La historia de los judíos en España por 18 euros
La académica Paloma Díaz-Mas publica un ensayo riguroso y ameno sobre el devenir de la cultura hebrea en la Península
Existen dos maneras (esenciales) de contar una historia: la narración lineal o cronológica, y el relato fragmentado, que sitúa el arranque de su cuento a partir de un suceso para buscar en dirección al pretérito sus anales o perseguir hasta el presente su desenlace. En el caso de la historia de la cultura hebrea en España, elegir entre cualquiera de estas dos opciones resulta una tarea imposible: tanto si se opta por la primera como si se elige la segunda, confiados en el sortilegio del misterio, ambas estarán contaminadas por el decreto de los Reyes Católicos que en 1492, cumplido el mes de marzo, puso fin a una España en la que cohabitaban, no siempre de forma pacífica ni candorosa, distintos credos y religiones. Al mismo tiempo que los judíos abandonaban sus haberes en Castilla y Aragón nacía el mito de Sefarad, el anhelado hogar perdido de esa (otra) España que quedaba huérfana y sin patria.
Se atribuye a José Bergamín (1895-1983) la invención del hermoso término de la España Peregrina, que fue el nombre con el que un grupo de intelectuales republicanos fundaron en 1940 en México una revista con la que pretendían mantener viva en las latitudes americanas la cultura del exilio español. La publicación editó siete números antes de extinguirse. Treinta años más tarde, en un viaje de ceniza, Max Aub, escritor republicano de ascendencia judía, escribió en La gallina ciega, su diario español: «¿Quién soy yo para todos los que llenan estos cafés del centro de Barcelona y sus enormes terrazas? Nadie. No, nadie sabe quién soy». La memoria de los exiliados únicamente existe dentro de su propia imaginación. Eso es lo que descubrió Max Aub. Nadie los leía, nadie los añoraba, nadie los recordaba. Igual que los muertos que no fueron, el exilio y la distancia los había convertido –a su pesar– en fantasmas del pasado que sólo descubrían su deceso al constatar la cruel indiferencia ajena.
Idéntica sensación, pero con una duración de siglos, debieron sentir los judíos españoles que a finales del siglo XV, justo cuando Castilla descubría el Nuevo Mundo, fueron arrojados en sólo cuatro meses fuera los reinos cristianos. Sobre sus huellas en la Península Ibérica, Paloma Díaz-Mas, filóloga y académica de la RAE, ha escrito un ensayo –Breve historia de los judíos en España (Catarata)– que ha alcanzado su tercera edición en sólo tres meses. Un libro que combina el rigor documental con una narración descriptiva, directa y divulgativa. Díaz-Mas, que ha dedicado a la cultura sefardí buena parte de sus investigaciones académicas, rastrea las huellas de la España judía desde la época romana tardía, de la que datan los primeros documentos ciertos sobre la presencia hebrea en nuestra geografía, hasta el presente.
Desgarro y olvido
Su itinerario discurre por las sucesivas etapas históricas anteriores y posteriores a la expulsión, que fue el desgarro y la cesura de una tradición cultural tan española como la cristiana y, durante los siglos de dominio y fragmentación en las taifas, equiparable a la musulmana. A pesar de su trascendencia histórica, la bibliografía sobre esta España hebrea, sobre la que han escrito excelentes libros historiadores como Antonio Domínguez Ortiz, Joseph Pérez o Julio Caro Baroja, ha dado más frutos académicos que creado conciencia cultural. Diríase que la recuperación de su legado es una de nuestras asignaturas (históricas) pendientes. La pluralidad española nunca ha sido un hecho regional, sino una invariante cultural: es la suma de quienes nos precedieron, no el lugar en el que vivieron, lo que explica aquello que somos.
