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Truman Capote, un siglo del primer escritor mediático

La serie ‘Capote vs. The Swans’ retrata los años de esplendor y posterior caída de un autor convertido en estrella

Truman Capote, un siglo del primer escritor mediático

Truman Capote. | Europa Press

«Parece un camionero travestido», soltó el viperino Truman Capote (1924-1984) en un programa televisivo al referirse a Jacqueline Susann, la autora del bestseller El valle de las muñecas. Desde los años sesenta, fue un invitado muy solicitado en talk shows porque, con su voz aflautada y ademanes amanerados, lanzaba maldades como ladrillazos y garantizaba espectáculo (en una ocasión, tras una larga noche de juerga en el Studio 54, acudió a un plató con un notorio colocón y se dedicó a balbucear frases incomprensibles con aire aletargado). Este año se celebra el centenario del nacimiento de este escritor al que obsesionaban el éxito y la fama; la literatura fue para él un modo de escapar del claustrofóbico mundo sureño del que procedía.

No glosaremos aquí el inmenso talento literario de Truman Capote, porque a nadie hay que descubrir a estas alturas que Desayuno en Tiffany’s es una obra maestra y A sangre fría el libro con el que se inventó la novela de no ficción y elevó a la estratosfera el true crime. Lo que vamos a abordar es su pionera faceta de estrella mediática de las letras, aprovechando el reciente estreno en HBO de la muy recomendable serie producida por Ryan Murphy Feud: Capote vs. The Swans, que retrata sus años de esplendor y celebridad, y su posterior caída en los abismos.

Capote formó parte de la sobresaliente generación de autores estadounidenses que empezaron a publicar en la posguerra –su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, es de 1948–, en paralelo a la expansión de la televisión por todo el país. Este medio cambió el modo de entender la popularidad y frente a él había escritores muy esquivos –como Salinger y después Pynchon–, mientras que otros aceptaban acudir a un plató a regañadientes, como una obligación profesional. Sin embargo, hubo tres figuras que se convirtieron en los reyes de la pequeña pantalla, inaugurando una nueva forma de presencia pública de los literatos. Por un lado, Norman Mailer, que ejercía de vehemente polemista y macho alfa, mostrándose contundente y hasta agresivo en antena. Por ejemplo, en un célebre enfrentamiento casi pugilístico –sustituyendo los puños por el ingenio– con Gore Vidal, que había osado criticar su última novela. Sucedió en un programa de Dick Cavett, con la gran Janet Flanner como tercera invitada, entre perpleja y divertida ante aquellos dos tipos lanzándose invectivas.

Gore Vidal era otro animal televisivo y ejercía de afilado comentarista político. En 1968 lo invitaron a cubrir la convención demócrata enfrentándolo al agudo y correoso conservador William Buckley (fundador de la relevante revista política National Review). Ambos protagonizaron un momento histórico de la televisión estadounidense cuando el insidioso Vidal logró sacar de sus casillas a su antagonista, que lo llamó maricón y otras lindezas quedando en evidencia (hay un estupendo documental sobre esta rivalidad: Enemigos íntimos, que pudo verse en Filmin).

Sin embargo, el archienemigo predilecto de Vidal era Capote, gay como él. Ambos podían ser muy maliciosos cuando querían. Vidal llegó a demandar a Capote cuando este explicó en antena que los Kennedy lo habían echado a patadas de una fiesta en la Casa Blanca por haberle faltado al respeto a Jackie. El chisme supuestamente se lo había contado Lee Radziwill, la hermana de Jackie Kennedy, pero esta negó ser la fuente, lo cual forzó al ofensor a retractarse.

Trifulcas televisivas

Estas trifulcas televisadas daban a este trío de escritores una popularidad muy por encima de lo habitual en su gremio. De los tres, Capote fue la mayor estrella mediática, por su capacidad para la frivolidad y por su rapidez de metralleta para soltar maledicencias. Saltó a la pequeña pantalla a partir de la celebridad digna de una estrella de Hollywood que consiguió con el lanzamiento en 1965 de A sangre fría, convertida en acontecimiento de dimensión planetaria.

