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Cultura

Ósip Mandelstam, la memoria sensorial de Rusia

‘El ruido del tiempo’ recoge una colección de estampas sobre el San Petersburgo anterior a la revolución bolchevique

Ósip Mandelstam, la memoria sensorial de Rusia

El joven Ósip Mandelstam. | Cortesía

La vida, sobre todo para quien la está viviendo en primera persona, parece una narración. Sin embargo, la existencia no sigue trama alguna, dista de tener un rumbo cierto –por mucho que la voluntad quiera gobernar el barco siempre es la tempestad la que se impone– y tampoco dispone de lógica. La novela de nuestra vida (amarga) la escribimos –literal o figuradamente–
nosotros
. Por eso, al hacer balance de los años perdidos, es mucho más honesto componer un álbum de recuerdos con las escenas que nuestra memoria ha podido salvar de la devastación del tiempo que inventar una peripecia lineal con principio, desarrollo y crepúsculo.

Roland Barthes descolocó a sus lectores, y a buena parte del sanedrín académico de su tiempo –años sesenta–, cuando decidió condensar su autobiografía en una selección de imágenes y objetos, como si sus huellas sobre la Tierra que encerrasen en el catálogo de una exposición. Optó además por contar su vida en tercera persona, simulando que el protagonista del relato era otro hombre –en parte, era verdad– y obligando a que su caracterización dependiera de la resolución de un enigma. Toda una misión imposible: no es posible desentrañar un yo que ya no existe porque se ha ido diluyendo con el curso natural de la vida.

En 1925, el poeta ruso Ósip Mandelstam publicó El ruido del tiempo, una colección de estampas sobre su infancia y primerísima juventud –antes de haber escrito su primer poemario– que nacen entre Varsovia –entonces integrada dentro del imperio de los zares–Crimea y San Petersburgo. Se trata de una obra de apariencia secundaria, casi un capricho, que la editorial barcelonesa Elba acaba de publicar en español con una traducción de Ernesto Hernández Busto. El libro describe la Rusia anterior a la revolución bolchevique con una profundidad asombrosa. En él casi no hay hechos políticos, salvo algunas vagas referencias ambientales. Tampoco es un testimonio sobre las vísperas del terremoto que supuso el golpe de Estado liderado por Lenin en 1917.

El ruido del tiempo es otra cosa. Una fruta extraña y deliciosa. El intento de fijar, sensorial y poéticamente, un universo íntimo desaparecido. La maravillosa prosa de Mandelstam nos lo devuelve por completo y en su integridad, como si al leer estas estampas estuviéramos dentro de la misma atmósfera –entre gozosa y atormentada– que respiró el poeta: «Recuerdo bien los
años muertos de Rusia, la década de los noventa, su lento deslizarse, su malsana quietud, su profundo provincianismo. Un meandro estancado, último refugio de un siglo agonizante».

El libro describe la Rusia de finales del XIX y principios del siglo XX, los años del affaire Dreyfus, el spleen de un joven con indudable alma de artista –que aún no sabe cómo serlo, y que desconoce también que se convertirá en un mártir por desafiar a Stalin escribiendo un epigrama– y que desea alejarse de sus raíces y del «caos judío» que lastra sus ambiciones. Mandelstam desarrolla en él un concierto con catorce movimientos breves –cada una de las postales– donde no hay nostalgia, sino una mirada desapasionada, a menudo en clave irónica, de un paisaje con el olor acre de los puros, la música en Pavlovsk, pedagogos tuberculosos, revistas ilustradas, frivolidad, cocineras y «tranvías tirados por viejos jamelgos quijotescos».

