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Hemingway, escritor antes que personaje

‘A propósito de la escritura’ reúne los pensamientos del novelista sobre su oficio, del que rehusó hablar en público

Hemingway, escritor antes que personaje

Hemingway con un gato. | Archivo

¿Son malos tiempos para la prosa de Hemingway? Su exhibición bravucona de masculinidad y la exageración de un relato personal épico no parecen cotizar al alza en la actualidad. Sin embargo, la vigencia del Premio Nobel de 1954 puede verse y leerse en distintas propuestas.

Tras la muerte del autor norteamericano en Ketchum, Idaho, el 2 de julio de 1961, el italiano Alberto Moravia escribió un obituario muy clarividente de cara a las opiniones futuras al criticar con objetividad uno de los problemas del difunto, su empeño en crear un personaje superior en la esfera pública al del literato. Un fenómeno que derivó en toda una serie de lugares comunes como aquello de que Hemingway inventó los San Fermines o que tecleaba la máquina de escribir de pie, acompañado de una botella para aliviar la tortura de ejecutar su arte. Esta historia y otras se desmienten sin mucha complicación en A próposito de la escritura, una compilación de los pensamientos del estadounidense entorno a su oficio, del que rehúso hablar en público, factor importante para comprender la preponderancia del personaje sobre el prosista.

Publicado en España por Elba, la edición de Larry Philips es prodigiosa desde múltiples facetas. Una de ellas es su estructura, muy bien dividida en sus temas e intereses y juguetona al brindar al lector atento otros apartados ocultos, como el de los consejos a Francis Scott Fitzgerald. En uno de ellos, datado en 1929, descubrimos algunas de las esencias de Hem, quien reprocha a su amigo el inventar situaciones no experimentadas, según su opinión, un error por perjudicar tanto la verosimilitud como el discurrir de la trama. Aquí la venenosa reflexión contiene un canto a la concisión y lo inexcusable de ser fiel a lo vivido, clausulas indispensables para moverse en el tablero de la prosa, juzgada en otro fragmento como arquitectura.

Harold Bloom tildó a Hemingway de gran estilista y prosista menor. En los segmentos de A propósito de la escritura detectamos, ante todo, a un hombre entregado a una pasión de manera irrefrenable. Escribir es la respiración en su esplendor y una motivación para tirar hacia adelante basada en la lucha.

El autor de Fiesta miraba a sus predecesores como si fueran rivales pugilísticos. En el relato confesaba, entre otros a su editor Maxwell Perkins, haber tumbado a los más grandes, de Maupassant a su amado Iván Turguénev, al que prefería a Tolstoi, símbolo de una literatura decimonónica demasiado anquilosada por la descripción.

Vida, novela y cine

Sus maestros fueron, sin enumerarlos en un orden concreto, Mark Twain, Stephen Crane y Henry James. Esta trilogía sólo podía codearse en respeto por el que fue su vecino en la rue Cardinal Lemoine durante sus primeros años parisinos. La veneración a James Joyce huele a cierto temor ante ese descomunal prodigio de la técnica exprimido en el Ulises, tótem del Novecientos sin tanta fortuna popular como la de Hemingway.

Para los más cinéfilos el Hemingway del séptimo arte evocaría la magia de la adaptación de su novela Tener o no tener, así como la desesperación de Spencer Tracy en El viejo y el mar, sin olvidar a Ava Gardner en Las nieves del Kilimanjaro. Nuestro siglo ha privilegiado representar más al escritor y no tanto sus ficciones, con una reciente excepción con Al otro lado del río y los árboles, de la española Paula Ortiz.

La directora zaragozana ha estrenado este otoño, casi enlazadas, la adaptación de la penúltima novela del americano, publicada en 1950, y Teresa, su traslación fílmica del texto teatral de Juan Mayorga, estrenada en la vallisoletana Seminci.

Al otro lado del río y los árboles es una cinta sin nacionalidad y con una textura distinta a partir de su blanco y negro. Ortiz se ha tomado licencias con la trama original para proporcionar el encanto de la epifanía, tan del gusto actual, entre un agónico soldado yanqui y una joven noble cuya belleza emana la energía del mañana, interpretados respectivamente por Liev Schreiber (Ray Donovan) y Marilde de Angelis, señalada por su rol protagónico en la serie La ley de Lidia Poët.

El contraste entre ambos se conjuga con la sensación de esa Venecia congelada en noches de un mundo dubitativo ante el porvenir, y la acción se enmarca poco después de la Segunda Guerra Mundial, donde aún es posible sentir pese a la inminencia de la muerte. Al otro lado de los ríos y los árboles cumple con una de las máximas de A propósito de la escritura, según la cual sólo puedes crecer hacia lo nuevo por las enseñanzas de toda la maestría anterior.

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