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Cultura

Fernando Aramburu y la dignidad del dolor

El autor de ‘Patria’ vuelve con ‘El niño’, una historia sobre la explosión de gas que mató a 50 colegiales en Vizcaya en 1980

Fernando Aramburu y la dignidad del dolor

El escritor Fernando Aramburu. | Cortesía

Muchos desconocíamos el hecho, otros ya no lo recordaban, pero Aramburu ha querido traerlo de vuelta a la memoria para dignificarlo. En 1980 una explosión de gas terminó con la vida de 50 niños de un colegio de Ortuella (Vizcaya), segando también el presente y el futuro de muchos de los habitantes del pueblo. El niño (Editorial Tusquets) cuenta la historia de uno de ellos, del Nuco, que sólo tenía seis años cuando dejó huérfanos de ilusiones a sus padres, Mariaje y José Miguel, y a su abuelo Nicasio. 

Esta es la novela que Aramburu ha decidido sumar a su serie Gentes vascas (Los peces de la amargura, Años lentos e Hijos de la fábula son las anteriores), con la que evoca episodios dolorosos del País Vasco. En El niño no hay ETA, pero pervive el mismo silencio que dejan en las poblaciones el duelo y el miedo. Tres agentes cuentan la historia: el narrador en tercera, la madre del Nuco y el texto en sí mismo, que va disculpándose a cada poco por lo que pueda tener de incorrecto, y del que Aramburu se vale constantemente para expresar su respeto ante los hechos: «No logro librarme del temor de incurrir en la obra de arte, en la demasía literaria (…) a costa de una tragedia que supuso un mazazo atroz en la vida de numerosas familias». 

No es una novela fácil El niño, pero tampoco dan ganas de abandonarla porque la ternura de Nicasio, el abuelo del Nuco, hace aquí de tabla salvavidas, de conexión con los motivos más sinceros del amor. Nicasio ha llegado a esa edad en la que se puede permitir querer sin ambages, profesar devoción a otro ser humano, comprarle a su nieto cada día pan recién hecho para el bocadillo del colegio, incluso después de muerto. 

Lo he visto en muchos hombres alcanzada esa edad. He visto cómo cogen por los cuernos la última oportunidad de no comedirse en el amor. Aramburu, en cambio, cree que se limitan a cumplir con un papel predefinido, y a hacerlo con maestría. Así nos lo cuenta a THE OBJECTIVE: «Entiendo que un abuelo ofrezca en líneas generales una imagen tierna, pero imagino que eso se debe principalmente al hecho de que él está ahí para eso, para ser tierno, para jugar con la criatura, contarle historias, hacerle regalitos y saltarse las normas cuando nadie lo ve; en suma, para pasarlo bien con ella, mientras que el padre y la madre, además de querer a sus hijos, deben apechar con el ajetreo de la crianza, la intendencia del hogar, las responsabilidades laborales, etc., y probablemente duermen poco».

Desde los ojos de 2024, sacude la atención leer que las imágenes del luctuoso hecho salieron publicadas en las primeras planas («El País, Deia, La Vanguardia y seguro que algún periódico más ilustraron la noticia con la imagen en blanco y negro de varios cadáveres infantiles esparcidos por el suelo de un cobertizo que había al costado del colegio»). Ahora nadie concibe publicar fotos así, pero es la era del clickbait y el titular llamativo. «No hay duda de que el morbo tiene su público y cierto tipo de periodismo, que no es el que yo más aprecio, gusta de ponerse al servicio de ese morbo, si no es que lo incentiva», reflexiona el autor al respecto. 

Evitar el morbo

¿Cómo contar, entonces, atrapando al lector sin deformar el mensaje ni caer en el morbo tramposo? Dice Aramburu que tampoco cree «en la narración fría, profesoral, objetiva, que expresa en el mismo tono un hecho trágico o una tormenta de nieve en la cordillera Cantábrica», y que, por ello, «como todo en esta vida, el acierto está en encontrar la cantidad y la manera, considerando en todo caso que las sensaciones no deberían tener prevalencia sobre la información propiamente dicha, ni obviar que los retratados merecen respeto».

Los retratados en su novela son los familiares del Nuco, y también eventualmente algún habitante más de Ortuella. Son ficticios, como ha declarado en más de una entrevista, pero me interesaba saber si el escritor se había entrevistado con algún vecino que aún guardara en la memoria lo sucedido la mañana del 23 de octubre de 1980 con el fin de construirlos: «Me documenté exhaustivamente, siempre con vistas a la novela que al mismo tiempo estaba diseñando. Ahora bien, teniendo en cuenta que yo me proponía hacer con ayuda de la literatura un retrato humano y que dicho retrato abarcaría a buen seguro grandes parcelas de la intimidad de los personajes, evité encontrarme con algún implicado que me pudiera influir».

De ese modo, Aramburu navega libre, pero al mismo tiempo respetuoso por la historia. Imagina, por ejemplo, que el Nuco esa mañana, antes de que todo suceda, está reacio a ir a la escuela. Se siente mal, no acaba el desayuno, le cuesta un triunfo arrancar. «(…) le debió de venir un barrunto, quizás una deducción inconsciente a partir de estímulos inexplicables, o escuchó mientras dormía una voz que le susurraba: No te levantes, Nuco. No se te ocurra ir al colegio. Ay de ti como vayas». 

El Nuco es uno, pero también todos. Es los 50, y también todos los niños perdidos. ¿Quizá, por eso, el título pretende universalizar el daño? «El título lo tuve claro desde el principio. Lo elegí porque era sucinto, sobrio, sin pretensiones, digamos, literarias, y lo concebí como gesto de homenaje a los colegiales que perdieron la vida en la explosión de la escuela de Ortuella», resuelve el autor, preciso y sobrio también en sus respuestas. Como en su prosa. 

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