Antigua estampa de la iglesia Znamenskya, en la avenida Nevsky (San Petersburgo). | Wikimedia Commons

Deslumbra la asombrosa capacidad poética de este escritor diletante para resucitar el San Petersburgo de la avenida Nevski, el Hermitage, el Jardín de Verano, las columnatas con estatuas y los canales venecianos. Un escenario imperial deslumbrante que, sin embargo, bajo su hermosa apariencia, está contaminado por la mediocridad espiritual. El poeta nos habla de su niñera, de los paseos en carroza de los Romanov, protegidos por policías que parecen «bigotudas y pelirrojas cucarachas». Se burla de las capillas y las ansiedades literarias. Se detiene en glosar los libros que tenía en su casa –la personalidad de sus progenitores es
retratada a través de sus preferencias literarias– e, igual que Proust, sublima el «olor a cuero y a pieles de cabritilla y becerro» de los despachos de los hombres de negocios judíos que escribían contratos con caligrafía gótica para un desconocido interlocutor alemán. Nos habla del niño que descubre la muerte –»el cuerpo embalsamado del embajador descansaba en un alto catafalco»–, que encuentra «pomposa y festiva», y de la fascinación por las mujeres.

Todo está escrito con un lenguaje claro y concreto que logra desvelar la dimensión poética de lo cotidiano. También confiesa Mandelstam el pavor que le provocaba su filiación hebrea, de la que huía como alma que lleva al diablo: «Lo mismo que una partícula de almizcle basta para invadir toda una casa, así la más mínima influencia del judaísmo puede saturar toda una
vida». El poeta, un hijo de la burguesía hebrea, no siente orgullo, sino extrañeza, ante la omnipresencia religiosa, que dicta la moral, las costumbres y los anhelos sociales. Es uno de los rasgos genéticos de los poetas in fieri: el extrañamiento de su propia condición, la voluntad de alejarse de las convenciones y el deseo de dinamitar el orden establecido.

Mandelstam describe a familiares y compañeros de juventud desde fuera, como si los personajes de su vida pasaran por ella igual que los viajeros de un tren del que el viajero se ha bajado y a los que mira por última vez, mientras la máquina se aleja, para olvidarlos por completo, igual que si nunca hubieran existido. Relata las vacaciones familiares en Finlandia «donde todas las mujeres sabían lavar irreprochablemente y los cocheros parecías senadores» y las playas nórdicas de Víborg, con sus «estrechas cabinas de baño parecidas a perreras, con corazones grabados y marcas con el número de baños tomados».

El memorialismo del poeta ruso no es histórico, sino experiencial. Su literatura es capaz de mantener vivas, contra la dictadura del tiempo, todas estas sensaciones, el descubrimiento del mundo y los terrores de un adolescente que dejaba de serlo en paralelo al cambio de centuria. En aquella Rusia, anterior a la revolución, la honradez todavía equivalía al grado de santidad para un judío de orden, la palabra dada se cumplía (a toda costa) y todas las tierras siempre tenían un dueño. «Recordar es remontar en solitario el cauce de un río seco», escribe el poeta, a sabiendas de que todo lo vivido no volverá más. No hay pena ni quebranto. Sólo aceptación.

Antigua estampa de la avenida Nevsky, con la torre de la Duma (San Petersburgo). | Wikimedia Commons

Los lobos ya estaban cerca. El joven Mandelstam explica, casi proféticamente, el cambio de era a partir del cambio de significado del término heroico: «La espuma revolucionaria de los tiempos de mi juventud, aquella inocente periferia, estaba plagada de romances. Los jóvenes de 1905 iban a la revolución con el mismo sentimiento que dominaba a Nikolai Rostov al incorporarse a los húsares: era una cuestión de amor y honor. A todos ellos les parecía imposible vivir al margen de la gloria de su siglo, unos y otros consideraban imposible respirar sin haber realizado alguna hazaña heroica. Era la continuación de Guerra y Paz, sólo que la gloria había cambiado de lugar: ya no estaba con el coronel Min del regimiento inmortal ni con la escolta imperial de generales con sus rígidas botas acharoladas, sino en el comité central de las organizaciones de combate, y la hazaña empezaba a cimentarse con la propaganda». La caballería de la tiranía avanzaba. Cambio de siglo. Agonía y nacimiento. «En las postrimerías de una época histórica, los conceptos abstractos huelen siempre a pescado podrido», escribe un Mandelstam en vísperas de estrenarse como poeta, una profesión suicida en Rusia, donde (todavía) asesinan a quien se atreve a escribir versos.

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