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Mariana Enríquez confirma la buena salud del género de terror latinoamericano

El libro de relatos ‘Un lugar soleado para gente sombría’ ratifica a la escritora como reina del realismo gótico en la región

Mariana Enríquez confirma la buena salud del género de terror latinoamericano

La escritora argentina Mariana Enríquez. | Wikimedia Commons

La publicación de Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama), el nuevo libro de relatos de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) merece una celebración y dos análisis. Por un lado, cualquier novedad de una de las mejores escritoras del momento ya merece nuestra atención. Además, tras leerlo, se confirma que sigue en su línea de excelencia literaria. Y, finalmente, confirma una tendencia al alza en la literatura latinoamericano: el género y/o de terror.

Enríquez se dio a conocer en 2016, por otro libro de relatos, Las cosas que perdimos en el fuego, y se consagró en 2019 con la novela Nuestra parte de noche, Premio Herralde de Novela. Fruto de ese éxito fue, por ejemplo, la reciente reedición de Bajar es lo peor, una interesantísima primera novela que escribió con solo 19 años. Escribe también para medios como Granta o The New Yorker, y en THE OBJECTIVE la entrevistamos en 2021 por Alguien camina sobre tu tumba, una colección de crónicas de sus visitas por los cementerios del mundo. 

Afición que encaja con una temática que lleva tiempo alzando el vuelo en Latinoamérica. Aunque el gótico latinoamericano se remonta, por lo menos, hasta La amortajada, publicada en 1938 por la chilena María Luisa Bombal, y cuenta con los antecedentes de autores como el argentino Leopoldo Lugones o el uruguayo Horacio Quiroga, irrumpe de forma definitiva en los años 50 con Juan Rulfo y su Pedro Páramo, y vive hoy un boom protagonizado sobre todo por mujeres: a Enríquez se unen autoras como su compatriota Samanta Schweblin, la ecuatoriana Mónica Ojeda o la mexicana Fernanda Melchor, las tres entrevistadas en estas páginas. 

Revistas especializadas como Cuadernos Hispanoamericanos dan cuenta del fenómeno, y hasta The New York Times se rendía a sus pies en este reportaje hace menos de un par de años. Son solo un par de ejemplos. Las góticas latinoamericanas están por todas partes, incluidas las que cuentan. 

Podría decirse que Enríquez las lidera. Desde luego, acumula méritos. Encuadrada en la nueva narrativa argentina, y coronada por medios como La Nación o La Tinta como «la reina del terror» o del «realismo gótico», Enríquez continúa en Un lugar soleado para gente sombría su línea fiel a los clásicos del género (la inevitable huella de Lovecraft) con un magnífico toque contemporáneo (no disimula, al contrario, su admiración por Stephen King) y, sobre todo, un estilo literario deslumbrante. El fraseo, el ritmo, la sugerencia… Todo funciona a máxima potencia y con gran fluidez.  

Miedo y adrenalina

La mayor parte de sus fantasmas y monstruos son de barrio, familiares. Le sirven para criticar, aunque muy sutil y elegantemente, las terribles situaciones que se han vivido y se viven en su país: «[A]fuera un futuro de chicos muertos y una ciudad que ya no sabe qué hacer», concluye el primer relato, situado en el Buenos Aires actual.

La perspectiva la suele cargar unas sensacionales primeras personas, que tientan a imaginar el rostro de la autora en los bastidores. Personalmente, algunos fragmentos me sugieren cómo la mezcla de su personalidad y su vocación literaria le funciona como una especie de imán de fantasmas. En Mis muertos tristes, por ejemplo, la narradora explica: «[E]l barrio no estaba invadido: era yo. Por eso no tenía sentido irme salvo que aprendiera cómo arrancarme el imán. Pero el imán no me molestaba. El miedo pronto se convirtió en adrenalina». Se puede entender también como una respuesta codificada de Enríquez a la pregunta recurrente: por qué no prueba con otros géneros mayores

