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Cultura

Memorias de una juventud revolucionaria

Eugenio del Río, líder del Movimiento Comunista entre 1975 y 1983, rescata su pasado radical en ‘Jóvenes antifranquistas’

Memorias de una juventud revolucionaria

La portada de 'Jóvenes antifranquistas', de Eugenio del Río.

Considera Eugenio del Río (Donostia-San Sebastián, 1943) que «no se ha reconocido ni se ha agradecido como debería haberse hecho la abnegada entrega de miles y miles de personas, mayores y jóvenes, mujeres y hombres, a la lucha antifranquista, arriesgando mucho en tal empeño». Y es esta la razón, una de las razones, para la escritura de Jóvenes antifranquistas (Los libros de la Catarata, 2023), un ensayo (unas falsas memorias, en realidad), en las que el autor, busca, desde lo personal, construir una imagen generacional de esa segunda hornada antifranquista de mediados de los años sesenta. Jóvenes que se vieron en la lucha sin mentores, que no fueron «acompañados en su proceso de conversión por miembros de generaciones anteriores», nos cuenta Del Río. Jóvenes inexpertos, que tuvieron que partir de cero, abrazando ideologías adquiridas y tratando, a la marcha, de construir unas ideas propias.

En el centro de este libro se halla un misterio (y un afán de esclarecimiento): el por qué del éxito que tuvo aquel radicalismo ideológico que abrazaron, en muchas ocasiones de forma bastante acrítica, todos aquellos jóvenes antifranquistas. Se pregunta Eugenio del Río: ¿por qué nos hicimos revolucionarios?

Confiesa Eugenio del Río la dificultad (y no solo suya, sino de muchos de sus compañeros) de transmitir «las peculiaridades concretas de aquel tiempo». Dice: «No logramos explicar en qué consistieron nuestros universos ideológicos». Y ello por una razón fundamental, pues que se trató aquel de un territorio de ficción, narrativo. Afirma que el suyo y el de aquellos tantos jóvenes fue «un mundo literario, entregado a la fantasía revolucionaria y sometido a influencias diversas y, por momentos, cambiantes». Con ello, el paisaje de fondo era harto brumoso, y se operaba con hipótesis y conjeturas. Apenas había un conocimiento cierto y veraz de la sociedad a la que se pretendía iluminar y convencer para la movilización de las masas y ello provocaba que «la fantasía política se desparramara con una intrépida libertad que un conocimiento más realista habría constreñido».

En las mentes y en los corazones de aquellos jóvenes estaba el marxismo, pero también los restos del catolicismo cultural del Régimen y los valores del mundo familiar. Dice el Rio: «No éramos conscientes de cuánto había de conservación en nuestra transformación». Así las cosas, se caracterizaban aquellas conversiones ideológicas por una hipertrofia del sentido antagonista y por una acusada belicosidad. El propio autor confiesa que «tengo que admitir que fui excesivamente duro en mis juicios y muy intransigente en el plano ideológico». De hecho, en el principal documento político del Movimiento Comunista en sus primeros tiempos, el comunismo era descrito «como la estación término, el fin de la conflictividad social y el reino de la armonía».

Conciencia religiosa

En resumen, que la revolución no era una realidad práctica, sino un artefacto «en buena medida cultural, la referencia a un manojo de experiencias lejanas en el espacio y en el tiempo, un puñado de ideales y un componente sobresaliente de la identidad colectiva». Para tal fin, además, la violencia era considera un recurso instrumental. A este respecto, Eugenio del Rio, y aun concediendo que no le era contrario en sus primeros tiempos, sentencia que «la acción política violenta crea un tipo de estructuras y de personas que acaban convirtiéndose en un lastre antidemocrático». Ello trae una implicación funesta y es el hecho de la «idea accidentalista de la democracia». Esto es, que el que el anhelado proceso revolucionario condujera o no a un régimen democrático era visto como un problema secundario, y no se descartaba el recurso a procedimientos políticos dictatoriales en caso de necesidad, cuando todavía no se hubieran reunido las condiciones para la soñada sociedad comunista.

En la juventud española de los años sesenta «confluían un antifranquismo radical minoritario con un vago descontento social, y una extendida despolitización. El franquismo apenas contaba con apoyos juveniles», cuenta Del Río. Sucedía que la vieja generación franquista se fue vaciando de ideas y perdiendo entusiasmo y convicción, por lo que eran incapaces de transmitir ya a sus hijos este universo cultural que, por el contrario, sí había prendido en las décadas anteriores, y la única baza que quedaba era el crecimiento económico. El franquismo suscitaba cada vez más antipatías, no solo por su carácter despótico, sino por su miseria cultural, «su oscurantismo y la imposición de una sexualidad represiva». Así, el secularismo iba ganando posiciones. Un ejemplo: las vocaciones sacerdotales eran de 8.000 seminaristas en 1963 y se convertirían en 2.500 en 1974.

