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¿Dónde se esconden las 'groupies'?

Fueron una tribu llamativa y mediática que, con el paso del tiempo, ha caído en el exilio. Pero, ¿por qué?

¿Dónde se esconden las ‘groupies’?

Grupo de fans en la cola de un concierto. | Europa Press

Las hubo a cientos en miles de lugares. Fueron tantas porque los principios que regían su condición no eran más particulares que el deseo, la pasión y hasta el secuestro emocional por parte de los músicos que admiraban. La fórmula era el babeo púber de una fan, sumado a la disposición panteril de una chica surfeando la revolución sexual. Bien es cierto que no todas eran postadolescentes desatadas deseosas de hacerse parte de los dioses (porque eso eran las estrellas musicales hace medio siglo, encarnaciones divinas para muchos) prodigándoles enloquecedoras carantoñas de dos rombos. Otras se veían a sí mismas como musas. Ninfas helénicas destinadas a extraer la genialidad de aquellos bendecidos con el esquivo don de un talento natural. Una dádiva que debía ser invocada con mimo maternal, atención y, a tenor de ser soez, concienzudas felaciones.

El mes pasado, el senador del Partido Popular, Vicente Azpitarte, dijo de las vicepresidentas del Gobierno que eran unas: «Groupies del peor presidente de Gobierno que ha tenido España en democracia». Y eso nos trae a la pregunta, pues más allá de las palabras del senador, ¿qué ha sido de las groupies en la actualidad?

Lo primero que hay que comprender, es que desde los años 60 la industria musical se rajaba las vestiduras por mitificar a los artistas. En Estrategias sobrenaturales para montar un grupo de rock (Blackie Books, 2014), Ian Svenonius narra cómo la dinámica para lograr que un músico fuese poco menos que un maharajá con una corte de sílfides clamorosas era perfecto por partida doble. Por un lado, vendía a las mujeres la falsa promesa de una liberación sexual que, finalmente, les salía más cara de lo que creían. Por el otro, vendía a los hombres el espejismo del poder y la oportunidad de conseguir lo que quisieran, aunque estuvieran años luz de lograrlo. Como diría un mago: «Todo es un truco».

Lo que distaba de ser un simple espejismo es el delirante tsunami de pasión que asaltaba los corazones de estas jóvenes devotas. Si en la Nostalgia del absoluto (Siruela, 2020), George Steiner diagnosticó la necesidad humana de un trono de adoración y de creencia, en el que habíamos pasado de poner a Dios, a poner el psicoanálisis, la ideología y, posmodernamente, el Yo, las groupies sentaba repantigados y paqueteros a sus ídolos musicales. Eso condicionó peyorativamente el término, bañándolo en un estigma de oportunismo-chupafama, frivolidad revienta-hogares (recordemos que muchas de esas estrellas de rock estaban emparejadas) y estupidez. Sin embargo, ¿no resulta envidiable un amor tan genuino por la música?  

Hay que reconocer en las groupies una idolatría activa, decidida y voraz, muy superior a la pasividad ramplona de los fans al uso. Desde luego, habrá quien analice su brújula ética con desatino. Se las podría tildar de frescas, en términos machistas, o de sumisas, en términos feministas, y es que las groupies poseen múltiples lecturas. Por ejemplo, aunque la groupie está muy relacionada con los años 60 y 70, existen amplios ejemplos de bandas noventeras que gozaron de un comprometido aplauso vaginal multitudinario. El britpop fue, de hecho, uno de los catalizadores de este renacimiento. Y, en el último coletazo del siglo XX, ya había voces que clamaban por entender a las groupies como jóvenes empoderadas decididas a hacer lo que les saliese del papo, pasándose por el arco del triunfo el qué dirán.

