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Elena Garro, según Jazmina Barrera

‘La reina de espadas’ es una biografía de la poeta mexicana, más cuaderno de trabajo que resultado académico

Elena Garro, según Jazmina Barrera

La escritora mexicana Jazmina Barrera. | Cortesía

«Esto no es una biografía», afirma Jazmina Barrera al poco de comenzar La reina de espadas, el libro que publicó hace unos pocos días sobre la dramaturga, narradora y poeta mexicana Elena Garro. Sucede en la página 18, exactamente, y qué manía (legítima, comprensible, entretenida, a veces necesaria…) tienen los creadores de etiquetar sus propios textos, algo sobre lo que ellos y ellas no deberían dar explicaciones, dejándoselas a las profesoras y los críticos, ya que además al lector normal (es decir al lector, sano, a la lectora plenamente desinteresada) le trae sin cuidado qué está leyendo en el sentido genérico: lo que le importa es que le guste, que le ayude, que le sirva, que le valga: enséñame cosas, dice ese lector a la autora, entretenme, diviérteme, atrápame, sacúdeme, envuélveme, acompáñame, asústame, tenme en vilo…, pero no hace ninguna falta que etiquetes lo que ya estoy leyendo y sobre lo que yo mismo podría opinar perfectamente si se me ocurriera planteármelo. Eso de la clasificación queda para los silenciosos bibliotecarios, para las libreras ordenadas y para los melancólicos críticos de literatura de THE OBJECTIVE.

El caso es que esa escritora maravillosa que es Jazmina Barrera (Ciudad de México, 1988) ha escrito una biografía de Elena Garro, pero es, en efecto, una biografía muy particular, y tiene mucho más de cuaderno de trabajo que de resultado académico, mucho más de pasión que de paper, lo cual no impide que desde ya sea una contribución bibliográfica de peso. No es sólo por su prosa, que es abiertamente literaria y ajena al ámbito de lo universitario (aunque contenga una investigación de esa naturaleza), sino por su tono, por su forma, por sus aires y hasta por sus intenciones, que no es la de acumular puntos para no se sabe qué cuatrienio sino aportar una información viva sobre alguien que lo estuvo mucho, y hacerlo con esa imaginación y esa libertad de las que tantas veces carece la filología.

Barrera era ya autora de un primer opúsculo sobre el cuerpo (pero adelantándose a estos años en los que ese gran tostón de «las corporalidades» son un asunto tan presente -y tan ególatra- en la literatura actual: Cuerpo extraño, 2013), de un originalísimo acercamiento a las posibles simbologías de los faros (tema apasionante donde los haya: Cuaderno de faros, 2017), de otro sobre la maternidad (escrito mucho antes de que se publicase un libro -o dos…- por cada niño que nace en Occidente: Linea nigra, 2020) y de una novela que daba ficcionalizada cuenta de su relación con la costura y los bordados (Punto de cruz, 2021), y todos ellos, más que «libros», son «cuadernos» fragmentarios y misceláneos, libretas de apuntes, textos contentos, listos y desacomplejados con los que es muy fácil establecer una enorme complicidad y ante los cuales es inevitable sonreír complacido, acompañado.

En parte gracias a esa apariencia de provisionalidad en sus anotaciones, o a esa ligereza que sin embargo alberga muchísima información, muchísima reflexión, y que proceden de muchísimo talento y quizás de mucho esfuerzo…, Barrera sabe escribir textos bienhumorados incluso cuando aborda temas graves, y ese tono amable, divertido incluso cuando no se lo propone, atraviesa sus cinco libros publicados, levantando una de esas trayectorias literarias a las que uno se suscribiría de por vida. Es un tono que, además, parece ir adaptándose a todos los temas, hábil también ahora para acercarse a la vida y a la obra de Garro, aunque más a la primera que a la segunda: se utilizan a conciencia los textos de la autora como filones inevitables y deseados, pero se incide sobre todo en su personalidad, en las circunstancias de su tiempo, en los sucesos históricos que condicionaron sus movimientos o sus enfermedades. (Y por cierto que, en vez de recurrir a las habituales notas al pie, aquí se da cuenta de las fuentes por medio de lo que en el mundo de los libros se conoce como «ladillos» -¡no confundir con ladrillos!-, breves notas al margen que impiden que la lectura se interrumpa o que se establezcan diferentes jerarquías textuales en un discurso que, así, es más ágil y desde luego más oportuno para una obra de este carácter).

