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Cultura

Isabel Quintanilla, la pintora de los objetos cotidianos

El Museo Thyssen expone la primera retrospectiva de la artista que formó parte del grupo de realistas de Madrid

Isabel Quintanilla, la pintora de los objetos cotidianos

Isabel Quintanilla. | Archivo

Una luz encendida en un salón vacío advierte de que alguien ha estado ahí, pero no conseguimos saber si ha salido un momento o si se ha olvidado de apagarla al salir. Un trozo de papel y un bolígrafo junto a un teléfono transmite la idea de una posible llamada aunque no da pistas sobre el motivo de la misma. Un bolso sobre la mesa junto a unas piezas de fruta puede significar que alguien ha llegado a casa o que, quizá, está a punto de salir. La figura humana no aparece en casi ninguna de las pinturas de Isabel Quintanilla y, sin embargo, notamos su presencia en las escenas frente a las que ahora nos encontramos.

Son 90 las pinturas que reúne el Museo Thyssen-Bornemisza en Realismo íntimo de Isabel Quintanilla, una exposición que, comisariada por Leticia de Cos Martín, se convierte en la primera que se le dedica a una artista española en el museo y, también, en la primera retrospectiva en nuestro país de la artista que formó parte del grupo de realistas de Madrid. Organizada de forma cronológica, es un viaje por la obra de una pintora virtuosa que nos presenta sus objetos personales y nos hace partícipes de la intimidad de su casa y de su taller. Lejos de resultarnos ajenos, los ambientes a los que Quintanilla nos enfrenta activan nuestros recuerdos.

Isabel Quintanilla fue una pintora precoz. En el colegio los profesores detectaron su talento y con el apoyo de su familia a los 11 años comenzó a formarse en academias de artistas que, en general, trabajaban con adultos. La joven continuó con los estudios artísticos para solicitar una plaza en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. «Las chicas no podían entrar antes de los 15 años porque había clases del natural pero cuando cumple los 16, entra en la Academia y conoce a todos los que van a formar el grupo de realistas de Madrid», recuerda Leticia de Cos Martín. Entre ellos: Francisco López, Julio López, Antonio López, Amalia Avia, María Moreno y Esperanza Parada. 

El histórico grupo pronto se convierte en una pequeña familia y juntos se forman, trabajan, debaten y establecen relaciones de amistad y también sentimentales. Entre esas relaciones se encuentran las formadas por Antonio López y María Moreno e Isabel Quintanilla y Francisco López. Cuando en 1960 Francisco López recibe una beca para formarse en la Academia de España en Roma, la pareja decide casarse y trasladarse a la capital italiana durante cuatro años, etapa que tendrá una gran influencia en la trayectoria de Quintanilla tanto de manera profesional como personal. 

En la primera sala de la exposición se pueden ver algunas de las obras más tempranas de Quintanilla, como La lamparilla (1956), una pintura «oscura y algo empastada» pero que da pistas de la dirección que va a tomar su arte. Junto a ella, una selección de obras de su etapa romana representada por unas vistas urbanas en las que adelanta el punto de vista elevado de los paisajes que vendrán después. «Quintanilla siempre decía que lo que más le impactó de Roma era la pintura mural pompeyana y la huella de esos frescos se ve en la tonalidad de colores que utiliza», sostiene Leticia de Cos Martín. 

Autorretrato Isabel Quintanilla. | Jonas Bel

Dibujo y evocación

Isabel Quintanilla dominaba de manera virtuosa la técnica que había aprendido en su paso por diferentes escuelas. En 1959 obtiene el título de profesora de Dibujo y Pintura y empieza a dar clases como ayudante en un instituto. Para ella, el dibujo estaba al mismo nivel que la pintura y, por ello, muchos de sus dibujos impactan por la precisión de su ejecución. «Quintanilla decía que sin técnica los artistas no son nada pero ella intentaba que estuviera en equilibrio con la emoción. Para la artista al hiperrealismo le falta emoción y ella buscaba la evocación». Esta es la razón por la que en sus obras no hay figuras humanas: estaba convencida de que estas cuentan cosas y prefería dejar en manos del espectador la interpretación de su obra.

Representar su entorno más íntimo y cercano fue una constante durante toda su trayectoria. Por eso, sus bodegones están poblados por frutas y alimentos que representan escenas de cualquier familia española: una chuleta en el plato, un conejo a medio despellejar, una granada, una coliflor o una sandía partida. No obstante, se permite incluir elementos disonantes como una jeringuilla, un dedal, un mechero o unas tijeras con los que evoca a su madre, costurera de profesión y quien tuvo que sacar adelante a la familia tras la temprana muerte de su marido. 

