Werner Herzog, una vida más allá de los límites
El cineasta repasa en sus memorias su infancia de posguerra, sus rodajes extremos y su relación con Klaus Kinski
Werner Herzog (Munich, 1942) no es un director de cine al uso. Es, antes que nada, un funambulista, un tipo que camina siempre en avanzadilla, sostenido por la nada. No en balde, acarrea 50 años de amistad con Philippe Petit, el hombre que atravesó con sólo una pértiga el espacio entre las dos Torres Gemelas. A Herzog le gusta ese tipo de gente y a ese tipo de gente le gusta Herzog. Son personas sin una clara noción de los límites o, cuando menos, un apetito kamikaze por transgredirlos.
«Durante gran parte de mi vida he caminado por la cuerda floja sin darme cuenta de que tenía un abismo a derecha e izquierda», escribe Herzog en sus memorias Cada uno por su lado y Dios contra todos, editado por Blackie Books. Desde los años 60 hasta acá, este alemán irrepetible ha rodado en volcanes y selvas, en desiertos, en glaciares y en la jungla de cristal; ha introducido su cámara en las cuevas de Chauvet, en cárceles de máxima seguridad, en el territorio de los osos grizzlies; ha reinventado un cine en decadencia, el de aventura, desde su pasión analógica y extrema, sin renunciar jamás a su estilo personalísimo y sus obsesiones, a menudo con dos duros y en los lugares más insospechados.
Mucho tiempo después de su nacimiento en 1942, en el punto de inflexión de la guerra mundial, Herzog convenció a un puñado de astronautas para trabajar con él apelando a su curiosa formación: «Les dije que, en realidad, yo no era una criatura de la industria cinematográfica, sino alguien que había aprendido a ordeñar vacas durante la posguerra». La infancia de este bávaro, crecido en un pequeño pueblo de los Alpes y luego trasladado a Múnich, tiene mucho de novela picaresca y da claves fundamentales sobre su peculiar obra fílmica.
«Lo aprendíamos todo sin instrucciones», rememora Herzog. A pescar truchas con las propias manos, a ordeñar, a pelearse, a caminar horas por la nieve. Sin agua corriente y con una letrina exterior propia de un pesebre, el futuro cineasta se forjó a fuego, muy lejos de la autocomplacencia y la mesa puesta. Pasó hambre. «Muchachos, si pudiera cortarme un trozo de carne de las costillas, lo haría, pero no puedo», les dijo su madre en un arrebato de desesperación. «En ese momento aprendimos a no volver a quejarnos. La cultura del lloriqueo me resulta aborrecible».
Antes de poder vivir de su cine, Herzog fue soldador, vigilante de aparcamientos y, poco después, en México, «una especie de payaso de rodeo» que montaba novillos ante la divertida mirada de los locales. Un buscavidas y un chico del arroyo. A los 13, se traslada con su madre y sus hermanos a Múnich. «Todos mis amigos que crecieron en Múnich recuerdan con entusiasmo los años de la posguerra. Tenían verdaderos patios de recreo para sus aventuras (…) Tenían que hacerse responsables de sí mismos a una edad muy temprana y estaban entusiasmados con ello. Sigo oyendo voces que se compadecen de estos niños, pero eso no se corresponde con la realidad de sus experiencias. Al igual que yo en las montañas, los niños de ciudad de los primeros años de la posguerra tuvieron la infancia más maravillosa que cabe imaginar».
La aventura y el delirio
A su llegada a la capital de Baviera conoció al que, años después, sería su actor fetiche, Klaus Kinski, su enemigo íntimo. Kinski, de 26 años, vivía en el mismo edificio, exageraba su condición de artista pobre, declamaba a gritos, se peleaba con todos y arrancaba pedazos del edificio en sus arrebatos. Un auténtico y contrastado loco. «Era como ver un tornado que va dejando un rastro de devastación a su paso». Cuando Herzog empezó a vivir por y para el cine, se acordó de él y juntos se embarcaron en una de las más descabelladas producciones de los 70.
Aguirre, la cólera de Dios arranca con un picado desde las cumbres del valle de Urubamba. No hay que ser estudiante de cine para comprender dónde se han metido esos tipos a rodar. Y esa fue, no obstante, la opción conservadora. El inicio original del filme pasaba por rodar en un glaciar andino. Herzog había conducido junto a su hermano desde Lima hasta el paso de Ticlio, a 5.000 metros de altura. Allí, perdidos y aquejados de soroche, les atacaron los vecinos de un pueblo que los confundieron con los ingenieros de una mina.
Finalmente, la aventura del loco Aguirre, interpretada por el loco Kinski, bajó unos peldaños de altura pero no de exigencia. El rodaje fue extremo: con solo 380.000 dólares, 400 extras quechuas, trajes de época, balsas, armas, llamas… «Dudo que nadie en toda la industria se atreviera a embarcarse en semejante proyecto con un presupuesto inferior a cincuenta millones de dólares». Trabajaban sin seguro, pasaron hambre, estuvieron a punto de perder los rollos y, para colmo, lidiaron con Kinski. «La película se rodó en tres cabeceras del Amazonas de difícil acceso y con un protagonista errático y delirante como Kaus Kinski». Sus ataques de ira alimentaron al personaje de ficción, el conquistador español que se rebeló contra Felipe II. Con Kinski, Herzog durmió a los pies de Machu Picchu y atravesó a nado el Urubamba.
La sociedad de la selva
Diez años después, atravesó los rápidos del Pongo de Manseriches, del río Marañón, de nuevo en Perú, para el rodaje de Fitzcarraldo, otra joya incontestable. El prestigio de Herzog había crecido mucho en esos años, de modo que Hollywood se interesó por esta historia en la que un megalómano buscavidas sueña con levantar una ópera en medio de la selva. La producción implicaba una idea descabellada, épica: hacer pasar un barco de un río a otro por una montaña. 20th Century Fox quería a Jack Nicholson en el papel de Fitzcarraldo y un coprotagonista para Mick Jagger.
Pero su idea doméstica del filme no casaba en absoluto con el toque Herzog, que implica afrontar con las propias manos a los elementos: «Sugirieron que, por seguridad, rodáramos la película en ‘una selva de las buenas’, es decir en un jardín botánico». Concretamente, el de San Diego, con un barco en miniatura. «Pregunté cortésmente qué era una ‘selva de las malas’ y, a partir de entonces, el ambiente se volvió gélido». Herzog rodó con Kinski, y rodó a su manera. De nuevo, se subió a un alambre y salió vivo, solo asistido por los dos libros que lleva consigo a los rodajes más peligrosos: la Biblia de Lutero de 1545 y La Segunda Guerra Púnica de Tito Livio.
«Empecé a hacer películas dando por sentado que serían las últimas que dirigiría». Aquello fue en los años 60. Hoy, con 81 años, acredita más de 50 largometrajes, entre documentales y ficción. Y de todos ha salido vivo, con un poco de mano de santo, por ejemplo cuando, durante el rodaje de Aguirre, no pudo volar de Lima a Cusco. El avión, finalmente, se destinó al pasaje a Iquitos y se precipitó en medio de la selva. Sobrevivió milagrosamente una alemana, que caminó diez días siguiendo el curso de un río hasta encontrar vida. Años después, Herzog rehízo el camino con ella para el rodaje del documental testimonial Alas de esperanza (1998). Nuevamente, volvió a la selva, su querida selva.