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Cultura

'Entre Rusia y Cuba', memorias de un aprendiz del hombre nuevo

El cubano Jorge Ferrer narra su estancia en Moscú para ser un buen comunista y su posterior ruptura con el castrismo

‘Entre Rusia y Cuba’, memorias de un aprendiz del hombre nuevo

Joge Ferrer | Vladimir Romero

Jorge Ferrer tiene el don del momento significativo. Uno de los testimonios que recoge su libro recién publicado (Entre Rusia y Cuba, editorial Ladera Norte) es el de un amigo suyo, un chico francés criado en una familia fanáticamente comunista que aprendió la lengua rusa por medio de los cursos radiados de Radio Moscú Internacional (la respuesta soviética a Radio Liberty) y por su excelencia en el aprendizaje fue premiado con un viaje a Moscú.

Eran los años previos a la autodestrucción del régimen. El joven francés llega, pues, cargado de ilusiones y expectativas a Moscú, pero ya en el trayecto del aeropuerto de Sheremétievo a la capital tiene una iluminación fulgurante: ve pasar junto a él un autobús articulado, se da cuenta de que el acordeón de goma que sujeta los dos coches está hecho jirones y «bailoteaba como un abrigo raído sobre los hombros de un anciano», imagen precisa de la URSS decrépita, «se dijo ‘aquí hay algo que está muy mal’», y se deshizo de repente toda la ilusión. Todo lo que luego vería en el gran país sería redundancia. Un fuelle de goma reventada sirvió como metáfora exacta del estado del paraíso comunista» (Página 122).

Como Ferrer menciona ya desde el principio, el famoso Diario de Moscú de Walter Benjamin –por cierto, un texto que no era para publicar, uno de esos malfavores que la devoción de sus admiradores o la codicia de los editores le hacen a los escritores fallecidos, publicando hasta la lista de sus compras-, y al leer esta anécdota me acordé de una que Benjamin cuenta allí. Benjamin, simpatizante y a punto de adscribirse al partido comunista alemán, llega a Moscú mediados los años 20 para estar con su amor, la revolucionaria lituana Asja Lacis, y ser testigo del desarrollo del experimento bolchevique. Benjamin sufre, y no se entera de nada. Un día va a visitar a Joseph Roth, periodista enviado por varios diarios alemanes que está instalado en un gran hotel con todas las comodidades y al cabo de unos días se vuelve a Berlín. Roth ha llegado, explica, o mejor dicho, se explica Benjamin con asombro y no sin amargura, como simpatizante de la Revolución, y se ha ido como monárquico convencido. Roth, con su visión aguda de periodista excelente, vio y entendió en el plazo de unos días lo que al fin y al cabo estaba bien a la vista, mientras que Benjamin, tan penetrante en muchos (y harto celebrados) aspectos, era miope.

El libro de Ferrer, una crónica familiar descabalada, una memoria moscovita, y una madeja intrincada de referencias culturales, no tiene desperdicio, pero no se acaba de leer nunca, porque el lector interrumpe todo el rato la lectura para ir a internet y descubrir a figuras soberbias pero apenas conocidas entre nosotros, como el actor y cantautor Vladimir Vysotsky, por citar a un solo astro de la Atlántida interminable de talentos rusos hundidos por la historia y el desconocimiento.

Descendiente de españoles, y conocido aquí por sus traducciones para El Acantilado de obras maestras de la literatura rusa, Ferrer es un cubano de aquellas generaciones que el régimen castrista enviaba a formarse en Moscú como ingenieros y técnicos y buenos comunistas, como «la arcilla maleable», decía el Che Guevara, iluso aspirante a «ingeniero de almas» estalinista, «con la que se puede construir el hombre nuevo sin ninguna de las taras anteriores». Un hombre nuevo, añade Ferrer, «que estaría ya nuevecito en el siglo XXI, escribió Guevara pensando que tomaría décadas tener acabado. Acabado el engendro».

Exilio en Barcelona

Pero estos aprendices de hombre nuevo asistieron a la perestroika y volvieron a Cuba –Ferrer, en concreto, después de diez años en Moscú— como ciudadanos díscolos y potencialmente molestos. Cuando sufría demasiada presión interna, el régimen castrista ha tenido la costumbre de soltar vapor abriendo las fronteras para que estos sujetos desencantados e indeseables se fueran con la música a otra parte, no fueran a contagiar su descontento al personal.

Así llegó a Barcelona Ferrer, en alguna de esas oleadas que nos trajo también a Ernesto Hernández Bustos, que está a punto de publicar su monumental biografía de Lezama; a Iván de la Nuez, competente gestor cultural y autor de varios ensayos penetrantes sobre las encrucijadas entre arte, sociedad y política, (La balsa perpetua, Fantasía roja: los intelectuales de izquierdas y la revolución cubana, etc); a Rolando Sánchez Mejías (Historias de Olmo, Cuaderno de Feldafing), sinólogo y poeta hipnótico maltratado por una salud adversa; al erotómano (Diosa), pintor y escritor Juan Abreu, autor entre otros libros de un formidable testimonio sobre Reynaldo Arenas (A la sombra del mar)… Y también –no hay metal precioso sin su ganga— a Juan Pablo Ballester, artista que por suerte ahora vive en Miami.

Vaya sorpresa que tuvieron que llevarse, no sólo en su incorporación al sistema capitalista, sino también a la particular idiosincrasia de la vida intelectual, no ya en una afamada ciudad cosmopolita sino en el aire provinciano y mal ventilado del nacionalismo catalán, paradigma de la retentiva anal. El caso de Ferrer es peculiar, pero supongo que no único en las latitudes caribeñas. Su abuelo, policía en el régimen de Batista, se exilió en EEUU donde sobrevivió dedicado a trabajos subalternos. Su padre fue apparatchik del castrismo, que repudió a aquel unas cuantas veces, «y una de ellas, la más sangrante, fue cuando éste regresó a Cuba desde Nueva York, un viejo exiliado que quería ver a los suyos, y se negó a verlo». ¡Cosas de la política fanática! «¿Cómo se vive con eso? Se vive mal. Fatal hasta los lloros…»

Entre Rusia y Cuba lleva como subtítulo Contra la memoria y el olvido. Contra la memoria, porque hay un momento en que uno comprende que es mejor olvidar, para vivir, pero esto no es cosa que se elija a voluntad, por ligero de equipaje que uno vaya siempre carga el pasado como un tatuaje y siempre regresa al lugar del crimen. Y contra el olvido, porque la cosa ha sido, y es, demasiado gorda. Recomiendo la lectura.

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Entre Rusia y Cuba: Contra la memoria y el olvido
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