José Antonio Montano, arte y prodigio del esbozo
El columnista malagueño reúne una selección de artículos de actualidad en ‘Zona de confort’, su último libro
La etimología, por decirlo a la manera del mejor Borges, es también una variante más (en este caso, noble) de la literatura fantástica. Cuando nos preguntamos por el origen y la evolución de una palabra es como si trazásemos el arco completo de una vida (ajena) que, sin embargo, sentimos que nos pertenece, aunque sea de forma lateral. Todos hablamos y escribimos –sin sospecharlo– con las palabras de los muertos. Nos confesamos en un idioma heredado que consideramos inequívocamente nuestro. En el fondo, la literatura no es más que el intento de gobernar este legado idiomático, embridándolo hasta convertirlo en una dicción personal.
Suele atribuirse a los grandes escritores –principalmente a los catalogados en la sección de (altos) barrocos y (bajos) letraheridos– el dudoso mérito, que no siempre equivale al talento, de crear un determinado patrón lingüístico y expresivo, algo que dista mucho de ser lo mismo que tener un estilo. Así, por ejemplo, decimos que Shakespeare hizo el inglés –hasta entonces una lengua ruda y extraña– y Cervantes, nuestro infalible semejante, creó ese soberbio español que es capaz de conjugar la piedad con la ironía y el humor con el drama.
No se repara tanto, sin embargo, en la capacidad que tienen algunos columnistas de prensa para forjar el lenguaje cotidiano con su sermón de cada día. Suponemos que esto se debe a la condición snob (sine nobilitate) del arte de la escritura de periódicos, carente de ascendente académico y periferia ultimísima del Parnaso. Decir que la mejor literatura española del pasado siglo se ha escrito en los diarios –cosa que sostenía Umbral debido a su patológico egocentrismo– acaso sea una afirmación exagerada. Pero no es del todo incierto que, mediante una sucesión sostenida de artículos de autor, escritos con una cierta dicción personal, puede alzarse perfectamente esa arquitectura de palabras (efímeras) que es capaz de identificar un tiempo concreto y describir una sensibilidad individual. El éxito absoluto consiste en transmutar esta expresión particular en un patrimonio universal.
Esta cima, evidentemente, no está alcance de todos los que escriben en periódicos, incluidos los diarios digitales, donde el personal se celebra (sin motivo), ensaya homilías o nos cuenta sus ocurrencias, como si todavía existieran los públicos cautivos, igual que pasa en las aulas de cualquier instituto o universidad, en las que hay que prestar atención al profesor porque es quien, al final, nos evalúa. ¿Qué le interesa al lector de un columnista? Depende. Como no existe ningún rasgo formal entre la baja prosa del gacetillero y la alta escritura del ensayista, el novelista o el poeta –aunque en un artículo, que no es más que un instante escrito en mitad del tiempo, pueda y deba acontecer esta feliz contaminación de géneros que identifica la buena escritura– la diferenciación hay que buscarla en otro sitio.
Un columnista es, sobre todo, su carácter. Pura personalidad retórica. Eso que los antiguos griegos llamaban ethos (ἦθος), que era el nombre que designaba una guarida, una morada o un hábito. De esta misma raíz léxica, que significa costumbre, conducta o personalidad, derivan palabras como ética y etología, la disciplina que estudia a los animales en su medio natural. ¿Acaso no son también éstas las tareas de un columnista? Que del carácter de una persona se infiere su moral, como sostenía Cicerón, es tan verdadero como que un articulista de periódico no es más que su ethos. Una forma de ser –real o impostada, esto es secundario– expresada con la escritura. Un caso paradigmático lo encarna José Antonio Montano (1966), escritor malagueño, tropicalista insistente, ciclista inmóvil y uno de esos tipos que, sin aparente esfuerzo, de forma natural, oscilan entre el humor inteligente (que en su caso ejerce con una generosa piedad de criterio) y ese spleen en el que nos regodeamos todos aquellos hedonistas que incurrimos en los excesos con la estéril coartada de huir de la realidad.
