'Desconocidos', una historia de fantasmas para reconciliarse con el pasado
La película del británico Andrew Haigh, ambientada en Londres, patina por momentos entre la pedagogía y la cursilería
¿Y si pudiéramos reencontrarnos con un ser querido fallecido hace tiempo y decirle aquello que en su momento no tuvimos ocasión de decirle? ¿Y si pudiéramos viajar al pasado y cerrar algunas heridas que quedaron abiertas? Esta es la premisa de la que parte Desconocidos del director británico Andrew Haigh (Harrogate, 1973), que adapta una novela de 1987 del escritor y guionista japonés Taichi Yamada, fallecido en 2023.
Adam, el protagonista, toma un tren de cercanías y se pasea por el barrio en el que creció, pasa por delante de la casa en la que vivió con sus padres y se reencuentra con ellos. Hay algo raro en ese encuentro, que no tardamos en averiguar: los padres fallecieron hace décadas, en un accidente de coche, cuando Adam tenía 12 años. Son por tanto fantasmas, que además se han mantenido en la edad que tenían cuando murieron y visten según la moda de aquel entonces, los años ochenta (suenan de fondo los Pet Shop Boys). En una sucesión de visitas a la casa de su infancia, el atormentado personaje podrá cicatrizar las heridas aún sangrantes, perdonar y ser aceptado. La vida real no nos permite estos viajes en el tiempo, pero las ficciones sirven entre otras cosas para entender el mundo, sanar traumas y dotar de coherencia y sentido a aquello que no necesariamente lo tiene.
La película recrea de forma fiel la trama de la novela (que ya tuvo una primera adaptación al cine en Japón un año después de su publicación). Es una historia de fantasmas que, no solo no dan miedo, sino que ayudan a redimir el pasado y afrontar el presente. Pero esta nueva versión cinematográfica de Andrew Haigh cambia algunos aspectos sustanciales de la obra literaria original. Por un lado, la acción se traslada de Tokio o Londres, pero el cambio más relevante atañe a la orientación sexual del protagonista y a la subtrama amorosa de este con la única persona que vive en su edificio.
En la película el edificio es un rascacielos de nueva construcción en las afueras de Londres, que todavía está esperando a llenarse de inquilinos y en el que de momento solo hay dos apartamentos ocupados. En la novela el protagonista es un solitario guionista divorciado y distanciado de su hijo adolescente, que inicia un romance con su misteriosa vecina. Haigh, que es un cineasta gay, cambia el sexo de la amante, que se convierte en vecino, al que da vida Paul Mescal (el joven padre depresivo de Aftersun y estrella en alza que va a protagonizar el nuevo Gladiator que prepara Ridley Scott).
Obviamente, el director está en su derecho de cambiar el sexo de un personaje, pero al convertir al solitario guionista en homosexual focaliza todos los conflictos de la infancia en su orientación sexual y esto es lo único que parece configurar su personalidad. El intento de curar las heridas del pasado se centra en exclusiva en el bullying que sufrió en el colegio y sobre todo en que sus padres no llegaron a conocer su orientación sexual. Cuando ahora se la puede revelar, a ellos les cuesta aceptarlo, porque siguen anclados en los años ochenta y arrastran todos los prejuicios de aquella época. Por momentos la película patina entre la pedagogía y la cursilería, y es una lástima, porque el punto de partida es muy potente y Haigh un cineasta con un gran talento visual y una notable capacidad para abordar conflictos íntimos (lo hizo en 45 años, su largometraje más conocido, sobre un matrimonio en crisis, con los veteranos Charlotte Rampling y Tom Courtenay).
Trauma y fantasía
Al protagonista de Desconocidos, a ratos en exceso lacrimógeno, lo interpreta Andrew Scott (lo han visto en 1917 de Sam Mendes). A su madre le da vida, con una actuación llena de matices, Claire Foy (la Isabel II de las primeras temporadas de The Crown) y al padre, Jamie Bell (la voz del Tintin de Spielberg y el actor que interpretaba a Bernie Taupin en Rocketman, el biopic sobre Elton John).
Que el personaje central tenga la profesión de guionista -es decir, alguien que crea historias- no es azaroso y ayuda a manejar los continuos saltos entre la realidad y la imaginación, que Haigh resuelve con brillantez. La película juega con lo fantástico, pero no es ni remotamente cine de género, porque la presencia de los fantasmas está siempre al servicio de la íntima superación de los traumas del pasado. En cuanto a la historia de amor de la novela y la película -con el cambio de sexo del ser amado por medio-, tiene un giro final sorprendente, que no les desvelaré para no incurrir en espóiler. Esta sorpresa, que se va insinuando con algunas sutiles pistas a lo largo del metraje, proporciona un cierre muy hermoso.
No resulta sorprendente que un director británico se haya interesado por una novela japonesa de fantasmas. Los británicos han sido siempre los maestros indiscutibles de la literatura fantasmagórica, con clásicos como M. R. James y Algernon Blackwood. De hecho, no es esta la única revisitación reciente del género en la pantalla. Hace unos meses se estrenó sin mucho revuelo la muy recomendable La hija eterna de la también británica Joanna Hogg. En ella Tilda Swinton interpreta a dos personajes -madre e hija-, que pasan unos días en un hotel en el que son las únicas huéspedes. El elemento espectral no tardaba en aparecer, pero en ese caso la directora se maneja con códigos clásicos: brumoso edificio aislado y desierto, escenas nocturnas… Uno de los aspectos más interesantes de la propuesta de Andrew Haigh es que, ambientado la historia en el Londres contemporáneo, logra crear un progresivo clima enigmático e irreal en el que el turbado protagonista se mueve entre lo tangible y lo imaginado. Desconocidos es cine al servicio de la sanación del alma mediante la ficción.