Díaz-Mas ha querido explicar todo esto a través un relato panorámico donde los hechos se combinan con una galería de personajes –desde el filósofo Maimónides al escritor Cansinos-Assens– cuya evocación dibuja el paisaje y el paisanaje de esa España judía que fue olvidada o se difuminó tras la unificación de Castilla y Aragón, pero que, de forma milagrosa, no se ha convertido en arqueología porque siguió existiendo en el recuerdo, la memoria sentimental y la lengua (familiar) de los descendientes de los sefarditas, entre ellos figuras como el escritor Elías Canetti, descendiente de la familia (hebrea) de los Cañete.
Díaz-Mas diferencia en su relato entre las ordenanzas de segregación religiosa de la España antigua, cuyo cumplimiento era bastante más laxo de lo que pudiera parecer a priori, acaso por el tradicional relativismo ibérico ante las leyes y pragmáticas, del posterior antijudaísmo –religioso o económico; este último derivado de la condición de prestamistas y recaudadores de impuestos de muchos hebreos españoles– y del antisemitismo, que en la Península Ibérica, en comparación con lo sucedido en Europa, fue bastante menos intenso, entre otras razones por el escaso número de comunidades hebreas que existían en el siglo XIX.
Pureza de sangre
Lo interesante de su estudio, que toca asuntos como la diáspora de los hebreos españoles hacia Portugal, Europa y el imperio otomano, es que, lejos de sumarse a los lugares comunes de la leyenda negra, razona la expulsión de 1492 en función de criterios de interés político –la unidad religiosa facilitaba y aceleraba la política– en lugar de como consecuencia de un atávico desprecio racial. No fue el caso. Los Reyes Católicos, de hecho, tuvieron médicos y consejeros hebreos en sus cortes. Al expulsar a los judíos, muchos de ellos notables contribuyentes, pretendían evitar su contacto con los conversos, pero institucionalizaron la sospecha social, fomentaron la delación interesada y generalizaron el delirio de la pureza de sangre, tres factores que caracterizaron a la España en los siglos posteriores.
Antes del siglo XV, las comunidades judías mudaban de piel según fueran las circunstancias ambientales y políticas, haciendo honor a su gran capacidad para el sincretismo cultural: bajo el dominio musulmán (Al-Andalus) se arabizaron (hablaban árabe en vez del hebreo, aunque lo escribieran con el alfabeto judío), durante la época almorávide y almohade fueron objeto de persecuciones (que en absoluto comenzaron con la hegemonía cristiana) y a partir del siglo XII se integraron, conservando sus creencias y costumbres, en los reinos cristianos, donde durante los siguientes de cien años, pese a ser considerados vasallos inferiores a los católicos, gozaron de amplia autonomía, instituciones propias y un creciente protagonismo político y económico, lo que les granjeó un rechazo popular, visible en la literatura de la época, que fue usado por órdenes religiosas (dominicos y franciscanos) y parte de los nuevos conversos, convertidos (por interés) en súbitos antijudíos de ocasión.
A finales siglo XIV, tan generoso en calumnias contra los hebreos en Europa, España vivió una oleada de ataques a las juderías desde el Sur hasta el Norte. Las conversiones masivas, fruto del pánico, convirtieron la impopularidad de los judíos entre los cristianos en un problema religioso que la Corona optó por solucionar con la Inquisición y después con su expulsión, que no hizo más que continuar los pasos dados por los reyes de Francia, Inglaterra o Alemania. La diáspora española, que afectó a 100.000 judíos y fue la última de Europa, ha quedado como uno de los momentos más desafortunados de nuestra historia, al amputar durante cuatro largos siglos una relación cultural secular. Muchos de los descendientes de los expatriados, diseminados por el Norte de África, Gibraltar, Países Bajos y otros territorios del Mediterráneo oriental, terminaron olvidando el hebreo, pero en cambio conservaron el judeoespañol, convirtiendo a Sefarad en su particular Rosebud. «Todos somos extranjeros o lo seremos en algún momento de nuestra vida al albur del destino incierto», escribió el filósofo Tzvetan Todorov. Su historia es también la nuestra, aunque la hayamos olvidado.