En la novela Como ser famosa (Anagrama, 2020), Caitlin Moran nos presenta a una joven crítica de rock que escribe un artículo llamado «En defensa de las groupies». ¿El argumento? Sin entrar en la descacharrante prosa de Moran, es apoyar a la joven adolescente que prefiere gozar de un affaire con una estrella versada en las artes amatorias, que con un tipejo raro del instituto que piense que el cunnilingus es un plato tailandés. Y esto nace del reconocimiento de la voluntad de las jóvenes para ser dueñas de ellas mismas, lejos del paternalismo protector que las identifica indefensas.

Es un poco la misma historia que ocurre con la película Casi famosos, de Cameron Crow, en la que Pennie Lane, jefa de Las Banderas, lidera una panda de groupies que de tontas no tiene un pelo. ¿Enamoradizas? Quizás. ¿Pueriles? Seguramente. Pero, ¿pijilerdis? Ni de coña. Y eso que la ambientación pertenece a los años 70, ya que la susodicha señorita Lane existió y permitió el gozo de su compañía a hitos como Eric Clapton o Jimmy Page.

Pero el audiovisual sobre las groupies no se atasca en esa fulgurante década, la serie Californication dedicó su sexta temporada al convaleciente mundo del rock y dispuso como protagonista femenina a una groupie. Bueno, mejor dicho, a una musa (aclaración que se lleva a cabo en la serie), ya que Faith -interpretada por una siempre deslumbrante Maggie Grace-, encarna esa vital distinción entre la apasionada que busca una historia que contar, y la trascendente criatura destinada a insuflar el despertar de la gracia con su compañía.

Pero, entonces, ¿dónde han ido a parar? Ya no se habla de groupies en prensa, ni nadie, salvo algún senador despistado y cenizo, emplea el término. ¿Qué ha pasado? Pues seguramente existan dos motivos. En primer lugar, la revolución sexual pasó a mejor vida. Las mujeres ya conquistaron (grosso modo) su libertad de fornicio, al tiempo que, y a riesgo de contradecir a Caitlin Moran, dejó de irles lo de ser tratadas como juguetes por flipados esnifa-egos. En segundo lugar, el explosivo astro que representaban los músicos antaño, se ha estrellado. Desde luego que aún resiste el fanatismo, pero el acceso automático a todo tipo de música y contenido, el auge del narcisismo en redes sociales, la adicción móvil y lo que podríamos llamar un cinismo generalizado, han exiliado la categoría groupie.

Antes de terminar, unas aclaraciones. Sí, desde luego que existieron groupies hombres. Y no sólo en tanto que fans zumbados, sino también como aventajados amantes. Si no, que se lo pregunten a Freddie Mercury o Elton John en una dirección, o a Chrissie Hyden, Debbie Harry o Lita Ford, en la otra. Y, sí, por supuesto que hoy en día también existen mujer y hombres que perderían un dedo meñique por darse un meneo con sus artistas de cabecera -sean del género que sean-. Pero, por si las beliebers y demás no hubiesen caducado ya, su disposición era una romantización siempre más casta e infantil. Desde luego, muy alejada del festival de sexo, drogas y rock’n’roll del que hablábamos antes. Serían, mejor dicho, groupies Disney.

¿Hemos perdido algo barriendo del mapa a estas divas de las artes? Supongo que sí; una tribu que encarnaba la pasión visceral por la música y quienes la alumbraban. Lo cual es una lástima. Pero también nos hemos librado de ejemplos como los de Sable Star o Lori Madox; conocidas groupies del siglo pasado que se dieron a la entrepierna famosa con apenas 14 años, e hicieron de la corrupción de menores una moda púber. Así que, lo comido por lo servido.

Es difícil saber si volverán a resurgir. Siempre puede asomar el morro un nuevo Oasis, o unos nuevos Héroes del Silencio, que traigan a los fans locos por arrimarse a ellos en pelotas. De momento, quedan para el mito. Y la eternidad que tanto ambicionan los artistas, mira tú, la consiguieron a su manera.

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