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Por qué la verdad se ha vuelto subversiva

Describir la realidad, afán del periodismo, se ha convertido en un ejercicio de rebeldía en la era del populismo

Por qué la verdad se ha vuelto subversiva

Alejandra Svriz

En Songs for Drella, el disco que Lou Reed y John Cale dedicaron a Andy Warhol, su antiguo mentor desde los tiempos de The Velvet Underground, al que apodaban con un nombre obtenido de la malévola combinación de las palabras Drácula y Cenicienta, hay una canción (Trouble With Classicists) que evoca los reparos que el maestro del pop art sentía ante los clásicos: «The trouble with a classicist he looks at a tree / That’s all he sees, he paints a tree / The trouble with a classicist he looks at the sky / He doesn’t ask why, he just paints a sky». En efecto: un clasicista es, sobre todo, un realista, igual que debe serlo un periodista o cualquiera que no tenga por costumbre colgarse todos los días (sin pisarla) del quicio de la luna. 

Un realista contempla un árbol y pinta un árbol. Un realista mira el cielo y lo que reproduce (en un lienzo) o describe (con palabras) es ese cielo. Todos los maestros antiguos, igual que el gran Antonio López, son artistas figurativos. Se atienen estrictamente al mundo que está a su alrededor, ya sea la Gran Vía de Madrid, un rincón de Tomelloso o una esquina de Nueva York. Que a Warhol, epítome del arte comercial fabricado en serie, el realismo le pareciese un problema debe interpretarse como un temprano augurio de nuestro inevitable presente. Porque ya vivimos todos en ese tiempo en el que la distinción entre la verdad y la mentira dejó de ser relevante, al menos desde el punto de vista social y político. La imitación fidedigna de la realidad se ha convertido en una heterodoxia intelectual. Pronto será una práctica proscrita. 

Lo que goza de popularidad –el prestigio es causa finita– son las mentiras, los embustes, el cambio sucesivo de opinión (según convenga en cada momento) y la falta de criterio, que no es sino una forma de disimular la ausencia de escrúpulos morales. En la política española, que hace cinco décadas funcionaba a la manera de un mercado bursátil donde los inversores (políticos) comerciaban entre sí para garantizar(se) las libertades –eso y no otra cosa fue la Transición–, y que últimamente se ha convertido en un bolsín de infamias, las mentiras no son elementos nuevos. Siempre existieron. Lo novedoso, a la par que inquietante, es que la verdad de las cosas haya dejado de tener trascendencia y sanción social. Nunca antes habíamos presenciado que tanto a los individuos, como a las masas de las que escribió Ortega y Gasset, se la bufaran –por decirlo a la manera atorrante del grandísimo Roberto Arlt– los hechos. 

El fenómeno, que es un caldo de cultivo propicio para una nueva forma de absolutismo al que de la democracia no le interesa más que su ficción asamblearia, olvidándose de la separación de poderes y de los checks and balances de las democracias liberales, permite construir con facilidad pasmosa, en buena medida gracias a la viralización de las redes sociales, distopías partidarias y colosales cámaras de eco. En estas bolsas sociales cargadas de sentimentalismo identitario –cuyo evangelio es la distinción entre nosotros y ellos porque creen en un mundo dividido entre los buenos y los malos– no cuenta la verdad, sino la militancia y el activismo. 

«Si no le gusta mi opinión, tengo otra», decía Marx (Groucho). Si los hechos objetivos ponen en cuestión los dogmas de estas nuevas tribus, se prescinde de las evidencias y directamente se inventa –como hacen los políticos populistas, da igual qué bandera agiten– un universo paralelo. Cómodo, confortable, sin riesgos. Donde no es necesario pensar. En el que todas las fantasías (comunales) son posibles y no existe la maldad, salvo si es ajena y viene de fuera, en cuyo caso merece la extinción por el bien de todos. En estos mundos virtuales que la propaganda ha trasladado a la calle, igual que sucediese durante el procés en Cataluña, se desprecian los hechos y se hurtan los datos. Sus cofrades rinden culto al relativismo de la posmodernidad, que postula que ante la muerte (un asesinato, en realidad) de los grandes relatos y la imposibilidad de fijar un sentido único de las cosas, cualquier interpretación es posible y, en consecuencia, toda acción es admisible. «Si Dios no existe, absolutamente todo está permitido», decía Raskólnikov, el protagonista de Crimen y Castigo de Dostoyevski. Si no existe una verdad, cualquier cosa puede serlo. Elijan cada uno de ustedes la suya.