El libro resultante es una delicia, sobre todo porque, cómo no, contiene su propio making of, y también sus propias dudas, sus rectificaciones, sus lagunas. No es que Barrera escriba sobre Garro, es que casi vemos a la primera leyendo a la segunda, pensándola, asumiéndola, encajándola en su propia vida (¡y hasta le dedica un poema!). Y lo que en principio era un breve encargo se convierte, previsiblemente, en una obsesión que la ocupa por años, y que pierde toda mesura salvo en lo que respecta al libro final, este que leemos, que es tan razonable y está tan razonado en tantos sentidos. De hecho, hacía mucho tiempo, probablemente años, que yo no leía de un tirón un libro de 260 páginas, pero es que éste no sólo lo permite sino que casi lo pide, lo facilita.

Armar un puzle

Ya en la tercera página de Cuerpo extraño, la ópera prima de Barrera, se citaba con admiración a Octavio Paz, que sin embargo sale muy mal parado de La reina de espadas, y no porque la autora cargue en absoluto las tintas contra él, sino porque, mucho más eficaz a la hora de ser significativa, reproduce fragmentos de cartas que son bastante definitivos, valga el oxímoron, para entender aquella relación, sobre todo en sus comienzos. Pero tampoco la propia Garro está idealizada: Barrera ha sentido fascinación por ella, queda claro, pero no se trata de un síndrome de Estocolmo, no ha sido obnubilada, no tapa sus zonas oscuras, sus injusticias, sus errores o su personalidad, tantas veces tan desesperante para su entorno (en el que acaban descubriéndose como implicados incluso familiares de la autora, como sus abuelos).

En las páginas más discutibles del libro, gozosamente poco serias, acientíficas de un modo consciente y chistoso, Barrera encarga la carta astral de Garro y pide que le echen las cartas del Tarot, con el propósito declarado (pero obviamente juguetón, literario) de completar lo que los archivos no han podido aclarar. Todo lo demás queda perfectamente documentado, y ni siquiera se permite Barrera demasiadas conjeturas, o por lo menos no las lanza sobre el papel. Su trabajo ha sido un poco el de armar un puzle, consciente de que hay piezas que jamás se rescatarán (o que, como en el caso de las cartas de Garro a Paz, que no serán desclasificadas y puestas a disposición de los investigadores hasta 2055…: al Tarot habría que haber añadido una bola de cristal para leer de antemano lo que allí, previsiblemente tremendo, pueda decirse).

El grato tono del libro podría también hacer olvidar lo valiente que es, pues Barrera no evita las zonas controvertidas, aunque lo hace invariablemente de modo elegante y sonriente, como prácticamente todo lo que ella ha escrito hasta hoy. A esas citas tan comprometedoras del muy venerado Paz, se unen datos sobre la implicación de Garro en las luchas campesinas o en el incidente en el que acusó a «los intelectuales», un poco a bulto, como responsables últimos de la matanza del 68 en Tlatelolco, algo que tuvo consecuencias tan concretas como dañinas en la vida de algunos de ellos. Tampoco se niega que la salud mental de Garro perdiera en algún momento el equilibrio, sobre todo al final de su vida, pero se hace ver que varios de sus delirios procedían de hechos comprobables, y que lo de la manía persecutoria hay que matizarlo mucho cuando sucede que de hecho te persiguen (o que de verdad te han perseguido). Sucede lo mismo con los intentos de suicidio, y es importante entender que no es lo mismo justificar algo que explicarlo. Barrera se propone lo segundo, y lo consigue con nota alta.

El otro día la autora citaba Estar aquí es espléndido. Vida de Paula M. Becker, de Marie Darrieussecq, y George de la Tour, de Pascal Quignard, como modelos a seguir para lo que ella ha hecho, y al escucharlo me quedé perplejo porque yo, en cuestiones literarias, soy bastante galófobo, pero es cierto que esos libros son grandes excepciones. Quiero decir que los Vuillard, los Echenoz, los Beigbeder… no me parecen ligeros, como tanto se dice, sino directamente superficiales, y el resultado no es una literatura divulgativa, gran eufemismo, sino una literatura muy perezosa, de puro merodeo, no de compromiso, de tanteo y no de penetración, de acercamiento interesado y no de implicación. Pero es verdad que son formidables esos dos libros citados (a los que se podría añadir lo que Christian Bobin hizo con Emily Dickinson en La dama blanca, o Un verano con Rimbaud de Sylvain Tesson, un libro soberbio en los dos sentidos del adjetivo), y es exacto que, felizmente, hay algo de su espíritu en La reina de espadas: esa búsqueda vocacional, esa inmersión en otra persona, ese acto de amor o de amistad que es el rastreo. E, insisto, ¡hasta un poema!

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