Son las dos décadas que van desde el triunfo con esta novela hasta su temprano fallecimiento con solo 59 años las que recrea de forma muy fidedigna la serie Feud: Capote vs. The Swans, es decir, Capote contra los cisnes, que eran como se refería a las damas de la alta sociedad neoyorquina de las que se hizo amigo y confidente. Entre ellas estaban la ya mencionada Lee Radziwill; la sofisticadísima Babe Pale, su favorita; C. Z. Guest, heredera de una familia pata negra de Boston, y Slim Keith, esposa primero del cineasta Howard Hawks, después de un productor y después de un banquero y aristócrata, sin duda una carrera matrimonial ascendente. También formaban parte de este círculo –aunque no aparecen en la serie– Marella Agnelli (la esposa de L’Avvocato dueño de la Fiat) y Gloria Guinness.

En esta época de esplendor, para celebrar el éxito de A sangre fría y escenificar su nuevo estatus social, Capote organizó el celebérrimo Baile en blanco y negro en los salones del Hotel Plaza de Nueva York, con Katherine Graham, la dueña del Washington Post, como invitada de honor. Este baile –que algún periodista calificó de «la fiesta del siglo»– aparece plasmado en la serie en un capítulo memorable, rodado como si fuera el documental inacabado que los hermanos Maysles –los autores de Gimme Shelter sobre los Rolling Stones y de Grey Gardens— filmaron sobre él en esa época.

Había tortas por estar entre la crème de la crème que se reunió en el Plaza: estrellas de Hollywood, políticos, empresarios, socialités, intelectuales y artistas. Los invitados –de riguroso blanco y negro– debían acudir enmascarados, pero el malicioso Capote hizo pública la lista para que nadie excluido pudiera pretender haber estado allí. Esa fiesta, profusamente fotografiada, marcó el punto álgido de su popularidad y lo elevó a un estatus mediático jamás visto en un escritor. Su caída en desgracia se produjo diez años después, en 1974, con la publicación en Esquire –que le pagó 25.000 dólares– de un relato titulado La Côte Basque, 1965. Era un adelanto de su esperada y nunca terminada novela Plegarias atendidas, por la que Random House le había pagado un anticipo millonario que jamás recuperó.

Bufón de la alta sociedad

Capote se había introducido en la alta sociedad casi como un bufón, amenizando sofisticadas cenas con sus desternillantes y maledicentes historias. Y ejerció de lo que en la época se conocía como walker (paseador, acompañante), el amigo y confidente gay de una señora rica, a la que escoltaba en los estrenos y otros actos sociales, mientras el marido se dedicaba a los negocios o a ponerle los cuernos. Este tipo de chismes íntimos y sexuales los contó en La Côte Basque, que era el nombre del exclusivo restaurante de Manhattan en el que solían comer él y sus millonarias amigas. Estas se vieron retratadas de forma cruel y jamás se lo perdonaron (la serie escenifica una leve reconciliación con Babe Pale, pero es de las pocas escenas de pura ficción que contiene).

Sumido en un espiral de alcohol, pastillas y cocaína, del que no logró salir con sucesivas curas de desintoxicación, Capote era cada vez más incapaz de escribir y pagaba las facturas con sus apariciones televisivas. Incluso hizo sus pinitos como actor, para rentabilizar su popularidad. En 1976 apareció en la desternillante comedia Un cadáver a los postres, interpretando a un excéntrico millonario que invita a su mansión a los mejores detectives del mundo para proponerles un reto. En aquel entonces, sus excesos ya le pasaban factura y tuvo serios problemas para memorizar sus diálogos.

La serie con precisión retrata su declive y Tom Hollander se mete en su piel de un modo muy convincente. Para quienes tengan interés en saber más sobre estos años finales es muy recomendable el documental The Capote Tapes, que puede verse en Filmin y que parte de las entrevistas que George Plimpton hizo a allegados del escritor tras su muerte.

Truman Capote fue el primer literato mediático, pero acabó devorado por la fama y los excesos, hasta convertirse en un escritor incapaz de escribir. Uno de sus grandes momentos televisivos fue en un programa de Dick Cavett en que coincidió con un anciano Groucho Marx. Dos monstruos del ingenio verbal frente a frente. De uno de ellos es la sentencia: «Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio». ¿Adivinan de quién?

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