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La prosa mordaz y elegante de Milena Busquets

La autora de ‘También esto pasará’ regresa con ‘Ensayo general’, un libro de breves relatos sobre su vida cotidiana

La prosa mordaz y elegante de Milena Busquets

Milena Busquets. | Europa Press

Lo último de Milena Busquets, Ensayo general (Editorial Anagrama), comparte premisa con la poesía: quiere presentarnos la realidad de un modo distinto. Más bello, puede; seguro que más mordaz.

Componen el atípico volumen una colección de relatos que son más bien destellos, fogonazos, destilaciones de su vida. Por ejemplo, de una noche de fiesta recuerda sólo una flor prendida en un ojal y el sabor de un cigarrillo. De su niñera Marisa, su querencia manirrota y su imperturbabilidad. De su madre, de su madre recuerda muchas cosas porque no supera que se haya ido. Ya lo dice en entrevistas: no entiende lo de superar etapas ni lo del duelo. Se siente en varias edades a la vez.

También escribe sobre ello en el relato más largo del libro, dedicado íntegramente a la editora y escritora Esther Tusquets, y titulado Diez años menos tres días: «… yo no sentía el menor deseo de leerla, temía sus confesiones amorosas y sentimentales, y ya la quería todo lo que un ser humano podía querer a otro».

A los temas más troncales llega Busquets aquí con reflexiones aparentemente ligeras, que surgen siempre de la vida cotidiana: en el súper pasa por la sección de pañales y advierte que nunca más volverá a sentirse como cuando estaba a punto de dar a luz, como si fuera a poblar el mundo de criaturas maravillosas. En otra de sus piezas afirma que le gusta lo frívolo –el suflé de queso, el puré de patata, el champán, las anémonas, los globos, las velas izadas, los velos-, pero también lo profundo -la gente que cuando habla de un escritor ha leído y estudiado a fondo toda su obra-. Afirma entonces que «entre el souflé de chocolate y Dios no hay nada» que no le interese.

La ironía de Milena Busquets se convierte por momentos en un género en sí misma. En Ha pasado un tren desmitifica lugares comunes, como el miedo a que haya un solo tren válido, y reivindica su derecho a subirse y bajarse a sus lomos metálicos a voluntad. En otro relato desvela que su hijo tiene un tipo de sonrisa muy concreta, muy pérfida -la sonrisa maléfica la llama- y de la que ella, sin premeditación pero con gusto, se valió un día para desestabilizar a una señora que le estaba molestando en clase de yoga.

El oficio de escribir

Se desliza la autora a través de estas páginas y por la vida como el animal herido que reconoce que es, pues se declara perteneciente a la tribu urbana de los damnificados: «Aprendí a reconocer a la gente herida, que es la única que me interesa y la única que puede dedicarse cabalmente al oficio de escribir». Quizá por eso supura tanta ironía. Y también reconoce su ego sin ambages («Los escritores sentimos como una ofensa personal que nuestro libro no esté en todas partes. En el fondo desearíamos que en las librerías sólo hubiera un libro: el nuestro»), de modo que este título la cataloga definitivamente de antiheroína y, en realidad, como persona sin más. Porque seres de luz no somos a tiempo completo ninguno, aunque no sea tan habitual reconocerlo de forma tan explícita como ella lo hace.

La escritura, ya vemos, también sale a la palestra. En Escribir asoma -y no es la tónica general del libro- una ráfaga humilde y vagamente acomplejada sobre su modo de entender su oficio. Se refiere a ello así: «(…) esa batalla vana y estúpida que ni siquiera he escogido, a la que simplemente me enfrento cada mañana. Me despierto, me levanto, me siento aquí, sin ninguna reivindicación, ningún entusiasmo, ninguna sensación de poder o triunfo, sin preguntarme si tengo derecho o no, talento o no, sin sentirme escritora. Me siento, abro el ordenador, bebo un sorbo de café, intento decir alguna cosa que no haya sido dicha mil veces y de mil maneras distintas y mejores, mantengo el temple, a pesar de saber que voy en un coche sin frenos a toda velocidad y que me estoy acercando al precipicio. Escribo».

Otra confesión de la autora: a pesar de que El Pequeño Príncipe -como le gusta llamarlo, no El Principito– es un libro fundacional para ella, Busquets cuenta que tuvo que verlo en una burda representación teatral para advertir que, al final del cuento, su protagonista muere. Aunque en realidad, sostiene quien firma este artículo, el asunto no está tan claro y permanece la duda razonable sobre si muere, muere, o se volatiliza para regresar a su planeta. Pero ese es otro asunto.

Lo que sí está claro es que es la prosa lenguaraz de Milena le permite hablar de los temas canónicos, de los grandes temas -el amor, el deseo o la muerte- sin incurrir en la cursilería. Y también le permite cumplir con el único mandato real que debe acatar un escritor, y es que su historia avance. Aquí avanzamos junto a ella por su modo de mirar la vida y su forma -elegante y contundente a un tiempo- de estar en ella.

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