Humor y melancolía
Montano acaba de publicar una antología de sus 20 años de articulismo: Zona de confort. 2004-2024 (Sr. Scott). Se trata de su tercer libro tras Inspiración para leer (Jot Down Books), una selección de piezas sobre lecturas y libros, y Oficio pasajero, la primera entrega de sus diarios, circunscritos a la última década del pasado siglo. En estos tres títulos se perciben los mismos humores: el gozo de la vida, la celebración de los inevitables desengaños, la voluntad de retratarse a través de lecturas, escritores, retazos biográficos y meditaciones. En la prosa de Montano late un hondo sustrato lírico –disimulado, pero presente, como corresponde a un connaisseur del asunto– que se compensa con una actitud felizmente gamberra. Diríamos que es algo así como un melancólico airado que ha hecho de Málaga su Lisboa. Desde allí sueña con los brasiles y los madriles de su juventud, en los que reincide con cíclica obstinación. Sabiendo que el triunfo no vale mucho la pena, ni tampoco el esfuerzo, ha optado por esa aristocracia del espíritu que se hace con lecturas, paseos, puestas de sol y mordacidad tierna.
Montano va a todos sitios –incluso allí donde no debería ir– con una moleskine negra porque un columnista aéreo e inconstante, de domingo, que ha sido durante mucho tiempo su caso, no descansa nunca. Escribe corto y entrega a última hora. La obligada limitación de la columna, que en internet carece de sentido, le ha convertido en un maestro de la condensación. Su estilo es claro, diáfano, robusto. Todos sus artículos, incluso los dedicados a la actualidad política o a personajes públicos, están hechos con los mismos materiales: lo leído, lo visto, lo oído y lo sentido; cosas vividas y cosas imaginadas. El aprendiz al sol –así se llama su bitácora digital, donde comenzó su obra– domina como pocos el inefable don de la sugerencia atmosférica.
En lugar de darle la brasa a sus lectores, ese vicio de los catedráticos, prefiere divertirles (con su ingenio) y confesarse ante ellos, logrando esa forma tácita de comunión que sólo es posible entre almas abatidas y gemelas. Sus artículos están llenos del desencanto de alguien que sabe que, desde la Transición, España ha ido a peor. Lógicamente, Montano cuenta en sus artículos partes de su vida (no toda, ni por completo) porque es la materia que tiene más a mano. Cumple así otra de las obligaciones de los caballeros de la columna: fundar una mitología personal. No aspira a investigar nada. No desvela secretos. No está informado. Su anhelo es sentir cada día la vida real de los calendarios. El sublime placer de haber escrito. En esto se adivina su amor por Fernando Pessoa, de igual manera que sus frases contienen el aroma de la poesía de Jaime Gil de Biedma o, a veces, el estilete fino y profundo de Thomas Bernhard.
En esta Zona de confort –el título es irónico, pues la vida, como decía Roberto Arlt, sólo puede ser puerca– encontramos de todo. Desde artículos contra Pedro Sánchez escritos por «el último socialdemócrata», a comedias sofisticadas –«La vida seguirá y habrá momentos felices, tardes soleadas, canto de pajarillos. La solución para ir pasando los años, hasta el hecho biológico, será no meterse en política»– o crónicas surrealistas, como la que dedica a contar la experiencia de dejarse el bigote, pasando por sus celebérrimas sambas mediterráneas o elogios para Raphael y Camilo Sesto.
Montano escribe desde ese mismo lugar donde un día estuvo nuestra infancia, meridional y asilvestrada, llena de rebeldía y fascinación libresca. Peatón de condición, cada tarde explora la Costa del Sol en busca de imaginarios puntos de fuga: «Nos quema la sangre, pero nos queda el regusto del repliegue helenístico o alejandrino. Queda tiempo, queda vida y hay que defenderse». È vero è ben trovato. Con la excepción de sus rigurosas escapadas, lúbricas infidelidades geográficas, Montano no se irá nunca de Málaga. ¡Y menos para instalarse en Sevilla! No lo necesita. Ha logrado construir su propio universo gracias al arte y al prodigio del esbozo. Igual que Bartleby, el personaje de Melville. Salve frater!