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Cultura

Urtasun y 'el negro de Banyoles'

Desde que Pedro Sánchez llegó a La Moncloa hemos tenido cinco ministros de Cultura y ninguno ha dejado huella

Urtasun y ‘el negro de Banyoles’

Urtasun durante la entrega de la Medalla al Mérito Cultural del Gobierno de Portugal. | Europa Press

La primera visita del recién nombrado ministro de Cultura, Ernest Urtasun, fue, no por casualidad, a su ciudad, Barcelona. Allí se reunió con la consejera de Cultura de la Generalitat, Natàlia Garriga, militante de Esquerra Republicana, para mostrarle «su compromiso con Cataluña, su lengua y su potencial cultural». Nadie duda que Cataluña es una potencia cultural dentro de España y, precisamente por eso, no es Barcelona el lugar con más urgencia culturales.

Tal vez hubiera sido más urgente acudir a la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid, en Alcalá 31, a cuatro minutos a pie del Ministerio de Cultura. No porque Madrid necesite urgente atención cultural, sino por aclarar aquella iniciativa que anunció nada más tomar posesión: «El Prado Extendido». Lo que supondría, en sus propias palabras, «reposicionar la colección del Museo en el contexto nacional mediante una nueva política de depósitos». 

Todos entendimos que lo que se escondía detrás de tan engorroso lenguaje era desmembrar la colección de la principal pinacoteca española y repartirla, no se sabe muy bien bajo qué criterios,  entre otras comunidades. Aunque igual todos entendimos mal, incluido el consejero de cultura madrileño, Mariano de Paco, que aún está esperando una explicación de su homólogo y, sin embargo, vecino.

Da la impresión de que Urtasun, como el resto de ministros, está más ocupado en mantener la estabilidad del Gobierno que en las labores propias de la cartera de Cultura. De hecho, es quien da la cara cada vez que Sánchez  se sale de lo acordado con Yolanda Díaz, o cada vez que Podemos supura por la herida de la humillación. Pura cultura política.

Así que cuando distrae unas horas para dedicarse a la Cultura con mayúsculas, provoca un incendio. Saca a la palestra asuntos que nadie ha reclamado y que difícilmente pueden ser calificados de urgentes. El último incendio ha sido provocado por su propuesta de la descolonización de nuestros museos. Es decir, devolver a los países originarios todas aquellas piezas de arte que según él «robamos» a nuestra colonias.

«¿No deberíamos exigir a EE UU que nos devuelva todo el arte español que se puede ver en el Met o en el Moma?»

Poniendo las cosas en su justa medida, no es que nosotros tengamos el equivalente a la mitad del Partenón en nuestro Museo Arqueológico, como lo tienen los británicos en el British Museum. O que disfrutemos como Francia de la rapiña de Napoleón en Egipto y en la propia España. No, nuestra colonización ha sido mucho más light. Y en la balanza casi deberíamos ponernos en el lugar de los colonizados.

¿No deberíamos exigir a Estados Unidos que nos devuelva todo el arte español que se puede ver en el Met o en el Moma? William Randolph Hearst, a principios de siglo, se dedicó a coleccionar valiosas piezas de todo tipo, aprovechándose de nuestra ignorancia, y lo mismo hicieron otros marchantes yanquis durante el franquismo. Otro tanto hizo el hermano del emperador, Pepe Botella, que en una caravana de 2.000 carruajes, cargados de arte,  intentó llegar a Francia, episodio relatado con profusión por Galdós en El equipaje del rey José. Wellington frenó la intentona y puso a salvo en su casa de Londres más de 300 pinturas, que pueden verse hoy en la sección spanish gift de su casa museo.

La descolonización no deja de ser un intento de rectificar la historia. Las más sonada de las iniciativas para ejecutar la «justicia histórica» en un museo español se llevó a cabo con «el negro de Banyoles», peripecia que narra  con detalle el argentino Joan Forn en su muy recomendable Yo recordaré por ustedes (Seix Barral). 

«Su futilidad no hace más que dar argumentos a quienes consideran el de Cultura un ministerio superfluo»

El aborígen africano, eviscerado, fue exhibido durante décadas en el museo de la localidad entonces llamada Bañolas con el rótulo: «Bosquimano, o quizá Bechuana, del desierto africano». Hasta que en 1991, un haitiano residente en Cataluña dio la voz de alarma y comenzó una campaña internacional para devolver al «negro» a su lugar de origen, que nunca se tuvo claro. La Unión Africana ordenó sin mucho criterio su repatriación a Botswana, pero no fue hasta el año 2000, tras muchos avatares,  que lo que quedaba de aquel ser humano -la calavera y unos huesos sueltos- llegaron a la capital, Gaborone. No se celebró ningún rito, porque fue imposible determinar su etnia, y las autoridades le enterraron sin pena ni gloria en la que podría ser, o no, la tierra de sus antepasados. 

Desde que Pedro Sánchez llegó a La Moncloa hemos tenido cinco ministros de Cultura, uno por año -Màxim Huerta, José Guirao, Jose Manuel Rodríguez Uribes, Miquel Iceta y Ernest Urtasun-, y ninguno de ellos ha dejado la menor huella de su paso por la casa de las Siete Chimeneas. Da la impresión de que el actual ocupante se empeña en desatar polémicas estériles para hacerse notar.  Pero esa futilidad no hace más que dar argumentos a quienes consideran el de Cultura un ministerio superfluo. 

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