Jon Fosse y las ataduras de la existencia
La novela ‘Ales junto a la hoguera’ muestra con genial sutileza la profundidad de la obra del Nobel noruego
El último Premio Nobel de Literatura sigue siendo un misterio para la mayoría de los lectores españoles. Aunque la crítica internacional sí que llevaba años valorando el trabajo del noruego Jon Fosse (Haugesund, 1959) e incluyendo su nombre entre los favoritos al galardón, en nuestro país faltaba un esfuerzo divulgador que, por fin, parece haber despertado, como explicamos por aquí.
El último eslabón hasta ahora de esta tendencia es la publicación de la novela Ales junto a la hoguera (Random House), una excelente pasarela a la obra de Fosse. En poco más de 100 páginas con cuerpo de letra y márgenes generosos se condensa toda la originalidad y la profundidad que ha despertado la admiración de lectores con un cierto nivel de exigencia literaria.
Porque Fosse no es un escritor al uso. Reconcentrado como buen noruego, sus obras despliegan las voces interiores de los personajes de forma casi literal, en un torrente fluido hasta el extremo. Pero antes centra la situación, casi podría decirse el corte escogido en la vida íntima que va a mostrar. Así comienza la novela: «Veo a Signe ahí echada en el banco de la sala, mirando todas las cosas de siempre, la estufa, la vieja mesa, la caja de leña, la madera de las paredes, la gran ventana que da al fiordo».
Ese es el muy sugerente ámbito de la exploración. A continuación, el estado existencial: «Las mira sin verlas, y está todo como siempre, nada ha cambiado, y sin embargo ha cambiado todo, piensa». Y, finalmente, el genial entrelazarse de los paisajes, el interior y el exterior, que acaparará la narración: «Porque desde que él se marchó y desapareció ya nada es lo mismo, ella simplemente está sin estar».
Aisle, el compañero de Signe, desapareció 23 años antes de esta escena, y ella ha quedado atrapada en el último instante juntos: «Se siente a veces segura de sí misma con cierto peso, como era antes de que él desapareciera, pero luego vuelve a agarrarla, la desaparición, aquel martes, a finales de noviembre, de 1979, y al momento se encuentra de nuevo en el vacío, piensa, y mira hacia la puerta de entrada y esta se abre y se ve a sí misma entrar y cerrar la puerta tras de sí y luego se ve caminar por la sala, pararse y ponerse a mirar hacia la ventana y entones se ve a sí misma mirar hacia él, que está ahí de pie ante la ventana», y sigue una frase interminable, como un hilo que se enreda en las presencias de los personajes.
Flujo de conciencia
Signe cede al testigo a Aisle, que a su vez se lo dará a su abuela, a su tatarabuelo… Todos piensan y se asombran de cómo piensan y siguen pensando en largas frases serpenteantes, con repeticiones obsesivas, ese flujo de conciencia en tercera persona que ha dado fama a la escritura de Jon Fosse, una profundización fascinante en la experiencia del personaje, pero sin la dificultad de un Faulkner, al contrario, con una notable fluidez, preñada además de la tensión de los interrogantes, esos punzante «y si», que torturan a los personajes.
El pasado repite esquemas constantemente, pero un momento termina revelándose como clave de bóveda: la visión por Alse de su tatarabuela Ales (a la que debe su nombre, explica, mínimamente alterado) frente a una hoguera junto al mar. Esa imagen sirve de puente entre la tragedia intuida de Alse, por atreverse a navegar con su pequeña barca por el fiordo, y la de su tío abuelo, ahogado a los siete años tras salir a navegar con su barca de juguete.
La biografía de Jon Fosse tiene un hito fundamental cuando el escritor tenía precisamente esa misma edad. En un artículo para The New Yor Times, Alex Marshall asegura que el accidente que sufrió a los siete años «marcaría su vida como escritor». Se produjo también en un pueblo situado en medio de los fiordos occidentales de Noruega, pero el suceso fue más prosaico: el cristal de una botella le cortó una arteria de la muñeca. Sus padres lo llevaron rápidamente al médico y, en el coche, tuvo una experiencia extracorpórea: «Me vi a mí mismo desde fuera», dijo, supuso que estaba a punto de morir y fue consciente de una «especie de luz resplandeciente». Todo era «muy pacífico», no sentía «ninguna tristeza», sino más bien la sensación de que había «una belleza, una belleza en todo».
Dicen las biografías que Fosse comenzó a escribir para refugiarse de una adolescencia triste. Ales junto a la hoguera se retuerce al ritmo de las consciencias torturadas que la habitan. Los diálogos que puntúan los flujos de conciencia no hacen sino subrayar el doloroso esfuerzo por una comunicación imposible:
«Supongo que casi nunca se quiere decir algo, dice
Simplemente se dice algo, cualquier cosa, así es, dice Signe
Así es, sí, dice Asle
Algo hay que decir, dice Signe
Algo hay que decir, sí, dice Asle»
En el fondo, más al fondo aún que en el abisal fiordo, late la gran pregunta: «¿Por qué se atan así las personas?» La tragedia, anticipada por la revelación en el futuro, planea en una irrupción del pasado en forma de barca-maldición-destino. Dos barcas emparentadas bajo la sombra imponente del fiordo.
A Signe (comienzo de la novela, recordemos) la sobrepasan las extrañas réplicas del tiempo. Lo inefable la aplasta: «Esto no hay quien lo entienda», repite. Porque la realidad, sabe Fosse, es un extraño solapamiento de mundos interiores y exteriores, de materia y espíritu en una danza hirviente de sentido centrífugo y centrípeto.
La vieja Ales es la única que puede aportar una salida al sinsentido de la muerte de un niño de siete años:
«No os podéis quedar ahí, dice la vieja Ales
Los caminos del Señor son inescrutables, dice
Asle está bien, está en el Cielo con Dios, así que no os apenéis, dice
No os apenéis, dice
Existe un Dios bueno, dice»
Tras una vida tumultuosa, Jon Fosse decidió dejar el consumo de alcohol por la religión. Tras su último matrimonio, en 2013, se convirtió al catolicismo, la fe de su mujer… ¿Por qué se atan así las personas?
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