Todos los Petrarcas, por Francisco Rico
El filólogo y académico publica un volumen esencial para descubrir al poeta y padre del Humanismo
Petrarca, Poeta, Pensador, Personaje, título del último ensayo del filólogo y académico Francisco Rico (Barcelona, 1942) y gran conocedor de la obra del humanista, es una magnífica guía para iniciarse y descubrir a Francesco Petrarca (Arezzo, 1304-Arquà, 1374). Editado por Arpa, Rico divide el volumen, con su habitual rigor, entre un perfil de largo aliento y tres capítulos finales para centrar mejor las claves.
La biografía de Petrarca es sorprendente desde su misma condición de beber del pasado para anunciar el futuro. Una de sus características principales, surgida entre la curiosidad y la urgencia de adquirir protección o reconocimiento, fue su movilidad europea, de Francia a Italia con visitas a Praga para departir, desde su rango diplomático, con el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
La senda que eligió para sobrevivir se basó en un incesante vaivén desde el papado aviñonés a los clanes con creciente poder en una Italia a caballo entre la Edad Media y el Renacimiento. Petrarca, bien amparado por su vinculación con la Iglesia, se postuló en ese contexto como un peón de prestigio, muy efectivo al tener fuerte conciencia del tiempo presente y su amor a la elocuencia, heredada de los clásicos. Inteligente e hiperactivo, además de sus labores diplomáticas, redescubrió a numerosos clásicos latinos, de Tito Livio a Cicerón, anotándolos con una doble intencionalidad.
La primera sería filológica. Su contribución en este campo es una de las puertas hacia el Humanismo al comprender cómo lo antiguo siempre es útil para construir el hoy. La segunda iría más hacia notas privadas dentro de esos manuscritos, apasionantes no sólo para los investigadores, sino también para aquellos interesados en la vida, mezclada de manera novedosa con la obra.
Según Rico, la caída del caballo de Petrarca aconteció cuando descubrió varios códices en Lieja y Verona. Corría el año 1345, año que supuso la fusión de todas sus cualidades para crear un nuevo tipo de hombre de cultura, insólito en su época. El amor a la filología derivó en querencias literarias. Desde ese instante emerge en Petrarca un yo muy moderno, con la primera persona imponiéndose en una superficie donde ya no prima lo religioso y se desarrolla un discurso que pone los cimientos del Renacimiento, si se quiere ya intuidos en Dante, pero aún sin la pátina de abandonar poco a poco lo medieval, quizá incluso ignorándolo.
Modernidad
Petrarca dejó muchas de sus notas sobre Laura dentro del códice virgiliano como si hubiera querido activar a los detectives del mañana. Su ego era un poco como la comparación que hizo Tristan Tzara de André Bretón con una estatua de bronce en movimiento, y supone un salto gigantesco hacia el sujeto por encima del anonimato, anticipándose aquí a sucesores como Montaigne por ese registro tan minucioso de sus días.
El poeta ansiaba ser recordado como un ilustre escritor en lengua latina. Su resurrección de la romanidad, su semilla europea, se contemplaba en la lengua de los ancestros para perpetuar su estela. Como, pese a ser partícipe de grandes acontecimientos, aborrecía a sus contemporáneos quiso reconvertir su era en un ideal.
Petrarca tuvo como meta ser uno más en la lista de sus ídolos y terminó elevándose a los altares por su Canzoniere en lengua vulgar, un italiano que en lo cotidiano no se unificó hasta las emisiones de la RAI, pero que sí adquirió modelos literarios, estilos, temáticas e impronta desde lo lanzado por Petrarca, de irradiación internacional al nacer la imprenta.
No deja de ser sorprendente cómo su abocarse al pasado se combinaba en silencio con una simbiosis total para sembrar el presente, hasta configurar fórmulas y lenguajes perfectos para que las lenguas nacionales se desgajaran de su amado latín. Quizá Petrarca nadó en muchas sanas contradicciones sin advertirlo. Su ambición en el siglo, más de nombramientos y oropeles, se vio saciada sólo hasta cierto punto, pues no obtuvo su soñada púrpura de cardenal, a su parecer merecida por servir con esmero al papado de Aviñón. La cosecha tras su muerte es impecable: fundó el Humanismo, aportó vigor a la modernidad hilvanándola con el pasado y recibió un laurel menos marchito que el que le concedió el Senado de Roma en 1341 al inaugurar, sin el carisma de Dante, un camino espléndido para literatura europea desde la falsa vulgaridad de su italiano.