«Para esta grey, el ideal está por encima de los hechos y de las personas»

Al fin y al cabo, desde esta óptica todo es irrelevante –y especialmente lo son los hechos– si contradice los apetitos de este sujeto político, escolar e infantil, que desdeña lo trascendente y entroniza lo trivial, seducido por un ecosistenta cultural mutante que tilda de herejes a quienes se atreven a caminar a contracorriente o a disentir, incluidas las figuras a las que antaño se les rendía idolatría. No es demasiado distinto de lo que hacen los indígenas de San Juan Chamula (México) cuando un santo de la iglesia del pueblo no les concede la merced que anhelan. Para mostrar su enfado, y como acto de reprobación, lo ponen mirando de cara a la pared. 

En Los enemigos del comercio, Antonio Escohotado diferencia la realidad de sus abundantes simulacros mediante una fórmula infalible: las ideologías basadas en abstracciones pueden ser bienintencionadas, hermosas o ingenuamente candorosas (antes de tornarse en regímenes violentos) porque, desde su punto de vista, la objetividad no existe. Sólo cuenta la subjetividad compartida. Para esta grey, el ideal –llámese la voluntad general (de Rosseau) o la utopía (revolucionaria)– está por encima de los hechos y de las personas. 

La ciencia, en cambio, no tiene en consideración cómo pensamos o imaginamos que deberían ser las cosas. Se atiene a lo que son. Nadie debería padecer cáncer, pero, como este mal existe, más nos vale conocerlo a fondo (en vez de negarlo) para intentar prolongar o salvar vidas. La realidad nunca es piadosa: acontece con independencia de nuestros sentimientos. «La vida no es noble, ni buena, ni sagrada», escribió Lorca. Y, como dice Escohotado, se asemeja a una imagen fractal, en la que lo que sobresale y sorprende es su infinito pormenor. 

Según sea la escala desde la que la contemplemos, la visión de la realidad será totalmente distinta, incluso infinita. Esta complejidad inherente a todo lo real no anula, en todo caso, el significado último de las cosas. Lo que nos enseña es que la verdad factual que niega el posmodernismo existe –haya sido o no enunciada– aunque se nos presente con la forma de un interrogante. El nihilismo emocional –que nada tiene que ver con la verdadera emoción– goza de crecientes legiones de devotos. «Confieso no entender los motivos» –escribe Mario Bunge, el último gran filósofo de la ciencia, en Racionalidad y realismo– «por los cuales está bien visto ser antirrealista en la cátedra con tal de desempeñarse con cordura (y por tanto de forma realista) en la vida cotidiana». Y prosigue: «Como realista que soy, reconozco ese curioso hecho de la vida académica, y me sumo a quienes toman en serio el antirrealismo».

«La verdad, que rara vez es feliz y suele anunciar desdichas, existe y es más fiable que la mentira»

Conviene imitar a los sabios. Bunge fue uno de ellos: deberíamos desconfiar de quienes construyen fábulas y narrativas (políticas) amables porque buscan que suspendamos nuestra incredulidad (natural) ante las cosas para confiar en sus ensoñaciones fenicias. Esto es lo que siempre ha conjurado el arte clásico y, especialmente, la literatura española, cuya tradición es inequívocamente prosaica. El Cantar de Mío Cid, la gran epopeya castellana, no empieza con ningún triunfo: relata el llanto del héroe que sale hacia el destierro y prosigue con la afrenta a sus hijas. El Libro de Buen Amor, escrito por un arcipreste, es un canto a los gozos de la carne. El Lazarillo es el retrato –en primera persona– de un pícaro, hombre terrestre y cornudo que consiente el adulterio de su mujer porque su abarraganamiento le beneficia. 

La Celestina equipara a nobles y plebeyos en sus mismos vicios (sin virtudes). El Quijote nos previene ante los peligros de creer ciegamente en las mentiras de los libros de caballerías. Quevedo radiografía las conspiraciones y celadas de una corte hipócrita. Calderón lleva a las tablas el desengaño de los sueños del hombre. Podríamos continuar con la sinceridad suicida de Larra, el esperpento de Valle-Inclán, la verdad humilde de Machado, el tremendismo de Cela, el escepticismo pesimista de Baroja o el realismo (sintético) de Pla. ¿Qué nos enseñan todos estos libros? Que la verdad, que rara vez es feliz y suele anunciar desdichas, existe y es más fiable que la mentira. El día que dejemos de leer el mundo con un mínimo de realismo (intencional) estaremos habitando, sin saberlo, en el universo de Orwell. No queda lejos

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