A todo ello se une una de las grandes obsesiones de la artista: el vaso de Duralex, motivo que llega a representar en más de 50 ocasiones y que en la exposición se expone una selección de 12 piezas entre dibujos y pinturas. «Lo representa desde diferentes perspectivas y en diferentes usos como vaso, como florero, como lamparilla», apunta la comisaria. De hecho, a través de esta representación del mismo motivo se puede recrear la evolución del diseño de la marca a lo largo de los años.

En sus cuadros nos muestra estancias de como su habitación, el pasillo de su casa y el aseo en imágenes que repite con asiduidad con cambios de enfoque que le permiten crear nuevas escenas. De esta manera, Quintanilla nos permite conocer de cerca su vida más personal e íntima y, si nos paramos a observar, somos conscientes incluso de las reformas que pudo hacer en su vivienda al detectar nuevos radiadores y nuevas ventanas. No obstante, salvo en una pintura en la que retrata a Francisco López y en un dibujo en el que Antonio López posa para su marido, no vemos a nadie en sus obras. «Siempre es el mismo entorno pero nunca vemos a nadie. En un dibujo vemos un relieve y unos sacos de yeso que enseguida entendemos que pertenecen a Francisco López. Aunque no se ve la figura, esta se intuye», comenta Leticia de Cos Martín, a quien esta exposición le ha llevado tres años de trabajo.

Éxito en Alemania

La muestra ha sido un reto por dos motivos. Por un lado, porque el museo no tiene obra de Quintanilla en su colección y, por el otro, porque gran parte de sus obras se encuentran en colecciones privadas alemanas, donde los realistas españoles cosecharon un gran éxito. En el año 1970 Quintanilla conoce a Ernest Wuthenow, coleccionista y socio fundador de la Galería Juana Mordó de Madrid, encargado, además, de la promoción de sus artistas en el extranjero. Junto a Hans Brockstedt y Herbert Meyer-Ellinger, consigue exponer su obra por toda Alemania durante las décadas de 1970 y 1980. 

«Tuvieron tanto éxito que no daba tiempo a que los cuadros se secaran», asegura la comisaria. Las razones para ello pueden ser dos: «Por un lado, en los años 70 Alemania había pasado por la posguerra y por un periodo en el que las vanguardias habían tenido su auge pero había cierta necesidad de volver al realismo». «En la Documenta de 1977» –añade De Cos Martín– «se había planteado y entonces llega esta pintura que funciona. A la vez, la política que llevaron estos galeristas fue muy rigurosa y la estrategia acompañó». 

A los grandes espacios vacíos se unen una serie de escenas nocturnas que Quintanilla resuelve jugando con la luz artificial. Le interesaba mucho esa luz que procede de las lámparas y dota a su obra de una luminosidad particular. Esa evocación se ve en algunas escenas en las que las pinturas irradian luz como El teléfono (1966) o Nocturno (1988-89). Sin embargo, la nocturnidad tiene también un sentido más nostálgico: su madre trabajaba de noche para poder entregar los pedidos a tiempo por las mañanas. 

Homenaje a tres amigas

Junto a ellas, una sala rinde tributo a las otras tres mujeres artistas que formaron parte del grupo: Amalia Avia, Esperanza Parada y María Moreno. Todas ellas aparecen representadas por diferentes obras en las que se ven sus semejanzas y sus diferencias pero, ante todo, se trata de un guiño a la amistad que les unió. En una España en la que los hombres aún tenían más fácil triunfar, ellas ocuparon un lugar igual de importante que ellos. Aunque cada una tomó una dirección diferente, Quintanilla y López siempre se apoyaron y se animaron a trabajar por igual.

Encarando el final de la exposición, a la que acompaña citas extraídas de la novela El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, no podían faltar algunos de sus grandes paisajes en los que evoca sus ciudades más queridas, Madrid y Roma, pero también escenas de otras como San Sebastián. Estos paisajes están ligados a sus piezas más tempranas en las que ya advertíamos la línea que seguiría después: escenas amplias representadas desde la distancia. «Isabel Quintanilla siempre se aleja, no se mete en la ciudad con el caballete como lo hacía Francisco López o como lo sigue haciendo Antonio López», recuerda la comisaria. Ocurre lo mismo con las obras en las que captura la naturaleza que le rodea, ya sea la sierra de Madrid, Extremadura o los campos abiertos de Castilla, siempre son paisajes amplios desde una cierta altura.

Amante de la naturaleza, las flores y las plantas, Quintanilla las cultivaba en su jardín. La última sala nos sumerge en un espacio en el que la artista evoca los limones, alhelíes, uvas, higueras y cipreses que ve cuando sale a su patio. Alejada de las idílicas escenas impresionistas, también nos deja acercarnos a la dureza del hormigón y nos hace partícipes de cómo se marchita una flor en su jardín. 

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