O no. Pero apetece demasiado seguir en esa línea para interpretar el cambio de ritmo en La desgracia en la cara, cuando Diego le dice a su hermana-monstrua: «Vos sabés que no es una parálisis lo que te pasa, por eso vas a venir conmigo». Y enseguida: «Contar la historia, pensó Diego. La tenía en la carta por las dudas, pero era mejor si la ponía en palabras. Su hermana no soportaba hablar de su madre». Para, más adelante, llegar, «por fin, al corazón del daño»; solo entonces se cree y se empieza, se supone, a sanar. O, al menos, se puede huir hacia el misterio: «[N]o sabía […] si contar todo no sería otro truco como el de los pies cuyas huellas siempre llevan a otra parte, lejos de sus dueños». Enríquez nos cuenta esas cosas de las que no soportamos hablar.

Además del barrio porteño, los dominios de Enríquez se abren al interior de un país de una inmensidad apabullante: desde los mitos del Paraná en Los pájaros de la noche a la desolación de la Pampa en Un artista local, deslumbrante despliegue de un pueblo que deja los (ya bastante reiterados) encantos de nuestra España vaciada a la altura del betún.  

Ironía

Abunda la perspectiva femenina, con un punto reivindicativo bien acoplado (nada que ver con cierto tostón tan al uso), especialmente atento al choque intergeneracional con madres y abuelas, como cuando a una protagonista le duele de «la casa de ella, su madre imposible». Las casas, por cierto, funcionan a menudo como magníficos disparaderos de las tramas, pero también un surtido de objetos cuyo tratamiento eleva la sugerencia hasta el extremo de la narración narrativa; Cementerio de heladeras es el caso más obvio.    

Metamorfosis demuestra que Enríquez sabe manejarse con la misma destreza en un tono descaradamente sarcástico, digno de la mismísima Sra Maisel. Pero más importante para el conjunto se antoja la omnipresente autoironía, a veces muy sutil, pero siempre necesario por estos pagos tan cercanos a la morbosidad y/o lo tremendo (y el estupendismo que le acecha). Se nota especialmente en el relato que da nombre al libro, en el que una narradora bastante parecida a la autora (aunque sus biografías difieren, ojo) explica que una amiga le «había advertido sobre un fan hiperobsesionado» del fantasma de turno: «Me mandó una foto incluso para que lo evitara (o lo entrevistara, según mi nivel de dedicación)».

El tratamiento de temas como la violencia machista o la represión de la dictadura en Diferentes colores hechos de lágrimas y Los himnos de las hienas, respectivamente, señalan el camino para sortear la temible profusión de tópicos y sal gorda. Para eso hay que tener el talento de Enríquez. Que es humana, por cierto. En el noveno relato, La mujer que sufre, curiosamente de los pocos en tercera persona, el lector puede empezar a sufrir cierto agotamiento. 

El libro remonta, y de qué manera, con el ya mencionado Un artista local, en la que la enamoradísima pareja de urbanitas dispuestos a dejarse atrapar por el misterio de la Pampa se recrea en «una facilidad puntual para huir juntos de fiestas y para quedarse en la cama mirando series sobre crímenes verdaderos que después le daban pesadillas a Ivana, pero disfrutaba contárselas a Lautaro con el desayuno y escuchar sus ‘sos una enferma’ mientras hacía el café».

Quizá eso sea lo que quiere hacer Enríquez con nosotros, los lectores. Y darles la oportunidad a esos pueblos «traumados con el tren» que dejó de funcionar: «Es que fue un drama, estos pueblos se murieron […] Pero este quiere sobrevivir o seguir vivo, parece, no le veo nada depresivo». Después los hechos sugerirán que tenía algo peor que depresivo. Pero yo (y apostaría que Enríquez también) dudo que haya nada peor que la depresión. El vacío… Entiendo a los fantasmas. Aunque asusten, démosles una oportunidad.

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