Contra la colonización 'woke'
Nuestras instituciones culturales sufren una ofensiva ideológica con la implantación inexorable de mitos identitarios
Aunque lo que ha trascendido a los medios del paquete de medidas anunciado por el inefable ministro de Cultura haya sido principalmente lo referente a unas presuntas medidas de descolonización cultural en los museos estatales (cuyo trasfondo tan excelentemente ha analizado Manuel Burón en THE OBJECTIVE), lo que hay detrás de todo ello es, sin embargo, un programa de más hondo calado, que tiene que ver con una ofensiva de okupación progresiva (por no decir progresista) de nuestras instituciones culturales. Dicho de otra forma: con el pretexto de la descolonización cultural, lo que vamos a ver es una estrategia efectiva de colonización ideológica. En cualquier caso, nada nuevo bajo el sol si tenemos en cuenta la adscripción política del ministro en cuestión.
Si bien podríamos retrotraernos a la imponente figura de Willi Münzerberg como incontestable descubridor de los réditos políticos que puede ofrecer la instrumentalización del mundo de la cultura y, más allá de él, a V. I. Lenin como artífice mayor de la manipulación de los que él llamaba, muchas veces con razón, «tontos útiles», el precedente concreto más inmediato de estas pretensiones de adoctrinamiento woke que el ministro de Cultura ha escondido bajo la expresión «revisión de los museos estatales», lo encontramos en los experimentos llevados a cabo por el anterior director (con la inestimable continuidad del actual) del Museo Reina Sofía, vagón de enganche por antonomasia de todas las políticas de fagotización y uniformización del mundo de la cultura por una ideología política. Cabe apuntar la curiosidad de que, si bien el mencionado director tuvo que presentar su renuncia a la reelección a causa de sus presuntas irregularidades, no se abstiene en la actualidad de comisariar alguna exposición para su antiguo museo, lo cual, puede que no sea del todo ilegal, pero no parece, desde luego, muy elegante en términos morales.
«Allí donde el fascismo propugna la estetización de la política», —proclamaba Water Benjamin al final de su célebre ensayo sobre la reproductibilidad técnica de la obra de arte— «el comunismo le responde con la politización del arte». Pues bien, es exactamente a esto, posmodernidad mediante, a lo que nos vamos a enfrentar. A menos que los dioses nos bendigan con una legislatura exprés, ello implica una dinámica de implantación inexorable de esa pluralidad de mitologías identitarias (neofeminismo de la sinrazón, el ecosentimentalismo radical, indigenismo cool, ideología queer, etc) que componen el ideario de nuestras izquierdas, y cuya primera consecuencia material se sustancia en una nutrida agenda de actividades que, al igual que sus antecedentes en nuestro sistema educativo, no se inspiran ya en la excelencia o en los resultados de las investigaciones histórico-artísticas, sino en la voluntad de difundir unos dogmas de fe a los que el Arte les confiera la apariencia de Verdad. Pero, nuevamente, nada nuevo bajo el sol: son las mismas políticas de colonización ideológica que ya se han llevado a cabo en la televisión pública, el CIS, el Instituto Cervantes y que tienen como pieza de caza más codiciada la conquista del poder Judicial.
Pues bien, en perfecta consonancia con este ideario (si hay algo que agradecerle a la izquierda es su coherencia, aunque la esencia de ésta, como ya nos enseñara Orwell, sea entrar constantemente en contradicción consigo misma) la artista peruana Sandra Gamarra, cuyo trabajo, titulado Pinacoteca migrante, versa sobre precisamente sobre «las consecuencias de la colonización española» (sic), ha sido la seleccionada para representar a nuestro país en la prestigiosa Bienal de arte de Venecia: «Me ocupo» —declara la artista en un prodigioso despliegue de claridad conceptual— «de la destrucción como parte del mestizaje, del deterioro del tiempo, pero también del deterioro autoimpuesto».
Paralelamente, y puesto que las irradiaciones del poder terminan afectando a todas las esferas de la sociedad, también el Museo Thyssen nos adelanta que prepara una exposición sobre «arte y colonialismo en sus colecciones», a la que le precederá otra de la artista filipino-canadiense Sthephanie Comilangs y le seguirá, a su vez, una de «la gran pintora expresionista» Gabrielle Münter. El Museo del Prado, por su parte, buque insignia indiscutible de nuestra cultura, cumple asimismo con su correspondiente cuota feminista con una actividad titulada «El Prado en femenino: Promotoras artísticas de las colecciones del Museo».
«La imparable decadencia de nuestra vida cultural no es sino el correlato lógico del proceso de degeneración democrática»
Podríamos seguir indefinidamente, pero cabe preguntarse ¿se pretende, al criticar estas iniciativas, defender que las artistas femeninas deban seguir estando postergadas, como en efecto lo han estado, en el mundo del arte? Obviamente no, pero sí deberíamos evitar una forma, si cabe, más perversa de discriminación a contrario: la que consiste en poner el acento más en la condición sexual o racial del artista que en el valor real de la obra de arte.
No obstante, las consecuencias degradantes de este tipo de políticas van aún más allá de lo estrictamente político y afectan a la propia condición de la obra de arte. Al convertir a ésta en esclava de un discurso que muchas veces, no sólo no tiene nada que ver con ella, sino que es enteramente ajeno a las condiciones históricas en las que nace, se la obliga, por un lado, a decir algo que ella no dice, al tiempo que se la despoja de su bien estético más preciado: su irreductible singularidad artística. En tal sentido, si aceptamos con Marx que la superestructura cultural no es sino el reflejo de las condiciones materiales, y establecemos que éstas, más allá de la economía, se sitúan en el marco de lo político, habremos de concluir que la imparable decadencia de nuestra vida cultural no es sino el correlato lógico del proceso de degeneración democrática que estamos experimentando en la vida política.
Todo esto nos lleva a una última reflexión que puede resultar un tanto incómoda: ¿Por qué puede producirse este estado de cosas? En parte, porque no existe enfrente ningún discurso alternativo y consistente que se le oponga. Si bien, la izquierda, tal y como hemos apuntado, se caracteriza por la determinación con la que pone al servicio de sus intereses al mundo cultural, la actitud de la derecha a tal respecto es de una indiferencia que sólo cabe calificar de filistea. De la misma forma que en la educación o en el resto de las instituciones que hemos mencionado la invasión de los ultracuerpos ideológicos se ha ido produciendo a través de décadas sin apenas oposición digna de tal nombre, en el campo de la cultura nos encontramos también con una derecha que no sólo no se enfrenta a este tipo de políticas, sino que, en muchas ocasiones, las aplica en sus instituciones ya sea por complejos o por inercia. El resultado, como diría Schopenhauer, es precisamente el de los erizos: tenemos, en efecto, una política meramente virtual y cosmética cuyo reflejo es una esfera cultural politizada, aunque en el sentido más banal del término.