dolorosa el exilio. El exilio, además, hay que ganárselo a pulso porque no todo el mundo está preparado para ser exiliado. Una de las cosas que me ha pasado es que la mayoría claudica, y una manera de claudicar es, por ejemplo, llegar aquí y, y volver a votar por la misma tendencia política que te destruyó la vida». 

La autora ha encontrado su lugar en la literatura y ha sido galardonada con varios premios, como el Premio Finalista Planeta en 1996 por Te di la vida entera, Premio Fernando Lara de Novela en 2003 por Lobas de mar o Premio Azorín en 2013 por La mujer que llora, entre tantos otros.

El distanciamiento voluntario o necesario

El libro bien podría haberse escrito en primera persona o convertirse en unas memorias, pero Zoé Valdés decide escribirlo desde la distancia, en tercera persona. Necesitaba distanciarse del dolor, de aquellos años que paralizaron su crecimiento como persona. «Quería mantener ese distanciamiento que yo misma me había impuesto por problemas emocionales. Es una parte de mi adolescencia que la viví con otros amigos y amigas en ese momento. Y también cuento lo que les sucedió a ellos a través de mí, a través de los personajes de la novela. Necesitaba volver a acercarme de manera emocional a algo de lo que yo misma me había querido distanciar. De manera impuesta para no sufrirlo de nuevo».

Valdés tardó mucho en escuchar rock de nuevo. Se hizo un escudo. Se desligó de toda esa música, se alejó por mucho tiempo del ambiente underground. «No por miedo, sino para preservarme, para preservar mi fuerza. Porque perdí mucha fuerza en esos años. Yo me quedé totalmente inerte y quería preservar la poca fuerza que me quedaba y multiplicarla. Y esa fue mi reacción durante mucho tiempo». Al final del libro hay un capítulo donde lo explica. Tuvo que esperar mucho tiempo para poder acercarse a esa música. 

En la novela En La Habana nunca hace frío hay escenas memorables. Como las golpizas de los agentes de la Seguridad del Estado a los jóvenes que cantaban temas de Led Zeppelin y Rolling Stones o The Cowsills; o la expresión de macabra alegría de la actriz Ana Lasalle cortando pantalones beatlerianos y melenas frente al Cine Yara, en el Vedado. «Con una tijera de podar jardines tasajeaba la cabellera suelta sobre los hombros de un muchacho, mientras otra mujer le cortaba por la costura los pantalones beatlerianos, por los Beatles, muy odiados por el régimen –era así como se usaba nombrar los pantalones tubitos de moda, ceñidos a los tobillos», escribe.

Durante su adolescencia se refugió mucho en la lectura. «Éramos un grupo que teníamos amigos fuera de Cuba y que nos enviaban libros prohibidos y con la lectura me hice como una especie de núcleo que para mí era irrompible, en el que yo me encerré para poder leer, estudiar y crecer. Era lo único a lo que yo aspiraba». Zoé, que fue parte de esa generación underground, de marginados que se enfrentaron a la censura y los castigos de la revolución, cuenta, a través de Eva sus propios obstáculos con el absurdo y la ruindad de esa etapa. «De los cobardes no se ha escrito nada», escribe. En su novela las escenas son como una película intensamente humana donde la atrocidad y la ternura se abrazan. 

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