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'Fuego cruzado': la sangrienta primavera que anticipó la Guerra Civil

Los catedráticos Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío publican un preciso estudio sobre la violencia política del 36

‘Fuego cruzado’: la sangrienta primavera que anticipó la Guerra Civil

Portada de 'Fuego cruzado'. | Galaxia Gutenberg

Una «fiebre pasional», en palabras de un editorial de Ahora, se apoderó del país: atentados, tiroteos, ocupación de fincas y ayuntamientos, quema de iglesias, cacheos ilegales, apaleamientos… Lejos de apaciguar las aguas revueltas tras el bienio conservador y la revolución minera de Octubre, la victoria del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936 desató un ánimo revanchista o justiciero, según se mirara en su tiempo, que aspiraba a purgar las instituciones por fuerza de los hechos consumados y fue extremando las posiciones ideológicas de los españoles hasta el golpe de Estado del 17 de julio.

Gregorio Marañón, eximio republicano desencantado, escribió al inicio de aquella larga y cruenta primavera del 36 que «la lucha electoral se había planteado para que media España vencedora aniquilara a la otra media vencida». De las urnas salió un Gobierno de Manuel Azaña dependiente de las veleidades de los socialistas, cada vez más escorados hacia el bando de Largo Caballero y su visión de pasar del «error reformista» del primer bienio republicano a la «verdad revolucionaria».

La violencia en las calles, en pueblos y ciudades, no cejó en los cinco meses previos a la Guerra Civil, excepto una curiosa mejoría en junio, poco antes de que todo saltara por los aires. En cifras, que más adelante detallaremos, queda claro el repunte: durante la primavera del 36 se produjo una media de 3,18 muertos al día por violencia política frente a la media diaria de 1,08 de todo el periodo republicano.

Pese al estado de alarma prorrogado por Azaña y la censura de prensa vigente, los ánimos andaban caldeados y el propio Azaña reconocía en privado que el sistema colapsaba por «la anarquía persistente de algunas provincias, por la taimada deslealtad de la política socialista en muchas partes, por la brutalidad de unos y otros, por la incapacidad de las autoridades, por los disparates que el Frente Popular está haciendo en casi todos los pueblos…». Ya en mayo, con Azaña trasferido a la presidencia de la República y Casares Quiroga como cabeza del Consejo, en el Congreso se mentó a la bicha: «Estamos -no hay por qué negarlo- en plena guerra civil; una guerra civil relativamente incruenta, mansa, pequeñita, pero una guerra civil», dijo el independiente José Acuña y Gómez de la Torre.

Sin embargo, la guerra abierta no era entonces algo inevitable. Solo hoy interpretamos la fatalidad de los hechos a la luz de lo que sabemos. Para los catedráticos Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío, la violencia innegable de la última etapa republicana hay que mirarla con relación a su tiempo, sin banderías sobrevenidas. Lo que es innegable para los autores de Fuego cruzado. La primavera de 1936, es que la violencia callejera alcanzó un pico en la corta vida del sistema democrático republicano y se sirvió y se alimentó de la polarización de los discursos y el auge de tendencias iliberales de derechas y de izquierdas.

484 muertos en cinco meses

Azaña, que se cuidó mucho de exponer su crítica a los desmanes de sus socios de izquierdas y asumió más o menos en público el relato caballerista de que toda violencia nacía de la provocación de los fascistas (y fascistas eran ya no solo los falangistas, sino los simpatizantes de la CEDA, los monárquicos e incluso los republicanos moderados y de centro liberal), sí era consciente de la peligrosa lógica extremista: «El pánico de un movimiento comunista es equivalente al pánico de un golpe militar. La estupidez sube ya más alta que los tejados», escribió a su cuñado.

La crispación, la inoperancia de las instituciones para atajar la violencia y el crecimiento exponencial de tendencias iliberales antes residuales, de Falange a los comunistas, supuso una primavera caliente que arroja cifras de conflicto armado: en cinco meses se produjeron al menos 977 episodios violentos, con el resultado de 484 muertos y 1.659 heridos graves. Es el recuento de los autores de Fuego cruzado en base al estudio de dos docenas de archivos históricos y más de cien periódicos de la época. Del total de 2.143 víctimas se conoce la filiación política en el 69% de los casos y así sabemos que las víctimas de izquierdas ascendieron a 764 frente a las 528 de derechas y las 112 de las fuerzas policiales.

Los izquierdistas fueron los responsables de la gran mayoría de los episodios de violencia, según la investigación de Rey y Álvarez Tardío. El 78% de los 544 episodios violentos en los que se conoce el origen (un 55,7% del total de episodios) fue iniciado por sujetos adscritos a grupos de izquierdas. Aunque el odio y los sucesos traumáticos se produjeron en todo el territorio, Madrid, capital y ciudad más poblada, acogió la mayoría de los episodios violentos: 83 en total con el resultado de 63 muertos. En Madrid, por ejemplo, se produjo un primer brote de violencia el 6 de marzo, con el tiroteo de unos obreros afiliados a Falange a manos de otros izquierdistas, o el atentado al diputado socialista Jiménez de Asúa; y finalmente tuvo lugar el asesinato del diputado derechista Calvo-Sotelo, germen o coartada para el Golpe de Estado del día 17 de julio.

Es imposible resumir satisfactoriamente toda la sucesión de hechos constatados en este estudio voluminoso que aspira a colocar al lector, sin presentismo, en el tráfago de una época caótica. Los autores de Fuego cruzado evitan relacionar o interpretar esos sucesos con «hechos posteriores o planteamientos morales», pero sí extraen conclusiones sobre el colapso de la República por la incapacidad del Gobierno de «negar que muchos episodios graves de violencia habían sido originados por radicales procedentes de las filas del Frente Popular» y «el debilitamiento progresivo del discurso de los posibilistas de la CEDA» que «hizo que los monárquicos antiliberales y radicales, así como los falangistas, ganaran un protagonismo que las urnas no les habían dado».

En última instancia, lo que falló fue lo que quizás nunca hubo: una visión liberal del Estado y un pueblo y una clase política capaz de aceptar un sistema de alternancia. «Los dos gobiernos de la primavera, primero Azaña y después Casares Quiroga, ambos de izquierda republicana, tuvieron que afrontar un desafío persistente al orden público por parte de grupos de individuos que despreciaban los valores propios de una democracia pluralista, entre los que destacó la derecha radical -principalmente los falangistas- y la izquierda obrera -una parte significativa de los socialistas y los comunistas», concluyen los autores.

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