En este panorama social, la nueva izquierda revolucionaria contó con dos vectores sociales e ideológicos principales: la corriente marxista encarnada por el Partido Comunista y sus áreas de influencia y, de otro lado, parte del mundo católico que se opuso al franquismo y que, influyó notablemente en la evolución de las mentalidades. Ambos vectores se «solaparon con frecuencia y dieron lugar a hibridaciones múltiples», afirma Eugenio del Río, quien además llama la atención sobre cómo el ideario franquista fue incapaz de permear en las conciencias de aquella juventud de los años sesenta, pero sí, en cambio, lo hicieron otros dos focos de irradiación: la formación religiosa y la experiencia de la religiosidad y el mundo de los valores familiares. Con ese legado ético, permaneció viva en los jóvenes antifranquistas la voluntad de actuar en favor de los demás, una querencia altruista y no egoísta. Dicho de otra manera: bajo formas parcialmente renovadas, lo viejo permaneció en lo nuevo «como un poso subterráneo y callado».

Respecto a su conversión personal, cuenta Eugenio del Río que sucedió en torno a 1962, cuando el autor contaba con 17 o 18 años. «Fue una auténtica revelación, que generó un rencor profundo, una rabia insuperable contra el poder franquista autor de tantos crímenes», afirma. La consecuencia de ello fue que «se apoderó de mí un furor sordo, íntimo, profundo, que nunca ha desaparecido». Responsable máximo de ese despertar, confiesa Eugenio del Rio, fue José María San Sebastián, capellán entonces de hospital infantil de San Juan de Dios, en el Alto de Errondo donostriarra. Gracias a los libros prestados por el capellán (Goytisolo, Malraux, George Steer, Hugh Thomas), Eugenio del Río fue capaz de enmarcar el rechazo del Régimen en un marco histórico más amplio. Sirven estas concomitancias, las de la ideología revolucionaria y la conciencia religiosa anterior, en opinión de Eugenio del Rio, no solo para conocer su origen, sino para entender mejor los procesos de conversión revolucionarios.

Fantasías ideológicas

El peso de la ideología lleva aparejada «la acción de sesgos cognitivos, de prejuicios, de filtros distorsionadores». Entre ellos se encuentran el sesgo de confirmación (buscar en los hechos la confirmación de nuestras ideas previas), el pensamiento deseante (entre varias hipótesis coger la que nos da más satisfacción), el efecto de falso consenso, la subestimación del valor de los puntos de vista de quienes son considerados enemigos o el prejuicio del recuerdo condescendiente con nosotros mismos (la benevolencia aplicada a los actos propios). Todo ello contribuía a un conocimiento de los hechos con numerosas deficiencias y una importante pérdida de realidad. La consecuencia de ello, y como ya apuntamos antes, es que la literatura se apoderó del universo de la ideología, por la razón de la necesidad de crearse una trama dramática en la que situarse. Y ello aplica también a los líderes antifranquistas quienes «tenían una faceta creadora, artística, cerca de la de quienes escriben novelas o guiones cinematográficos, y si se me permite expresarlo así de dinamizadores culturales», afirma Eugenio del Rio.

Lo que provocó, en opinión del autor, que «las grandes composiciones ideológicas no fueron muy operativas a la hora de precisar los fines a corto plazo». Resultaban útiles «como forjadoras de relatos para un futuro indeterminado». Hete aquí pues la utopía eternamente pospuesta, demorada, que implicaría, al final, que, por causa de estos ideales, se actuaba desdeñando los puntos de vista de las mayorías sociales; en su afán por curar a la sociedad, esa voluntad sanadora (y salvadora) decidía en nombre de ésta. Sucedía así que estas ideologías, confiesa el autor, «se apoderaban de las personas y nos empujaban a cometer errores y algunos desvaríos». En el caso de Del Río fueron principalmente tres: la defensa de una dictadura como la china, la justificación de la violencia para avanzar hacia una sociedad ideal y la legitimación durante algunos años de la violencia de ETA.

En la nota final del libro, Eugenio del Río llama la atención sobre cómo los jóvenes que integraron aquella generación antifranquista «conservan un recuerdo puramente grato», mas «el examen crítico sobre aquel periodo ha sido escaso tanto entre quienes han permaneció a la izquierda del espectro como entre quienes han buscado climas políticos más moderados o, simplemente, se han alejado de sus inquietudes juveniles». Sirva este volumen de memorias para alentar ese necesario proceso de autoevaluación crítica.

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